13 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 8)

Tomamos un taxi hasta el aeropuerto a las ocho y cuarto de la noche. Pillamos algo de tráfico. En la zona de facturación nos encontramos con la misma loca que viajó con nosotras a la ida. Tomó posesión del mostrador de clase Business y estuvo allí discutiendo con la azafata desde que nos pusimos en la cola hasta que entramos en la zona de pasajeros. No volvimos a saber más de ella, a Dios gracias. La facturación de cada pasajero fue como un parto. Menos mal que tenían cuatro mostradores abiertos. Comprobaban y recomprobaban cada detalle y cada cosa que tecleaban. Mi maleta pesó 17.5 kgs. Esto es muy misterioso, muy misterioso. No compré nada en Singapur. El único objeto adicional es un reloj de mesa que nos regaló Joyce Tan, y no pesa tres kilos y medio.

Pasé el control de entrada sin que me escanearan el equipaje de mano por primera vez en mi vida. A Nuvara sí la hicieron pasar por el aro.

Estuvimos echando un vistazo al duty free sin mucho éxito. Me quedaban por gastar unos dólares, así que los invertí en una camiseta que se ríe de la estricta normativa del país.

El souvenir que hay por todas partes es la imagen del Merlion, el símbolo de Singapur. Es un animal con cabeza de león y cuerpo de pez. Lo del pez es porque originariamente era un pueblo pesquero. Lo del león no lo recuerdo bien, pero tiene que ver con alguien que vio un león pero no podía ser un león porque en Singapur no había leones, así que tuvo que ser un tigre.

Empezamos a ver grupos de gente todos vestidos iguales. En una puerta de embarque estaban todos los que veis en la foto esperando el vuelo para Sri Lanka.

Unos minutos antes un par de individuos de este grupo vaciaron la estantería de donuts del Dunkin Donuts. Los compraron todos excepto dos. Iban cargados de cajas. Supongo que en Sri Lanka no hay Dunkin Donuts.

Para acceder a la puerta de embarque del vuelo de Turkish Airlines con destino a Estambul tuvimos que pasar control de pasaportes y escáner. No tuve que quitarme el cinturón, ni el reloj ni el anillo. El funcionario que me cogió el pasaporte dijo: “Ahhhh, Epoti Diyón”. Y yo dije: “No, Dijon está en Francia”. Y él dijo: “Equipo de fútbol, Diyón”. Y entonces caí en la cuenta de que había visto mi lugar de nacimiento y se refería al Sporting de Gijón. Gran equipo, famoso hasta en Singapur. Gran equipo.

Embarcamos inmediatamente, aunque faltaban cuarenta y cinco minutos para la salida. Con diez minutos de antelación estábamos todos a bordo y rodando por las pistas.

El avión iba completamente lleno. Ibamos rodeadas de gente vestida con la misma camisa, las mujeres con un pañuelo blanco en la cabeza. No pude resistir la tentación y me asomé a preguntar a las dos que tenía sentadas detrás. En un inglés defectuoso me explicaron que eran de Indonesia e iban a la Meca de peregrinación. Lo mismo que si te vistes de gitana para ir al Rocío, más o menos. Les hizo mucha gracia que les preguntara. Nos estuvimos sacando fotos mutuamente hasta que las azafatas pusieron orden.

En la misma fila que Nuvara y yo pero en los asientos del centro viajaba un anciano del grupo con un gorrito haciendo juego con la camisa que no paraba de asomar la cabeza para mirarme. Llegó un momento en que, cada vez que lo pillaba mirando, lo saludaba con la mano y él inclinaba la cabeza también saludando. Una cosa cómica cómica.

Al lado del viejo iba un chico más joven que confundió el antifaz con una mascarilla para la boca y la nariz. Fue todo el camino con él puesto en los morros, excepto los momentos en que comió.

Nos trajeron la cena. Escogí köfte en lugar de salmón. Error. Como la comida estaba hecha en Singapur, siguiendo receta turca, era un intento de bola de carne pero sabía a chino y estaba apelmazada. Sólo comí un poco. Me concentré en la ensalada y en el bizcocho de postre.

Estuve viendo una película, la del Sr. Popper  y los pingüinos. Me gustó mucho. A las dos de la mañana cerré el antifaz y me eché a dormir. Desperté cada poco porque no era capaz de encontrar postura. Iba en un asiento junto a la ventanilla, sin posibilidad de estirar las piernas ni dar vueltas ni nada de nada. No sé qué le pusieron al aire que despertaba cada dos por tres con la garganta seca y tenía que beber de la botella que nos dieron las azafatas.

El collarín hinchable que me dejó mi madre se desinflaba cada poco. Debe de estar picado. Tenía que volver a hincharlo cada vez que me despertaba.

Uno de los indonesios hablaba en sueños y tenían que mandarlo callar de vez en cuando. Una de las veces se puso a repetir dos palabras sin parar hasta que alguien lo despertó.

Hacia las seis me quedé dormida profundamente y abrí los ojos sobre las diez menos diez, cuando sobrevolábamos Batumi, que para los que no lo sabéis, es la capital de Georgia. Un momento después vinieron con el desayuno. Ensalada de frutas, quesos y una tortilla con queso. Con la tortilla no pude porque el estómago lo tenía un poco damnificado, aunque no de gravedad.

A las once y media aterrizamos en Estambul, y de repente eran las cinco y media de la mañana otra vez. Doce horas de viaje exactamente.

En lugar de desembarcar por un finger nos dejaron en pista y tuvimos que ir en autobús. Horror de los horrores. Yo, vestida con una camiseta y una sudadera fina a cinco grados de temperatura. Corrí todo lo que pude a refugiarme en el autobús y lo mismo hice del autobús a la terminal cuando llegamos.

Nuvara y yo nos despedimos a la salida. Ella ya había llegado a destino. Yo tenía que esperar el vuelo a Madrid de las ocho y diez.

Entré en el baño y me encontré con tres peregrinas, éstas vestidas de blanco, lavándose los pies en los lavabos. Lo curioso de la situación no era que se lavaran los pies, era que eran gordas como toneles y subían aquellas piernacas con gran dificultad. Una azafata que andaba por allí las miraba horrorizada. Una de las peregrinas llevaba los dos pies teñidos de marrón claro, como si los hubiera metido en yodo.

Me senté un rato cerca de la puerta de la sala VIP del Turkiye Bankasi. Como tenía las claves de acceso al wifi de la sala que nos facilitaron cuando estuvimos allí antes del viaje de ida, estuve un rato navegando por internet.

A las siete y cuarto me acerqué a la puerta de embarque. Ya estaban pasando el control de pasaportes los viajeros. En la cola un español contaba que en el baño de caballeros se había encontrado con al menos veinte tíos lavándose los pies en los lavabos.

Una vez pasé a la sala de espera, que estaba vacía, me salió al encuentro un individuo diciendo: “Madrid, corre, corre”. Miré el reloj y pensé que me había equivocado al cambiar la hora porque aún faltaba casi una hora para la salida. Corrí detrás del empleado del aeropuerto bajando por una escalera en lugar de acceder a un finger. Otra vez autobús y otra vez carreras para no helarme. El autobús ya estaba lleno. Tan pronto como entré salimos hacia el avión. Tardamos un rato en llegar porque estaba aparcado justo al lado de las pistas de despegue.

No tenía la hora equivocada. Era el primero de dos viajes del autobús. Cuando ya pensaba que me iba a quedar con toda la fila de asientos para mí sola apareció un chino vestido de negro y se sentó en el lado del pasillo, dejando un asiento entre los dos. El vuelo iba lleno de chinos. Parece que no me voy a librar de ellos fácilmente.

Estuvimos más de una hora metidos en el avión sin movernos. Se veía bastante atasco en la pista de salida.

El chino se quedó dormido inmediatamente. ¡Qué habilidad tienen algunos!

Por fin salimos de Estambul. Al rato vinieron a traernos la carta y un paquete de almendras. Estos no han perdido las buenas costumbres. ¿Os acordáis cuando Iberia daba cacahuetes?

El menú era de desayuno. Lástima. Quería comer mi último köfte del viaje.

Los chinos y yo desayunamos con cerveza y Coca Cola porque para nosotros era la hora de comer. Esta  vez me lo comí todo.

Estoy capacitada para hacer un estudio comparativo entre los aviones Boeing y los Airbus. Las cisternas de los Boeing funcionan mejor. Las puertas de los espejos del baño de los Boeing abren y cierran sin dificultad. Los asientos de los Boeing son más cómodos. Las papeleras de los baños de los Boeing son mejores. No puedo emitir un juicio sobre los motores.

Llegamos a Madrid a las doce y media, tras pasar unos diez minutos sobrevolando Cuenca porque no nos daban pista.

Mi maleta salió después de bastante rato en un estado lamentable. Le habían arrancado una hebilla y estaba asquerosa. Fui al mostrador de reclamaciones donde me presentaron una hoja que explicaba que Turkish Airlines no se hace cargo de daños menores.

Tomé el autobús de la T1 a la T4 y facturé la maleta. Pasé el control de pasaportes y el escáner sin ser cacheada y me senté a escribiros.

Una madre peruana y su bebé se sentaron a mi lado. La peruanita quiso jugar con mi ordenador creyendo que era el suyo de Dora Exploradora, según me explicó la madre. Me quedé vigilándola cuando se quedó dormida mientras la madre iba a ver los paneles de información. La gente se fía de cualquiera, dejan a sus hijos en manos de cualquiera.

Para entonces ya no sabía si era de día, de noche, si tenía que comer, merendar o cenar. El jet lag que sufrí en Nueva York va a ser de risa comparado con éste.

El vuelo para Sevilla salió con media hora de retraso. Llegamos a las seis y cuarto. Mi taxista favorito me esperaba. Me depositó sana y salva en la puerta de casa a las siete y media.

Tuve un emotivo encuentro con mis zapatillas después de llevar los mismos zapatos puestos sin interrupción durante 32 horas.

Tiempo de viaje puerta del hotel / puerta de casa: 30 horas.

Daños colaterales: me duelen las orejas de llevar las gafas, tengo las piernas hinchadas de no ponerlas en alto en todo este tiempo, olía a difunto hasta hace diez minutos y unas agujas invisibles me están pinchando los ojos.



Adiós desde mi casa.

12 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 7)


A las nueve de la mañana sonó el despertador, sacándome de un profundo sueño. A los treinta segundos de poner un pie en el suelo sonó el timbre de la puerta. Esos treinta segundos pertenecen al tiempo en que no sé si soy persona o cosa, si estoy viva o muerta. Tardé en reconocer que era el timbre. Pregunté quién era y abrí a una oriental del servicio de habitaciones que quería comprobar mi minibar. En pijama, con los pelos revueltos y sin gafas. Bueno, como no nos conocemos de nada ni nos vamos a ver nunca más, la dejé pasar.

Nada más salir de la ducha volvió a sonar el timbre. ¡Por Dios, que me dejen en paz! Era una pareja de orientales que querían entrar a hacer la habitación. Los mandé a hacer puñetas. Los dos se fueron no sin antes doblarse en dos en señal de respeto y sonreir sin parar.

Bajé a desayunar con Nuvara a las diez. Hoy, con más tiempo, me dediqué a inspeccionar todos los manjares del buffet. Descubrí mermelada de huevo. Como ya he mencionado en otra ocasión, no es hora de hacer experimentos, así que me limité a mirarla a distancia.

Una niña de unos dos años desayunaba con sus padres en la mesa contigua. Eran malayos o de por allí cerca. La niña tenía un huevo duro destrozado encima de la mesa e iba comiendo trocitos a la vez que los restregaba por todas partes. Luego la madre le puso unos dibujos animados en el iPhone y se dedicó a hablar con el Pájaro Loco como si la estuviera oyendo. Verídico.

Hicimos el check out y dejamos las maletas al cargo del hotel. Cogimos un taxi y nos fuimos hasta el extremo más lejano de Orchard Road para ir viniendo hacia el hotel poco a poco caminando. Orchard Road es una avenida llena de tiendas. Son centros comerciales uno detrás de otro. El primero que visitamos fue Ion Orchard, recomendado por el chico de la recepción del hotel. Nos debió de ver cara de millonarias porque allí sólo había tiendas de Louis Vuitton, Bottega Veneta, Chanel, Dior y esos sitios donde te da miedo hasta mirar el escaparate porque hay un señor de traje negro vigilando que el populacho no se acerque más de la cuenta.

Entramos en una tienda de regalos y me llevé una sorpresa mayúscula al ver el precio de las grapadoras El Casco. Esa es la misma grapadora que tengo en la mesa de la oficina. Estaban expuestas como si fueran objetos de diseño de lujo. Costaba, al cambio, 180 leuros, 180 leuros. Ya sabéis, si tenéis que hacerle un regalo a alguien de Singapur, grapadora El Casco y quedáis como reyes. Les saqué una foto e inmediatamente vinieron dos dependientas a decirme que aquello estaba prohibido, que en las tiendas no se sacan fotos, que me podían denunciar, que….. y yo simultáneamente explicando que las grapadoras eran españolas como yo y que me hacía ilusión sacarles la foto y que lo siento, lo siento, lo siento. Nuvara decía: “Vámonos, vámonos, vámonos”. Y nos fuimos a toda prisa, antes de que nos remataran de un tiro allí mismo.

Fuimos pasando de centro comercial en centro comercial alucinando con los precios. Entré en Zara para comparar. Unos pañuelos gigantes que vi en España hace unos días costaban seis veces más.

Vi, por primera vez en mi vida, un kiosko MacDonalds. Llevo siete días fuera de casa y aún no he pecado, que quede constancia.

Dado que no íbamos a comprar nada de nada, agilizamos el paso y fuimos viendo los últimos centros comerciales sólo por encima.

Pasamos por delante del Museo de Arte de Singapur y pudimos ver cómo hasta Supermán se estaba derritiendo del calor.

Caminamos hasta el Raffles Hotel en Raffles Boulevard. En su origen era un bungalow de estilo colonial al que le han añadido varias alas que contienen las habitaciones, un centro comercial y una veranda con cocoteros y plantas tropicales. Le estuve tocando las narices a Sir Thomas Stamford Raffles, el fundador de la moderna Singapur, que le da nombre al hotel.

Allí vi mi quinta o sexta tienda de Louis Vuitton en Singapur. Las hay por todas partes, como si fuera Zara. Eso da una idea del poder adquisitivo de esta gente.

Nos sentamos a tomar algo en la veranda y estuvimos allí tranquilamente hasta las cinco de la tarde.

Volvimos caminando al hotel, a pocos pasos. Desde donde llegamos no se puede atravesar la calle porque no hay semáforos ni pasos cebra. O te juegas la vida cruzando una carretera de seis carriles o vas al centro comercial y tomas el pasadizo secreto para llegar hasta el hotel. Nuvara se jugó la vida y yo fui por el pasadizo.

Subimos a la piscina en el quinto piso y allí nos sentamos. Nuvara se dio un baño mientras yo entraba en internet con mi ordenador. Me di una ducha en las duchas de la piscina y aquí estoy escribiéndoos la última crónica desde Singapur recién limpita.

Dentro de media hora nos vamos al aeropuerto a tomar el vuelo de las 23:35 horas con destino a Estambul. A mí me esperan unas 27 horas de viaje hasta llegar a la puerta de mi casa.



Buenas tardes desde Singapur.








11 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 6)


Ocho y cuarto de la mañana. Suena el despertador. Dormí como un tronco, como si fuera de Singapur de toda la vida.

Desayuné con Nuvara, Karin, Elisa y Swanhilde. Nos despedimos de Swanhilde, que viajaba a Filipinas a las dos de la tarde para seguir su ruta por Asia. Swanhilde es una holandesa simpatiquísima que pertenece a WISTA Holanda y ha coincidido aquí con nosotras por motivos laborales.

Todos los días me dejan el periódico local en la puerta de la habitación. Sólo me da tiempo de echarle un vistazo rápido antes de salir. En el de ayer aparecía en la portada la foto de una maestra jubilada en el balcón de su casa en un altísimo edificio. El titular decía algo así: “Están construyendo un rascacielos frente a mi casa y me va a quitar la vista pero no me molesta.” Claramente propaganda del estado. Otro: “Estamos ayudando a los pobres pero ellos tienen que colaborar con sus propios recursos.” Y así sigue todo el periódico.

A las diez nos fuimos a hacer turismo. Cogimos un taxi entre las cuatro y fuimos a Kampong Glam, el barrio árabe. Lo recorrimos en un pispás. Está compuesto por calles estrechas con casas de una planta pintadas de colores y con las ventanas decoradas con motivos árabes. Visitamos la mezquita del Sultán. Tuvimos que quitarnos los zapatos en la puerta. Los dejamos sin vigilancia en una estantería porque parecía una zona segura. La mezquita es mucho más aparente por fuera que por dentro. Es del siglo XX.

Encontramos poca gente por la calle, la mayoría hombres. Desde un bar sin alcohol nos miraron pasar con curiosidad.

Desde allí fuimos caminando hasta Little India. Eso sí que fue un shock. Fue como entrar en la India de verdad, con los olores, los colores, la suciedad. No es que estuviera asqueroso, es que pasar de la más absoluta pulcritud de la zona moderna a aquello fue un cambio impresionante. Hacía un calor terrible. Con aquello doy la India por vista.

Por las calles había mucha gente, lo mismo que en las pequeñas tiendas. En una joyería había decenas de indios comprando oro como si lo regalaran.

Pasamos junto a dos ancianos sentados a la sombra. Atención a la posturita del que está a la derecha. Un anciano de los nuestros se descoyunta si intenta hacer eso.

Fuimos a visitar un templo hindú que se llama Sri Veeramakaliamman. Los muros exteriores estaban decorados con estatuas de vacas. Allí también hay que quitarse los zapatos. Tuvimos que entrar en dos turnos porque esta vez no nos atrevimos a dejarlos solos. Esa gente hace tiempo que no le echa el ojo a  unos buenos zapatos de cuero españoles. No paraban de entrar indios que se acercaban al altar principal a hacer gestos de respeto a una deidad de la que sólo se veía un trozo de cabeza porque le habían puesto por el cuello más collares de flores de la cuenta. Unos señores  muy mayores envueltos en tela de cintura para abajo cuidaban de otros altares laterales.  A uno de ellos le saqué una foto y me puso muy mala cara.

De no haber llevado calcetines no entro allí ni a punta de pistola. El suelo, a pesar de que todo el mundo entraba descalzo, necesitaba un buen fregado.

Las mujeres se sentaban en el suelo a un costado y sacaban unos cartuchos donde había arroz amarillo con sabrá Dios qué más. Lo comían con los dedos mugrientos. Unas sospechosas palomas paseaban cerca para pillar los restos.

Del templo, aún no recuperada de la impresión, pasamos a un centro comercial en versión hindú. En la planta baja estaba la zona restaurante, por llamarla de alguna manera. Indios por todos lados comiendo cosas raras con los dedos. Nos sentamos a beber unos zumos de mango en un sitio aparentemente limpio. Subimos a la planta superior. Allí sólo vendían vestidos de mujer al estilo indio en unos tenderetes como si fuera un mercadillo. Eran baratísimos y muy vistosos. Nuvara se compró uno y Elisa otro para una sobrina. Yo no compré ninguno porque no uso vestidos. Desde la planta de arriba pudimos ver la otra zona de la planta baja, un mercado de pollos y pescado que olía a perro muerto. Fijaos bien en la foto, justo detrás del cartel que dice CHAI FRESH & FROZEN CHICKEN. Esas manchas grises y los cartones sobre los puestos llenos de manchas grises. Son cagadas de paloma. Es decir, que las palomas cagan encima de la mercancía. Así no me extraña que cojan las enfermedades que cogen, que si la gripe aviar, la fiebre aftosa y la peste negra.

Dimos una vuelta por las calles colindantes. Había un mercado lleno de gente comprando frutas, verduras y capullos de flores ensartados en collares para el tiemplo. Todo de muchos colores, como las casas, cada una pintada en un tono diferente.

Hacia las dos de la tarde decidimos volver a la civilización. Tardamos más de media hora en encontrar un taxi que nos devolviera al aire acondicionado, la limpieza y el orden. Uno que pasó nos dijo que no nos podía llevar porque iba a….. No sabemos a dónde iba porque no lo entendimos. Estos orientales hablan inglés con un fuerte acento. Los de Singapur son los que mejor se entienden, si tienen estudios. Las clases bajas son otra historia. Llevo varios días con la mano pegada a la oreja para intentar entender mejor lo que me dicen.

El taxi nos depositó en uno de los centros comerciales cerca del hotel. Allí comimos en una zona llena de restaurantes donde puedes acercarte a pedir en cualquier mostrador y luego te reúnes en las mesas comunes para comer. Fui incapaz de encontrar nada sin picante, así que pasé de bravuconadas y me comí un sándwich de jamón y queso con una botella de agua mineral.

Las otras tres se fueron a la piscina del hotel, aunque llevaba un rato lloviendo. Yo me fui a la feria de la tecnología que hay aquí este fin de semana. No sé cómo explicaros lo que era aquello. Tres plantas enteras de un centro comercial convertidas en centro de convenciones, grandes como naves industriales llenas de stands de marcas de aparatos. Estaban todos los que tienen que estar excepto Apple, que no necesita estar en una feria porque es gente seria la que compra en Apple, no los papafritas que van a las ferias y compran sin ton ni son. No cabía allí un alfiler. El ruido era atronador. Casi todos los stands tenían un animador que hablaba por un micrófono y contaba las maravillas de sus productos y lo baratos que estaban. Barato para ellos. Fui a la zona de Samsung a preguntar el precio de unas gafas 3D y me pidieron tres veces más de lo que me pueden costar en España.

Cuando pude salir de allí, sin haber sido pisoteada ni empujada, aún no sé cómo porque en España una marabunta similar me hubiera pasado por encima como un rebaño de búfalos, fui al hotel sin pisar la calle, usando los pasajes que lo unen todo. Seguía lloviendo.

Subí a la quinta planta donde está la piscina de agua mineral. Ni rastro de Karin y Elisa, que se habían ido a dormir un rato porque esta noche vuelan a las doce. Nuvara estaba tan feliz metida en el agua, como si no estuviera lloviendo. La temperatura era estupenda para bañarse pero no me apeteció. Me fui a mi habitación a hacer la maleta. Quedamos a las cinco y media.

Fuimos dando un paseo hasta el hotel Marina Bay Sands, el de los tres edificios con eso que parece una tabla de surf en lo alto. Ya no llovía. Después de varios pasillos, visita al casino (a mí no me dejaron entrar porque no llevaba el pasaporte encima), escaleras abajo y escaleras arriba, llegamos al ascensor que conduce al piso 57, donde está la plataforma superior que llaman Skypark. Los no residentes en el hotel tienen que pagar 20 dólares para subir allí arriba. Nosotras aún no sé cómo nos las arreglamos pero subimos sin que nadie nos hiciera pagar la entrada.

Mientras contemplaba las magníficas vistas, mi teléfono recibió un mensaje: “Estimado cliente de Vodafone. Bienvenido a Indonesia…” ¿Cómorrrrr? Y es que Indonesia era aquello que se veía allí cerca.

Una zona vallada y vigilada por un malayo muy simpático, nos separaba de los clientes del hotel. Estaban metidos en la piscina, justo al borde del abismo, contemplando las vistas, o tumbados en las hamacas al mismo borde del agua. Acabo de mirar en internet y la habitación más barata cuesta 312 leuros la noche.

Esperamos a que anocheciera en un bar de estos donde la gente guay va a tomarse las bebidas y te cobran 25 euros por copa porque sí, porque les da la gana.

Salimos otra vez al mirador pero llovía, así que la vista nocturna se nos chafó un poco.

Tuvimos que volver al hotel en taxi. Los taxis aquí son bastante baratos de día. Eso y comer medio decente es bastante asequible comparado con los precios de las casas, los coches y las gafas 3D de Samsung.

Nos encontramos con Karin y Elisa. Estuvimos un rato sentadas en el bar del hotel y a las ocho y media nos despedimos de ellas. Fuimos por el pasaje secreto al centro comercial de enfrente, donde cenamos. Al chino del mostrador le dije que tenía una enfermedad que me impedía comer picante, así que me iba a hacer un favor tremendo si me ponía pato chino con arroz sin ninguna sorpresa. Al chino le hizo mucha gracia lo de mi enfermedad y me preparó  el plato sin cosas raras. “Especialmente para usted”, me dijo muy sonriente cuando me lo entregó. Continué mi máster en palillos haciendo uso de ellos para comérmelo.

Volvimos al hotel por el pasadizo secreto. Tuvimos que llevar con nosotras a un cliente del hotel que también lo estaba buscando y no lo encontraba.

Subimos a la habitación de Nuvara a intercambiar las fotos de nuestras cámaras y nos despedimos hasta mañana.

Os dejo, que aquí ya es a una de la madrugada del lunes.



Buenas noches desde Singapur.








10 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 5)


Desperté a las siete y diez cuando sonó el despertador, fresca como una lechuga sin haberme despertado en toda la noche.

Bajé a desayunar a las ocho menos cuarto con los demás miembros del ExCo. A continuación nos encontramos en el hall con las australianas, dos filipinas, una japonesa y dos chinas. Fuimos todas juntas hasta Clifford Centre, muy cerca de donde nos reunimos ayer. Hoy nos prestaban sus oficinas los abogados Haridass Ho & Partners. Estuvimos toda la mañana reunidas con los países asiáticos y Australia. A las doce nos trajeron la comida de un restaurante cercano. Una bandeja para cada una con varias separaciones conteniendo salmón, una empanadilla con algo dentro, un frito de pescado, aunque no estoy segura, verdura, arroz y varias salsas. Estoy haciendo un máster en palillos. No ponen tenedor en ningún sitio. La verdad es que la comida viene preparada de tal forma que el cuchillo es innecesario.

Mientras comíamos nuestra presidenta siguió hablando para no perder tiempo. Yo estaba con los palillos en la mano derecha, la boca llena y con la mano izquierda manejando el ordenador para ir pasando las imágenes del Power Point que estaba presentado Karin.

Cuando terminó la reunión, nos llevaron en dos minibuses al hotel para cambiarnos de ropa y dejar todos los trastos. Justo en la acera de enfrente hay un centro comercial enorme desde donde salen los Duck Tours. Son unos vehículos anfibios que salen rodando por la carretera y se meten en el agua usando rampas. La primera vez que vi uno de esos fue en Londres. Acababa de salir del Támesis e iba circulando por la calle dejando un reguero de agua a su paso. Me partí de la risa.

Nos dieron una vuelta por Marina Bay que es donde están los edificios más impresionantes. Tiraron todas las construcciones viejas y ganaron terreno al mar para construir esta maravilla. La verdad es que da una sensación de artificial un poco curiosa, todo tan nuevo, tan moderno, tan limpio.

Sufrí una agresión durante el paseo. Intentaron tirarme al agua. Adjunto prueba gráfica del hecho.

El guía nos fue contando anécdotas de las construcciones y datos curiosos del país. Hay restricciones de todo tipo y normas curiosísimas. Si eres soltero no te puedes comprar una casa hasta que tienes 35 años. Se da preferencia a las parejas casadas para potenciar el matrimonio y la reproducción.

Si te quieres comprar un coche de importación, tienes que pagar el 150% de impuestos. Como suena, el 150%. En ese momento me dirigí a Caroline Lee y le pregunté cuánto había pagado por el BMW serie 5 donde me llevó ayer. En Euros: 150.000. Todavía estoy flipando.

Cuando el pato-autobús nos devolvió al centro comercial, volvimos al hotel un rato. No tuvimos que pisar la calle. Pasadizos y escaleras de un sitio a otro.

En ese centro comercial se está celebrando una feria de tecnología. La gente salía a decenas con los televisores de 40 pulgadas, los ordenadores, las impresoras y todo tipo de artefactos en unos carritos con ruedas. Creo que el que ha hecho el agosto hoy ha sido el vendedor de carritos, no la feria tecnológica. Era increíble el número de personas que había. ¿Crisis? Aquí no saben lo que es eso. Todo está lleno a rebosar, las tiendas, los restaurantes. Hay gente por todas partes.

Fui a la habitación de Nuvara para disfrutar de la vista desde su balcón. Ayer se cambió de habitación porque quería vistas a Marina Bay. La mía está mirando a los rascacielos del lado opuesto.

Bajamos al hall y de nuevo los minibuses nos recogieron para llevarnos a Chinatown. En el salpicadero del nuestro estaban pegadas las dos advertencias de la foto. Te multan hasta por respirar más aire del que te corresponde. No me extraña que no haya papeles ni colillas ni chicles por la calle. Los coches no pitan, nadie se salta un semáforo, nadie te empuja en las aglomeraciones. Son un pelín aburridos.

En Chinatown lo primero que hice fue entrar en un templo budista a observar una ceremonia. Los monjes cantaban un soniquete repetitivo. Después de un rato apetecía decir. ¡BASTA!

A continuación estuvimos viendo los puestos callejeros y las tiendas. Nuvara compró a saco. Yo nada, absolutamente nada.

Chinatown estaba lleno de chinos, y a mí los chinos me dan mucha grima por dos motivos:

1.    Son amarillos

2.    Les encanta ir con los pies al aire, y además se los tocan.

No hay cosa más fea que un pie. Por algo se dice: “eres más feo que un pie.” Creo que sólo he visto tres pares de pies bonitos en mi vida, los míos y otros dos. Son una cosa desagradable que parece tener vida propia.

¿Alguien ha visto alguna vez a un chino en calzoncillos? Tiene que ser una experiencia sobrecogedora. No tienen un pelo en el cuerpo. Un tío sin pelo en el pecho esconde algo, seguro.

Entramos en un museo donde se reproducían casas de la zona tal y como eran desde después de la Segunda Guerra Mundial hasta los años sesenta. Nada que ver con cómo viven ahora. Vivían familias enteras hacinadas en una sola habitación, durmiendo sobre tableros. El cuarto de baño estaba en la parte trasera. Era un agujero y debajo había un cubo de lata donde caía todo. Cada dos días los cambiaban. La exposición es tan real que dentro del cubo había una reproducción de cómo tenía que ser aquel mejunje. Una cosa asquerosa.

Justo antes de salir de Chinatown, estuve a la puerta de un templo hinduista. No entré porque había que quitarse los zapatos y, al haber llovido hacía un rato, estaba el suelo del patio mojado. Se veía en la distancia a unos señores envueltos en trapos con el pecho medio descubierto y cantando. La puerta del templo era muy chula.

Joyce Tan, cuyo papá es dueño de dos astilleros de los rentables entre otras muchas cosas, invitó a helados. Yo no tomé ninguno porque enseguida íbamos a cenar y se me iba a quitar el apetito. Los helados eran de corte. En lugar de poner una galleta en cada extremo te los dan en una rodaja de pan Bimbo de colores. No sé si se ve bien en la foto. El pan era verde y rosa, verde y rosa.

Nos despedimos de todas las de Singapur, que ya habían hecho bastante por nosotras y se iban a sus casas.

Volvimos en taxi al hotel y en media hora nos reunimos en el hall para ir a cenar. Irene Lim vino a buscarnos. Nos sacó del hotel por una puerta oculta detrás de una escalera y aparecimos de repente en el centro comercial. Fue como ir con Harry Potter a Dragon Alley. Atravesamos la marabunta de gente arrastrando sus compras y salimos a Marina Bay para entrar en el restaurante chino donde teníamos reservada mesa. No me hizo mucha gracia la comida porque era bastante picante. Me concentré en el pollo con salsa de miel y sésamo por encima y el arroz blanco.

Dejamos el restaurante y nos fuimos a sentar al aire libre en una terraza. 30ºC a las once de la noche. Delicioso.

Volvimos al hotel intentando hacer la misma ruta de la ida, esta vez sin Irene de guía. Lo conseguimos no sabemos cómo. Encontramos la puerta secreta.

Nos despedimos de Kathy y su marido. Toman un vuelo a las cinco de la mañana con destino a Nueva York vía Hong Kong. Hay 13 horas de diferencia entre la costa este de Estados Unidos y Singapur. Eso sí que tiene que ser raro para el cuerpo.

Hoy también nos tomamos la pastillita de Nuvara. Adjunto foto del producto. Entre los componentes hay cobre, entre otras muchas cosas. Agradecería a los varios doctores que me leen que me indiquen si voy a fallecer a consecuencia de su ingestión o es totalmente seguro.

Me voy a la cama.



Buenas noches desde Singapur.








Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 4)

Ayer me acosté a las once de la noche. Dormí hora y media y desperté por culpa de un coche que pasó por debajo del hotel como si fuera una pista de Fórmula 1. Desde el piso 14 lo oí perfectamente. Mi yo interno entendió que aquello era el final de la siesta después de comer, teniendo en cuenta que en España eran las cinco y media de la tarde, así que no fui capaz de pegar ojo de nuevo hasta las cuatro de la mañana. Dormí un par de horas más y a las seis me levanté. Aún no había amanecido. Estuve planchando la ropa, que había llegado hecha un trapo después de tanto paseo por el mundo. Me preparé para la reunión del día y bajé a desayunar a las ocho menos cuarto.
 
Frutas tropicales cuyos nombres desconozco, esos paquetitos de pasta caliente con carne o verduras dentro que se cocinan en unos recipientes de madera, soperas con extraños objetos flotando y el resto de comida que se suele encontrar en un desayuno buffet. La hora del desayuno no es el momento más apropiado para experimentar, así que me mantuve dentro de la normalidad.

Nuvara me dio una pastilla que ella y Karin suelen tomar para dar energía en caso de necesidad. Este es un caso de necesidad. Normalmente no tomo nada pero necesitaba sobrevivir al día como fuera.

A las ocho y media Irene Lim, que es de Singapur, vino a buscarnos al hotel y fuimos andando hasta Allen & Gledhill, un bufete de abogados en un altísimo edificio de cristal. Por el camino nos hicimos fotos con el hotel Marina Bay Sands de fondo.
En Allen & Gledhill, piso 30 del edificio One Marina Boulevard nos recibió Corina Song, socia del bufete. La subida en el ascensor fue bastante desagradable. Antes de llegar a cada parada pegaba una frenada suave que revolvía el estómago. Corina se paseaba con un bolso de Hermés y un iPad en funda de Tods. Corina no tiene pinta de ir a comprar al Gran Bazar de Estambul.

Comenzamos la reunión poco después de las nueve. El objeto de venir a celebrar la reunión de primavera del Comité Ejecutivo de WISTA en Singapore es potenciar el crecimiento de las asociaciones que tenemos en Asia y Australia. Mañana tenemos una pequeña reunión con todas ellas.

A la una vino Corina a recogernos con una griega que se llama Kelly (en realidad se llama Calíope), miembro de WISTA Grecia que acaba de mudarse a Singapur. Ya nos conocíamos de Atenas.

El chófer de Corina nos llevó en su coche hasta el hotel Marina Bay Sands, donde íbamos a comer. En las tres primeras plantas del conjunto hay restaurantes y un casino espectacular. No estaba permitido sacar fotos. Desde la tercera planta había una vista magnífica porque está construido en forma de balcones interiores. No sé cómo serán los casinos de Las Vegas, pero mucho mejores seguro que no pueden ser. Había un ruido ensordecedor procedente de las máquinas tragaperras.
Entramos en el restaurante chino Imperial Treasure. No vayáis a pensar que era un chino como los que vemos en España. No señor. Era un antro elegante. Nos sentamos en un reservado y tres camareros fueron sirviendo tres platos a cual más extraño y más rico. Comí gelatina transparente con marisco dentro, bolitas de gamba, cerdo con salsa de mostaza, pato chino dentro de un crepe finísimo y salsa agridulce. Todo con palillos y regado con té de jazmín. Sí, bebí té. No estaba muy caliente y sabía riquísimo. De cualquier modo, no se me hubiera ocurrido pedir una Coca Cola porque seguro que me echan. Acabó la comida con unos tallarines de aspecto sabroso. Cuando metí el primer bocado en la boca aquello empezó a quemarme los labios y la lengua. Tuvieron que traerme un vaso de agua fría para no morir allí mismo abrasada. Asesinos.
Una vez finalizada la comida, invitación de Corina, fuimos paseando de vuelta a su bufete, al otro lado de Marina Bay. Nos sacamos algunas fotos por el camino.

Estuvimos dos horas más reunidas, hasta las seis menos cuarto. Al salir de Allen & Gledhill me quedé alucinada con el jardín que tienen en el piso 30.

Fuimos de vuelta al hotel para cambiarnos rápidamente porque habíamos quedado a las seis y cuarto con miembros de WISTA Singapur y otros países asiáticos para cenar. También venían dos australianas. Bueno, en realidad australiana era una. La otra era mejicana. Aproveché para recordar mi español, que llevo dos días sin practicar.

Nos llevaron en un minibús y varios coches hasta el restaurante Jumbo, en la avenida camino del aeropuerto, junto al mar. Yo fui en el BMW de Caroline Lee. Nos conocemos desde hace varios años. Es muy agradable y habla por los codos.

Singapur es uno de los cinco puertos más importantes del mundo. Además es zona de tránsito, con lo cual hay cientos de barcos navegando por aquí, fondeados para tomar suministros, entrar en puerto o esperando órdenes de viaje. Es impresionante verlos.
Cuando comenzó la crisis económica, el tráfico marítimo se vino debajo de un día para otro. Circuló por internet una foto sacada desde un avión que pasaba por aquí encima. Se veían barcos fondeados por todas partes esperando que les saliera algún flete. Me ha hecho bastante ilusión ver el lugar en persona.
En el restaurante nos sentamos en tres mesas redondas con una bandeja giratoria en el centro. Después de varios entrantes de nombre irrepetible, trajeron la especialidad de la casa, unos cangrejos enormes con salsa de curry. Hay que comerlo con los dedos. Las camareras te ponen unos baberos para que no te pongas la ropa perdida.Yo acabé con el babero hecho una mierda y las manos pringadas de grasa. Una porquería. No comí mucho cangrejo porque picaba un poco.

De allí caminamos unos metros hasta un pub donde tomamos algo durante un rato. Una de los miembros de Singapur es una economista alemana paralítica. Se vino al otro extremo del mundo a trabajar ella sola con su silla motorizada y está encantada de la vida. Dice que aquí los accesos para minusválidos son mucho mejores que en Europa.

No os he contado que es posible caminar por gran parte de la zona moderna sin salir al exterior para nada. Casi todos los centros comerciales, los hay por docenas, los hoteles y los aparcamientos subterráneos están conectados por pasillos, puentes elevados y pasajes, de modo que evitas el calor o las lluvias torrenciales. Dicen que aquí en agosto es insoportable. Hoy estábamos a las diez de la noche al borde del mar y se estaba estupendamente en manga corta.

A la australiana se le ocurrió preguntar por qué los obreros de la construcción aquí no les dicen cosas a las mujeres. Según parece, cuando pasas por una obra en Australia, te dicen todas las groserías del mundo. Aquí ni te miran.

Alguien dijo de Singapur que es como Disneylandia con pena de muerte. Hay montones de cosas prohibidas. Por ejemplo, el contrabando de chicle. La gente es respetuosa con la ley por educación y también por miedo porque las multas son increíbles.

A las diez de la noche nos devolvieron al hotel en dos minibuses y nos despedimos hasta mañana. Nadie tiene ganas de fiesta. Estamos todas bajo el efecto del jet lag.

La verdad es que la pastillita de Nuvara ha hecho su efecto. He estado estupenda todo el día. El estómago bien, gracias.
Buenas noches desde Singapur.








9 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (El cielo + Singapur, día 3)


El avión no iba muy lleno, así que Nuvara buscó una fila central donde hubiera tres asientos vacíos seguidos, levantó los reposabrazos, se colocó sus cascos inhibidores de ruido y se echó a dormir. No supe nada más de ella hasta las ocho de la mañana. Yo, por mi parte, me tuve que quedar donde estaba, usando dos asientos contiguos con un brazo fijo entre los dos. Di quince mil vueltas y dormí solo a ratos. Despertaba con el culo dormido y la espalda en posturas extrañas. De ésta no me recupero. Ya tengo mis años.

Una de las veces que desperté se me ocurrió pensar en tenía una pinta impresentable, con dos pashminas azul claro por encima, unos calcetines verdes de avión, unos tapones amarillos saliendo por las orejas, un antifaz verde en la cara y los pelos revueltos. Si alguien más en el avión escribe un blog, salgo en él seguro seguro.

Desperté definitivamente cuando sobrevolábamos el Golfo de Bengala, hacia las siete de la mañana, hora de Turquía. Lo que me despertó fue mi estómago, que tomó la decisión de darme un escarmiento por haber abusado de él los dos días anteriores. Tuve que abrir la bolsa de papel que facilitan por si vas a vomitar. Menos mal que hago las cosas con tiempo. Tardé al menos tres minutos en abrirla. Estaba cerrada por arriba con un sistema de esos de recortar por la línea de puntos y costaba trabajo. No vomité, gracias a Dios. De haberlo hecho no me hubiera dado tiempo y hasta el cogote del piloto hubiera acabado con mis restos encima.

Estuve muy quieta y respirando hondo. Poco a poco se me fue pasando el malestar pero comencé a tener unas horribles ganas de ir al baño. En ese momento la gente empezaba a despertar y había cierta cola para entrar. “Yo me muero aquí mismo”, pensé. Cuando por fin terminaron las cuatro señoras indonesias vestidas de negro, entré a prisa y corriendo. Tener una diarrea mortal a bordo de un avión es una experiencia inolvidable. No digo más.

Volví a mi asiento y una azafata me colocó una bandeja con comida a bocajarro. Volvieron a darme nauseas con el olor de la comida y tuve que pedirle por favor que se llevara aquello o íbamos a tener un numerito. Empecé a tener escalofríos. Me dijo que otra de las azafatas estaba en la misma situación que yo, y señaló hacia la zona Business. A mí nadie me llevó a sentarme en Business porque estaba mala.

Cuando me retiró la bandeja, tuve que salir disparada de nuevo al baño para finalizar lo que creía había ya terminado.

Volví a mi sitio y poco a poco fui sintiéndome mejor. Me trajeron un zumo de manzana y eso fue lo que tomé en todo el resto del día.

Media hora antes de aterrizar, tras diez horas de vuelo, comenzamos a ver el paisaje. Montones de pequeñas islas cargadas de vegetación y muy poca civilización. Llegamos a Singapur a las nueve y media de la mañana, hora de Turquía, tres y media de la tarde hora local.

Salimos del avión ordenadamente y pasamos un control de entrada donde nos sellaron el pasaporte y un documento que rellenamos en el avión. El funcionario que me atendió a mí tenía un tic nervioso y movía constantemente los ojos, la nariz y la boca. Nuvara tuvo más suerte. El suyo sonrió y le ofreció un caramelo.

Recogimos las maletas y salimos en busca de transporte para ir al hotel. Fue entonces cuando nos encontramos con Tosan, la nigeriana. Fue fácil ver a Tosan entre tanto oriental porque es negra.

Ella ya tenía concertado uno de esos mini autobuses que van parando por los hoteles dejando viajeros a un precio bastante módico. Compramos billetes para nosotras también y enseguida salimos rumbo al hotel.

El trayecto fue precioso. Más de diez kilómetros a lo largo de una avenida arbolada llena de flores y vegetación por todos lados antes de llegar a la ciudad. Todo es de un verde intenso, ordenado, limpio.

Llegamos al hotel en unos 20 minutos. Entramos en un hall enorme donde nos recibieron unas señoritas vestidas con unos trajes largos de seda salvaje y aberturas que permitían verles las piernas hasta el muslo. Se llevaron nuestro equipaje con rumbo desconocido y nos acompañaron a la cuarta planta para hacer el check-in. Tardó bastante tiempo el proceso. Finalmente, ya con las llaves de nuestras habitaciones en mano, fuimos a la piscina en busca de nuestra presidenta y Kathy la americana, que estaban allí con sus parejas tomando algo al borde del agua.

La temperatura ambiental era de unos 30 grados, nublado y con sensación de bochorno. Llevo en camiseta desde que me bajé del avión. Vaya cambio, ayer con el gorro andino, bufanda y guantes y hoy con calor tropical.

Singapur se encuentra a ciento y pico kilómetros del Ecuador, y se nota.

Es una ciudad estado, antigua colonia británica. Conducen por la izquierda, los enchufes son de tres clavijas y tienen avenidas que se llaman Mountbatten o Reina Victoria. Por lo demás, es  un lugar con grandes edificios impresionantes y varios barrios étnicos. La mayoría de la gente tiene aspecto malayo pero hay también muchos expatriados europeos.

Quedamos para ir a cenar a las siete. Subí a la habitación y me di una ducha reparadora. Deshice el equipaje y bajé al encuentro de los demás. Kathy no nos acompañó porque tenía una cena de negocios, pero su marido sí vino con nosotros. Apareció por allí también una holandesa que está aquí por trabajo y quiso unirse a nosotras. En total fuimos seis a encontrarnos con Imelda, la presidenta de WISTA Filipinas. Nos llevó a cenar a Bugis Street, una calle con montones de restaurantes callejeros. Nos sentamos a cenar en uno donde se podía escoger bastante variedad de comida con o sin picante. Yo me decanté por un plato de arroz tres delicias y una botella de agua para no molestar a mi estómago.

Una vez cenados salimos a dar un paseo y entramos en un mercado donde vendían frutas tropicales. Nuvara fue valiente y compró una de las frutas verdes que se ven en la foto. Huelen a demonios pero saben a paraíso. Así es como te las definen. Por la cara de Nuvara, el sabor también era infernal.

Había gente por todas partes, a pesar de ser jueves por la noche.

Nos despedimos de Imelda hacia las diez de la noche y fuimos caminando hasta el hotel. Un calor horrible para ser la hora que era.

Llegamos sin novedad y nos despedimos.

Subí a la habitación y tardé un nanosegundo en meterme en la cama.



Buenas noches desde Singapur.