31 mar 2017

Una cateta en el SAS (Día 4)

Martes 21 de marzo.
De vez en cuando oía gritar al rumano en rumano como banda sonora de mis sueños, hasta que a las dos y cuarto de la madrugada se abrió de nuevo la puerta de par en par, se encendió la luz principal de la habitación y entró una silla de ruedas empujada por una auxiliar seguida de un anciano de unos setenta años, evidentemente esposo de la anciana que ocupaba la silla. “Otra que no se peina, y él se tiñe el poco pelo que le queda”- fue mi primer pensamiento cuando me senté como un resorte en la cama al oírlos entrar.
“¿Qué le pasa al rumano?” – pregunté a la auxiliar mientras ésta preparaba la cama de mi nueva vecina.
“Al rumano lo han encontrado saliendo por la puerta de emergencias en pijama y zapatillas. Más tarde ha tenido que venir el de seguridad a calmarlo.”
Volví a echarme en la cama haciendo como que dormía, aunque era imposible. Mi nueva vecina necesitó que la lavaran porque se había orinado encima mientras esperaba en urgencias a que la atendieran. Introdujeron su ropa en una bolsa de basura que el marido metió en el armario empotrado, armario que no cerró.
Cuando la auxiliar terminó su trabajo, que realizó con un cariño extremo, nos dejó con la puerta abierta y la luz principal encendida.
“Apaga la luz” – le dijo la anciana al marido.
“Yo no toco nada, no vayamos  a estropearlo” – contestó él.
A continuación se metió en el cuarto de baño sin cerrar la puerta. Desde mi cama supe que el anciano sufría problemas de próstata. No había ni continuidad ni puntería, como poco después tuve oportunidad de constatar.
Volvió a la habitación y se dejó caer en la butaca azul con un suspiro.
Al poco rato, incapaz de dormirme con aquella iluminación y los gritos del rumano de fondo, me levanté de la cama a cerrar la puerta del armario, la puerta de la habitación, apagar la luz y a explicar al matrimonio cómo manejar las luces que había encima de cada cama. Le ofrecí a mi vecina un plátano que me sobró de la primera comida porque les oí comentar que estaban sin cenar. No quiso aceptarlo.
El resto de la noche fue una sucesión de gritos del rumano y suspiros del marido de mi vecina. Hacia las seis de la mañana fueron acompañados por el quejido gitano del vecino de al lado.
A las siete de la mañana me levanté, me arreglé y salí de la habitación acompañada de mi iPad y mi iPhone dispuesta a esperar a Pilar leyendo en las sillas pegadas cerca de los ascensores.
Al pasar por la puerta de la habitación del rumano siniestro le vi los tobillos atados a la cama. Estaba más callado que un muerto. Luego me contaron que los de seguridad tuvieron que subir dos veces, que arrancó la barra que sujeta los goteros al cabecero de la cama para intentar agredir a una enfermera.
Sobre las ocho, aún sin noticias de Pilar, se sentó a mi lado una señora colombiana que resultó ser la esposa del señor extranjero que había metido los dedos en el enchufe. “Tía, ya lo podías haber peinado antes de salir de casa” – pensaba yo mientras me contaba con todo detalle su vida.
Resulta que viven los dos solos en el campo, rodeados de garrapatas y otros animales más grandes. La tarde anterior el extranjero, que es holandés y psicoterapeuta, comenzó a comportarse de manera extraña, llegando a perder la visión. El médico que los atendió les dijo que había probabilidad de que se tratara de una mordedura de garrapata.
La colombiana me contó que el holandés vive enamorado de su gata, que se llama…. ¡Ay! Se me ha olvidado el nombre de la gata. Era nombre de mujer, no de gata. La colombiana, que habla con la gata a la que odia, le preguntó a ésta si le había transmitido una garrapata a su dueño.
Me contó cómo hay que hacer para extraerse una garrapata del cuerpo, que ella tiene mucha experiencia al respecto porque, como ya dije antes, vive con ellas.
Me estuvo diciendo que tenía a los cuatro perros sin comer desde el día anterior, que tenía que volver a casa a alimentarlos, pero que no sabía si podía dejar solo al holandés. Yo me permití opinar que si era para un rato, no debería de suceder nada. De dar de comer a la gata no mencionó nada. Probablemente estaba en sus planes asesinarla aprovechando la ausencia del holandés.
Un poco antes de las nueve volví a mi habitación. Mis vecinos se presentaron. Ella se llamaba Guadalupe y él Manuel. Era evidente que Guadalupe sufría Alzheimer, y que a Antonio le quedan dos telediarios para que le diagnostiquen lo mismo.
Me trajeron la bandeja del desayuno, aunque tenía instrucciones de permanecer en ayunas para las pruebas que me iban a hacer. La auxiliar me dijo que me la quedara para comer a la vuelta.
Pasó la residente de primer año a visitar a Guadalupe. La hizo ponerse de pie y pasear por la habitación con gran dificultad.
Al rato pasó el neurólogo, otra vez a ver a Guadalupe. Le preguntó si sabía qué día era, qué estación del año, qué mes. Guadalupe contestaba: “y yo que sé”, acompañado de una carcajada nerviosa, como si aquello fuera muy gracioso.
Llegó una auxiliar a buscarme empujando una silla de ruedas. Me bajó a la planta  de Rayos y Centellas y me dejó abandonada a la puerta sentada en mi silla. Como no venía nadie, empecé a jugar con la silla para ver cómo se manejaba y a intentar hacerme un selfie. Yo es que es ver una silla de ruedas desocupada y sentarme a sacarme una foto. Tengo una buena colección, por ejemplo una que me hice en el Hospital de Mujeres de Cádiz. Nos reímos tela marinera Héctor, Mónica y yo con aquellas sillas. No le pongo antifaz a Héctor porque ya es mayorcito.
La última que me hice fue en un museo de Estambul donde cenamos con ocasión  de la conferencia de WISTA hace año y medio.

Lo del selfie sentada en una silla de ruedas es complicado, más si añadimos mi falta de habilidad para las autofotos.
A todo esto me empezó a entrar un frío terrible por los pies. En la planta de Rayos y Centellas no estaba el clima para chanclas.
Un individuo vestido de azul claro se asomó a la puerta y me preguntó: “¿Usted anda?” Cuando le contesté que sí me quitó la silla y me llevó a sentar a un banco de madera. Seguro que me estaban viendo por algún agujero jugando con la ella.
A punto de sufrir amputación de varios dedos de los pies debido a la congelación, vinieron por fin a buscarme para entrar en la sala de resonancia.
La auxiliar era una señora encantadora. Me ayudó a colocarme igual que en la foto. Me puso un casco en la cabeza, una pera en la mano para llamar si necesitaba algo, una almohada debajo de las piernas y una manta para taparme porque estaba helada. A continuación me introdujo en el tubo.
Pilar ya me había advertido el día anterior que iba a pasar dentro bastante tiempo porque el neurólogo había pedido todo tipo de pruebas, incluyendo una de las tuberías que suben por el cuello.
Cerré los ojos y me dispuse a aguantar aquello tranquilamente. Por supuesto, comenzó a picarme la nariz, un ojo, la cabeza, un hombro. Si te mueves durante la resonancia, se fastidia la resonancia, de modo que tuve que aguantar estoicamente los picores. Se sucedieron los golpes, los “clac, clac, clac”, los pitidos. Por fin, cuando debía de llevar dentro como cuarenta y cinco minutos, me sacaron del tubo. Pero no, aquello no había terminado. Haciendo uso de la vía que llevaba puesta en el brazo derecho desde el sábado por la noche, me enchufaron un líquido de contraste que al rato noté perfectamente entrar en mis venas porque estaba fresquito.
Antes de meterme de nuevo en el tubo la auxiliar se inclinó sobre mí para decirme que la doctora Pilar estaba fuera vigilando todo el proceso. La doctora Pilar, que llevaba en el hospital más de 24 horas sin descansar se había quedado después de su guardia para controlar mi resonancia.
Se me saltaron las lágrimas. Como estaba tumbada, las lágrimas cayeron por los laterales de la cara, metiéndoseme en las orejas, causando un horrible picor primero y un frío tremendo después. Y yo sin poder moverme.
Aproximadamente hora y media después de entrar en el tubo, me sacaron medio zombi, balanceándome, un poco mareada después de tanto ruido molesto.
Pilar se sentó conmigo en el banco de madera mientras me recuperaba. A primera vista las pruebas no detectaron nada extraño.
Nos despedimos y fui transportada en silla de ruedas de nuevo a mi habitación. Me crucé con el holandés errando despistado por el pasillo. Enseguida lo cogió del brazo la enfermera jefe para llevarlo de vuelta a su habitación, preguntando en voz alta dónde estaba la mujer de aquel señor. “Dando de comer a los perros” – pensé yo para mí, pero no dije nada en voz alta porque la enfermera jefe estaba muy cabreada y lo mismo pagaba conmigo.
De vuelta en mi habitación, di cuenta de mi bañera de Nesquik, que aún estaba templado, y de un paquete de galletas que la acompañaba. Por megafonía salió la voz de la enfermera jefe informándonos que el último carrito para recoger las bandejas del desayuno iba a ser retirado en breve.
Corrí todo lo que pude, pero cuando salí al pasillo ya no había carro, así que llevé la bandeja hasta el mostrador de enfermeras, donde no había nadie. Dejé la bandeja allí y volví a la habitación. No pasaron ni tres minutos cuando oí la voz de la enfermera jefe en la puerta preguntando: “¿Quién ocupa la cama 225-1?”. Asomé la cabeza y levanté la mano. Venía con la bandeja del desayuno, que llevaba una etiqueta delatora con mi nombre y número de referencia. Me riñó por haberla dejado en el mostrador. “Ay, Dios, que no estoy en un balneario, que he vuelto al colegio”.
Decidí darme una ducha y ponerme el pijama limpio del día, pero no cambié la cama a la espera de acontecimientos. Y los hubo. Llegó el neurólogo con un manojo de papeles para mandarme a casa porque ninguna de las pruebas dio como resultado enfermedad o deformación conocidas.
Llamé a mis jóvenes padres para que fueran a sacarme de allí. Me vestí de paisano y fui a buscar a alguien que me quitara la vía del brazo. Cuando me arrancaron los esparadrapos, de todas las perrerías que me habían hecho desde el sábado por la noche, evalué el nivel de dolor en segundo lugar por detrás de la inyección de Heparina.
Mis vecinos de pasillo, al verme sin pijama, comenzaron a felicitarme por mi alta.
A la una en punto empezaron a distribuir las bandejas con la comida. El celador que llevaba el carro con ellas me dijo: “Te quedas a comer, ¿no?” ¡Y qué bien que me quedé! Unos macarrones con tomate y carne y un muslo de pollo con patatas fritas absolutamente deliciosos.
Según empezaba a disfrutar de aquella estupenda comida, entró por la puerta de la habitación el cantante de los Mojinos Escocíos con 20 años menos y 20 kilos más. Era el hijo de Guadalupe y Antonio, que tomó al asalto una de las butacas azules con evidente intención de permanecer allí por largo rato.
“Menos mal que yo me voy para casa”.
Cuando terminé de comer me despedí de todo el mundo, paré en el mostrador de enfermeras a dar las gracias por el excelente trato recibido y bajé a la calle a esperar a mis padres.
Había mucho movimiento de gente entrando y saliendo. Una gitana, parada justo detrás de mí, profirió la siguiente frase que tuve que apuntar inmediatamente porque luego iba a ser incapaz de acordarme palabra por palabra: “Tiene que vení a zacaze la zangre y lo legtro”.
Desde aquel día estoy en casa recuperándome. Me encuentro estupendamente y lista para volver al trabajo el martes.

Muchas gracias a todos por vuestros mensajes y a aquellos que han venido a visitarme cargados de chocolate, incluida Rocío y su delicioso marroncete gigante.

30 mar 2017

Una cateta en el SAS (Día 3 – Segunda parte)

Lunes 20 de marzo.
Dos minutos después de empezar a disfrutar de mi soledad me quité las chanclas y me puse mis zapatillas Nike. Lo de las chanclas no es propio de mí porque ya sabéis que no me gustan los pies y además siempre tengo frío, pero es que la temperatura en el hospital era tan cálida que se hacía necesario andar con los pies al aire, como los chinos, pero sin tocarlos.
Me coloqué los auriculares de mi iPhone y comencé a caminar pasillo arriba, pasillo abajo, incluyendo la terraza y el hueco de la escalera en el extremo contrario. Me encontraba francamente bien después de haber dormido a pata suelta toda la noche y de no haber comido garbanzos con espinacas.
Mis vecinos y las enfermeras comenzaron a sonreír cuando me veían pasar una y otra vez, cada vez más rápido. Los pude estudiar a todos con detenimiento, excluyendo al ocupante de la primera habitación según se llegaba desde los ascensores, que no se relacionó con los demás en ningún momento. El único signo de vida fue un visitante cargado con una bolsa de pastelería el domingo por la tarde. Entró, cerró la puerta y eso fue todo.
El ocupante de la segunda habitación, el rumano siniestro, hizo acto de presencia en varias ocasiones. La abertura de la camisa del pijama de rayas permitía verle hasta el esternón, y el hueco de la bragueta siempre iba medio abierto. Gracias a Dios no se veía más que oscuridad. Calzaba unas zapatillas negras con la bandera de España y unos calcetines negros dentro de los cuales había introducido las perneras de los pantalones. Todo un espectáculo.
Tenía mirada de loco. No me extraña que Iván decidiera pasar de la cena.
Se asomaba al hueco de la escalera como queriendo marchar de allí, daba la vuelta y si se encontraba conmigo de frente, me miraba fijamente, tan fijamente como lo miraba yo a él según pasaba de largo.  No hay nada como una mirada indiferente para acojonar a un loco.
En un par de ocasiones alguna enfermera lo llevó del brazo a su habitación.
A la puerta de mi habitación encontré a una joven con una libreta que venía a preguntarme qué menú quería para la cena del día y la comida del día siguiente, y si prefería galletas o magdalenas para la merienda. Definitivamente, un balneario.
Descubrí por qué había barandillas por todo el pasillo. Varios de mis vecinos no mantenían el equilibrio. Uno de ellos, intentando un breve paseo, era incapaz de caminar en línea recta.
Una anciana en camisón me miraba pasar desde su butaca azul. Lo suyo no era un despeinado, era una obra de arte. Los pocos pelos que quedaban en su rala cabellera estaban mirando hacia el techo en lugar de hacia el suelo. Lástima no haber podido sacarle una foto.
Fuera hacía una tarde espectacular. Lástima que en el balneario no permitieran salir a pasear por los alrededores.
Tras hora y media de caminata decidí que ya era suficiente por aquel día. Volví a mi habitación a darme una ducha y a sentarme a leer tranquilamente en la butaca azul. Supongo que fui demasiado burra, porque nada más sentarme volvieron los síntomas que me llevaron a ser hospitalizada.
Se abrió la puerta y entró una enfermera empujando una silla de ruedas en la que me trasladó a Rayos y Centellas para sacarme una foto por dentro. Me hicieron abrazar un aparato enorme.
Según volvía a mi habitación, le envié a Pilar un Whatsapp para contarle lo de la foto. Como es radióloga y estaba de guardia, enseguida me envió un mensaje con una foto de mi foto diciéndome que tengo la columna de una niña de 20 años. Lo que se ve debajo del pulmón izquierdo son gases. Menos mal que no comí garbanzos con espinacas. Los gases no andan a su bola paseando, es que el intestino gordo pasa por ahí.
Llegó mi joven madre a pasar un rato conmigo. Estuvimos charlando en la habitación.
A las cinco me trajeron la bañera de leche con Nesquik, esta vez acompañada de dos magdalenas cuadradas que cabían dentro a la vez sin ningún problema.
Pasaron a tomarme la tensión. 3.5 de mínima. Sin embargo, no me encontraba débil. Suelo tenerla baja, pero no tanto.
Mi joven madre y yo paseamos por el pasillo arriba y abajo observando a mis vecinos y a sus visitantes.
Trajeron a un enfermo nuevo en silla de ruedas, con aspecto de haber metido los dedos en un enchufe. Era un extranjero de pelos blancos electrificados y ojos azules enormes como desorbitados.
Digo yo que algún neurólogo que tenga pendiente de hacer la tesis podía estudiar la relación entre las enfermedades neurológicas y los pelos de los pacientes. Algo hay, porque no es normal que estuvieran todos tan despeinados.
Conocimos a la hermana y a la madre del rumano siniestro, que según Pilar eran más anchas que altas. La hermana estaba en el mostrador contándole al médico de guardia que la madre se quedaría de acompañante. El médico le dijo que tenía que quedarse alguien que hablara español para poder comunicarse.
Al rato de marchar la hermana, comenzaron a oírse gritos en rumano desde el otro extremo del pasillo. Al pasar por delante de la habitación, vimos al rumano inclinado sobre su madre echándole una bronca monumental. Tuvieron que acudir el médico de guardia y una enfermera a poner orden.
“Estos nos van a sacar en el telediario mañana, ya verás” – le dije a mi joven madre.
Sobre las siete y media me trajeron la pastilla y el tubito de agua de mar para tomar con la cena.
Mi joven madre me abandonó a mi suerte un poco antes de las ocho.
La cena llegó puntual. Sopa de picadillo, tortilla de patatas deconstruida y flan. La tortilla estaba deliciosa. Mientras me la comía estuvo Pilar haciéndome compañía. Había tenido una tarde muy ocupada que le había impedido subir antes a visitarme. Antes de marchar me prometió volver sobre las ocho de la mañana a despedirse, cuando saliera de la guardia.
Leí un rato y me acosté pronto, un poco antes de las diez.
A las once y cuarto se abrió la puerta de golpe, acompañada del ruido de un objeto rodante. Venían a tomarme la tensión otra vez. 4.5 de mínima.
Volví a dormirme enseguida.




29 mar 2017

Una cateta en el SAS (Día 3 – Primera parte)

Lunes 20 de marzo.
No tengo nada que contar sobre los acontecimientos acaecidos, que seguro que acaecieron, durante la noche del domingo al lunes porque del coma profundo no me sacó nada ni nadie hasta las siete de la mañana, hora en que se repitieron los quejidos gitanos que no resultaron salir de la boca de una gitana, sino de un anciano que habitaba la habitación contigua a la nuestra. Muy auténtico no sonaba aquello, sobre todo porque cada día sobre la misma hora se producían los alaridos y el dolor no tiene hora, que yo sepa.
Iván me contó que la noche anterior se quedó sin cenar. Cuando salió a comer un bocadillo a la cafetería del hospital, se encontró por el pasillo con un tío muy raro que le dio miedo, volviendo sobre sus pasos por si las moscas.
La actividad en el pasillo era completamente distinta a la del día anterior. Lunes, era lunes. Circulaba más personal sanitario entrando y saliendo de las habitaciones llevando material médico, tomando la tensión a cada enfermo y distribuyendo medicación o extrayendo sangre.
A primera hora pasó Pilar a saludarme y a decirme que ya había prevenido al  neurólogo de mi presencia en el hospital. Andrea también me escribió para decirme que igualmente había hablado con él.
El neurólogo vino a visitarnos tanto a María José como a mí poco después del desayuno. Esta vez el pan y la margarina iban acompañados de mermelada de melocotón. Probablemente el día anterior se habían olvidado de incluirla. Un tostador en la habitación no nos hubiera venido nada mal. A tener en cuenta para futuras visitas al balneario.
Después de ser martillada en las rodillas por tercera vez, que no sé si tendrán que ingresarme de nuevo por lesión de menisco, auscultada e inspeccionada dentro de la boca y los oídos, el doctor me hizo algo nuevo. Sacó del bolsillo de bolígrafos de su bata blanca una barrita metálica que golpeó suavemente contra la cama y me colocó primero pegada al hueso de la cabeza detrás de cada oreja y luego ligeramente separada para ver si notaba la vibración y el sonido que producía. Y yo que pensaba que los diapasones eran sólo para los músicos.
No os he contado que el doctor venía acompañado de una residente de primer año con la que comentaba todo lo que iba observando.
Cuando me hizo mirar hacia arriba, algo le comentó de mi ojo derecho, y lo mismo cuando le dije que oía más bajo el diapasón por el oído derecho, pero esos son otros problemas que no tienen nada que ver con mi lado izquierdo, el que me había llevado de cabeza al hospital.
Con María José se detuvo menos tiempo. Ella ya llevaba allí desde el miércoles anterior. Fue entonces cuando me enteré que María José sufría síntomas parecidos a los míos, añadiendo visión borrosa. “Lo de ésta es mucho más grave que lo mío, seguro”- pensé. “Y además, con dieta blanda.”
Poco después de marchar los doctores, apareció la señora de la limpieza. Salimos al pasillo para dejarla trabajar en paz. De debajo de la cama de María José sacó varios kilos de mugre. Nos contó que había estado de permiso unos días y que esas son las cosas que se encuentra cada vez que se va de permiso. Es cierto que la señora que limpió el domingo fue bastante breve.
Tuve oportunidad de ver a lo lejos al extraño sujeto que dejó sin cenar a Iván. Ocupaba una de las primeras habitaciones del pasillo. Era joven, alto, muy delgado y ligeramente siniestro. Nos dijeron que era rumano.
Durante aquel rato que pasamos en el pasillo se generó una tertulia propia de patio de vecinos. Yo no soy muy de entablar conversaciones con desconocidos en lugares como las colas de los supermercados o el transporte público. Sin embargo, hice una excepción durante mi estancia en el hospital por lo especial de las circunstancias. Además, puede que atrajera más la atención de mis vecinos por el hecho de pasar sola la mayor parte del tiempo. Dada la extrema juventud de mis padres, me negué a que pasaran conmigo todo el día como acompañantes o a que durmieran en una butaca azul junto a mi cama. No lo consideré necesario. Incluso vino una enfermera bizca de metro y medio con una libreta a apuntar un teléfono de emergencia en caso de que me quedara tiesa allí sola.
No pararon de suceder acontecimientos durante la mañana.
La enfermera jefe entró en la habitación a presentarse y a rogarnos que no pegáramos estampitas de santos y Vírgenes en los cabeceros de las camas (¿?). Me pareció un sargento mayor. Supongo que no le queda otra que ejercer de tal para mantener el orden, que ya se sabe cómo somos los españolitos de a pie cuando nos dan cancha.
La enfermera bizca de metro y medio me sacó sangre. Imagino que el ojo despistado no le permite atinar bien con la aguja, porque vaya carnicería que me hizo. Por otro lado, estoy convencida de que en el hospital hay una planta para vampiros como hay una planta de neurología. No os podéis imaginar la cantidad de tubos de ensayo que llenaron con mi sangre durante mi estancia.
Cuando por fin pude hacer intento de meterme en la ducha, llamaron a la puerta del baño preguntando si ya estaba dentro. Aunque no estaba, dije que sí, porque llevaba desde primera hora tratando de asearme sin éxito.
Volvieron al rato. Era para tomarme la tensión.
Al ponerme el pijama limpio del día descubrí que le faltaba un botón a la camisa, justo el del centro. No pude quitarme la bata en todo el día.
Volvió el médico seguido de la residente de primer año con un montón de papeles en la mano. Mandaba a María José a casa. María José no estaba muy conforme porque no habían encontrado ni solucionado su problema. El médico le recomendó que visitara a un oculista al ser probablemente un nervio óptico el causante de sus males.
Entre una cosa y otra, llegó la una de la tarde y con la una de la tarde vinieron las bandejas de la comida. Al levantar la tapa me encontré con una desagradable sorpresa: espinacas con garbanzos. No puedo, no puedo. Es que sólo el aspecto ya tira de espaldas. Mucha capital gastronómica y mucha flauta, pero hasta en los bares te ofrecen espinacas con garbanzos de tapa. No puedoooooooo. Y no soy yo sola. En mi familia nadie come semejante mejunje.
No me quedó más remedio que enviarle a mi madre un Whatsapp diciendo “No te lo vas a creer”, adjuntando foto del plato de espinacas con garbanzos.
Os voy a contar una anécdota. Mi abuelo paterno pasó sus últimos meses de vida con nosotros. Llevaba un régimen de comidas muy estricto. Cuando falleció, quedó en el congelador una bolsa de espinacas. Mi madre, mi inocente y joven madre, quiso liquidar aquellas espinacas mezclándolas con garbanzos y poniéndolas sobre la mesa un día sin previo aviso, a quemarropa. Tras infructuosos intentos por parte de los que nos encontrábamos sentados a aquella mesa, las espinacas con garbanzos volvieron a la cocina, y nunca más se supo.
María José consumió su última comida de dieta blanda antes de marchar. Sus espinacas no llevaban garbanzos.
Yo me conformé con el segundo plato, pescado al horno, y con el postre de melocotón en almíbar.
Al despedirse, María José me dejó dos bombones Ferrero Rocher que le valieron mi eterna gratitud. Alguien le trajo de regalo una caja entera que permanecía intacta sobre su mesa y que yo miraba de vez en cuando con ojos de carnero degollado. Aproveché uno para tomarlo con la pastilla de mediodía.
A la una y media de la tarde la habitación fue toda mía.






28 mar 2017

Una cateta en el SAS (Día 2 – Segunda parte)

Domingo 19 de marzo.
Ayer a última hora de la noche, poco después de publicar el último episodio, recibí una amenaza de muerte virtual por parte de mi madre. Mi madre pasa a ser a partir de este momento mi joven madre.
A las once de la mañana mi joven madre llamó desde mi casa. Pasé un rato guiándola mientras cogía de mis cajones y armarios los diversos objetos de primera necesidad que debía llevarme al hospital a la una de la tarde, durante el horario de visitas.
Asomé la nariz al pasillo dispuesta a aventurarme a inspeccionar los alrededores en pijama, bata, zapatillas de deporte y el bolso colgando porque aún no tenía claras las intenciones de María José y el autista.
Los alrededores se componían de un largo pasillo con habitaciones dobles a un lado, un par de habitaciones individuales al otro, y varias salas cerradas donde el personal del hospital entraba y salía constantemente. En una había estanterías cargadas de pijamas, sábanas, toallas, estropajos, etc. En otra guardaban material médico. En una tercera guardaban el material de limpieza, incluyendo una fregona que tuve que utilizar varias veces porque cada vez que me duchaba inundaba el cuarto de baño. Hacia la mitad del pasillo se encontraba el mostrador de enfermeras y una habitación donde se escondían de nosotros. En un extremo había una sala con un par de mesas y varias sillas pegadas unas a otras. Adjunta a esta sala había una terraza donde tanto enfermos como visitantes fumaban a escondidas usando una botella medio llena de agua como cenicero. Allí venían las oscuras golondrinas sus nidos a colgar.
El otro extremo del pasillo lo ocupaban un ventanal, una hilera de sillas pegadas, una máquina expendedora de agua y zumos, cuatro ascensores, y una escalera que conducían a la libertad.
Pronto se hizo evidente que el horario de visitas era tomado a pitorreo. Aparecieron varios parientes de María José mucho antes de la hora permitida, así como parientes y amigos de casi todos los inquilinos de la planta.
Unos minutos antes de la una nos trajeron nuevas bandejas con la comida, provocando aplausos por mi parte. Estaba hambrienta. Antes de destapar la mía sufrí un terror momentáneo pensando si en lugar de balneario barato sería aquello una clínica de adelgazamiento. Se oyen contar historias terribles sobre el trato y las comidas en los hospitales públicos.
Armándome de valor elevé la tapa de plástico. Inmediatamente invadió mi nariz un delicioso olor. Potaje de judías blancas con trocitos de chorizo, morcilla y pollo flotando, otro plato con fritos de pescado en adobo y flan de postre. Una comida la mar de adecuada para un enfermo. Me volví a mirar la bandeja de María José. “No he tenido tanta suerte. Estoy a dieta blanda”- me dijo.
Aparecieron mis jóvenes padres por la puerta de la habitación portando mis cremas hidratantes, mis cables, mi ropa interior limpia, mi cepillo de dientes de verdad. Por fin podía sentirme como en casa.
También se presentó el marido de María José, un señor con barriga cervecera que pasó la tarde entera con ella. El autista desapareció para siempre.
Tan pronto finalicé de devorar la comida, llevé a mis jóvenes padres a la sala contigua a la terraza para poder charlar un rato en la intimidad.
Sobre las dos se marcharon a comer, con la promesa de volver por la tarde.
Volví a la habitación a echarme un rato. Misión imposible. El marido de María José se quedaba dormido cada poco en la butaca azul. Roncaba como un animal. Estaba previsto que durmiera con nosotras esa noche. No podía creerlo. Iba a ser totalmente imposible pegar ojo con aquel bicho en la habitación.
Estuve leyendo a ratos y a ratos dormitando, sobresaltándome por los ruidos procedentes de aquel cuerpo extraño que descansaba en la butaca azul.
En el cuarto de baño descubrí que las enfermeras debieron de acudir a muchas tiradas de cadena antes de tomar drásticas medidas.
A las cinco nos llevaron una nueva bandeja conteniendo la misma bañera de leche y un paquete de galletas. Utilicé la otra mitad del sobre de Nesquik en lugar del sobre de café.
Durante toda la tarde los pasillos fueron un hervidero de gente. A la puerta de una habitación conté once visitantes, la mayoría con aspecto de labriegos con sus caras curtidas por el trabajo en el campo, evidentemente incómodos embutidos en sus ropas de domingo y con sus pelos engominados.
Sobre las seis me visitaron de nuevo mis jóvenes padres y un rato más tarde Alberto, su mujer Pilar y su hijo Alberto Jr. Alberto Jr. aparece con antifaz en la cara porque no tengo ninguna aplicación para pixelar caras de menores de edad.
Pilar, que también es radióloga, me comunicó que al día siguiente estaría de guardia en mi hospital, así que nos veríamos y hablaría con el neurólogo para que me tratara bien. Igualmente Andrea, nuestra amiga psicóloga, hablaría con él.
Pasamos un rato charlando en la terraza. Hacía una tarde estupenda.
Estando allí me llamó mi amado jefe para interesarse por mi salud.
Poco antes de las ocho, estando charlando con mis jóvenes padres a la puerta de la habitación, llegó un sujeto a inyectarme Heparina, un anticoagulante. Levanté la camisa del pijama y allí mismo, de pie, me clavó la aguja en la barriga. De repente me entró un intenso dolor agudo, tremendo. Comenzaron a zumbarme los oídos y empecé a marearme de tal manera que tuve que tomar asiento en una de las butacas azules. Poco a poco me recuperé.
Mientras tanto, habían traído ya la cena. Me encantan los horarios del balneario. Desayuno a las nueve, comida a la una, merienda a las cinco y cena a las ocho. Me encantan.
Cogí a mis jóvenes padres y a la bandeja y me los llevé a todos a la sala junto a la terraza para comerme allí un filete de pollo empanado y un yogur. No pude con la sopa ni con el segundo filete. Fueron acompañados por una pastilla y un botecito de cristal cuyo contenido sabía igual que cuando tragas agua en el mar.
El que me clavó la aguja asomó la cabeza y respiró tranquilo. “He ido a verte a la habitación para ver cómo estabas y no te he encontrado. Ya pensaba que me había cargado a una paciente con Heparina.”
Poco después de cenar mis jóvenes padres se marcharon dejándome allí abandonada a mi suerte.
Al volver a la habitación me encontré con una agradable sorpresa. El marido de María José había sido sustituido por el joven hermano de María José, un chico encantador, ligeramente amanerado, que pasaría la noche con nosotras.
Pronto descubrimos que teníamos algo importante en común, nuestros iPhone 7 Plus. Ante la atónita mirada de María José, comenzamos a charlar como dos cotorras sobre nuestros amados aparatos. Iván, que así se llamaba el joven, acabó comprando por internet el mismo protector que tengo yo en el iPhone.
Sobre las diez salieron a dar un paseo por el pasillo. Yo aproveché para acomodarme en la cama y echarme a dormir. Cuando volvieron les murmuré con la cara pegada a la almohada que por mí no se preocuparan, que yo tenía pensado entrar en coma en breve y que podían charlar o ver la tele sin problema.






27 mar 2017

Una cateta en el SAS (Día 2 – Primera parte)

Domingo 19 de marzo.
Antes de acomodarme en la cama del SAS tuve la precaución de poner el móvil de guardia del trabajo en silencio, algo que no había hecho nunca porque nunca antes había pasado una noche de guardia en una cama del SAS.
En contra de mi costumbre habitual de entrar en coma profundo en el instante de poner la cabeza en la almohada, no pegué ojo en el resto de la noche, exceptuando ratos sueltos que no duraron mucho. Mis compañeros de habitación respiraban, las sábanas de mi vecina de al lado sonaban atronadoramente cada vez que ella tenía la poca vergüenza de moverse, hubo movimientos de personas y artefactos rodantes por el pasillo, toses en las habitaciones vecinas e innumerables sonidos no identificados, el móvil del adolescente vibraba cada dos por tres con mensajes de sus coleguitas seguramente de juerga por la calle.
Dediqué la vigilia a diversos pensamientos, a reírme sola acordándome del chiquillo que impidió que el ascensor partiera con Alberto, un celador y yo  dentro a la llegada al segundo hospital, introduciendo una pierna embutida en un pijama y zapatillas como si anduviera por el pasillo de su casa. Nos pidió cambio de cinco euros en monedas como si aquello fuera normal en aquel lugar a aquella hora. Ideé diversas formas de comunicar a mis ancianos padres que no iría a comer el domingo con ellos añadiendo la noticia de mi ingreso hospitalario sin causarles alarma. Pensé que por fin estaba oficialmente mal de la cabeza. Hice una lista mental de las cosas que necesitaría durante mi estancia en el hospital y que mi madre tendría que ir a buscar a mi casa por la mañana.
A las cuatro en punto el teléfono de guardia comenzó a vibrar sobre la mesilla causando el mismo ruido que un tambor en Semana Santa.
No es que fuera una premonición lo de silenciarlo, es que el móvil de guardia suena a cualquier hora del día o de la noche para las cosas más peregrinas que dan para escribir otro blog.
Despertaron la señora despeinada, el adolescente y varios desconocidos de las habitaciones colindantes. Yo no tuve que despertar porque estaba despierta. Contesté con un susurro: “Un momento, por favor”.
Me calcé como pude y salí al pasillo a atender aquella llamada en susurros y a hacer otras dos para resolver el problema que se me planteaba en la primera. A causa de los susurros se abrieron las puertas de varias habitaciones y surgieron cabezas de gente. No puedo explicaros qué expresiones había en sus rostros porque con las prisas salí sin gafas y sólo alcanzaba a ver cabezas humanas sin más detalle.
Una vez todo claro volví a la cama rezando para que no hubiera más llamadas porque me veía de patitas en la calle mal de la cabeza y todo.
A las seis de la mañana se oyó una serie de gemidos procedentes de una garganta vecina. “Ayyyyyy, ayyyyyyyy, ayyyyyyy”. Exactamente como si una gitana estuviera iniciando una saeta mal cantada. Me alarmé, no por la salud de la propietaria de aquella garganta, sino porque los gemidos sonaron gitanos, y ya se sabe lo que pasa cuando hay un gitano ingresado. Aparecen veinte gitanos de visita, todos familiares directos del enfermo.
Los quejidos sirvieron como detonante para que surgieran ruidos de todas las habitaciones, como si todos hubieran estado en vigilia al igual que yo, en silencio esperando el momento de poder salir de aquellas malditas camas para iniciar el día.
Hacia las siete hubo luz suficiente en la habitación para hacer una inspección visual del terreno. La persiana de la ventana no estaba suficientemente bajada y se filtraba la luz del día. Dos camas de hospital, una mesilla al lado derecho de cada cama con posibilidad de convertirlas en mesa para comer, dos butacas azules para los acompañantes de los enfermos, un televisor de 20’’ pegado a la pared y enganchado a una caja donde era evidente que había que introducir monedas para que funcionara, unas zapatillas de ositos junto a la cama de la señora despeinada, unas zapatillas Nike junto a las butacas que ocupaba el adolescente, el armario empotrado de dos puertas del que os hablé ayer y un cuarto de baño. Encima de cada cama un llamador de emergencia, diversos enchufes y una bolsa de plástico cubriendo un artefacto que no llegué a saber qué era.
Pronto la señora despeinada y el adolescente volvieron a la vida, o al menos la señora, porque el adolescente adoptó una actitud de niño autista al que sólo la pantalla del teléfono móvil sacaba de su mundo interior.
Dado que era evidente que tendríamos que compartir momentos de intimidad por un tiempo indeterminado, tomé la iniciativa de presentarme y pedir disculpas por la interrupción de su sueño a las cuatro de la madrugada. A primera vista la señora despeinada me resultó simpática. La llamaremos María José a partir de ahora. Fue apropiadamente felicitada porque aquel día era su santo. Aún pasados varios días desde que dejé de verla, sigo con ganas de pasarle un cepillo por la cabeza.
A partir de las ocho y media empezaron a repartir por las habitaciones toallas y sábanas limpias, pijamas y unos estropajos como los que uso yo en casa para fregar los cuartos de baño. Colocaron en el pasillo unos recipientes para introducir la ropa sucia. Los enfermos capaces de manejarse solos teníamos que cambiar las sábanas nosotros mismos.
Observando que María José portaba una bata del SAS, pedí una para mí al objeto de ir un poco más cubierta, no por el frío, sino por decencia.
La temperatura tanto en la habitación como en el pasillo era ideal para mí.
Entré en el cuarto de baño con el bolso colgado del hombro, aún sin saber si mis nuevos amigos eran de fiar. Me lavé la cara y me la sequé con mi nueva toalla. No tenía crema hidratante, de modo que hubo que añadir la sensación de acartonamiento a la del hormigueo.
A las nueve en punto nos trajeron unas bandejas con tapa. Al descubrir la mía me encontré con una bañera de leche, un sobre de café descafeinado, un sobre de azúcar, un bollo de pan metido en una bolsa transparente, una tarrina de margarina, una cuchara y un cuchillo de plástico. Yo veo esas bañeras de leche y me viene a la imaginación una persona metida dentro como en un jacuzzi, con los brazos apoyados en el borde.
Entró una enfermera a traer pastillas para mi vecina y le pregunté tímidamente si sería posible cambiar el café por chocolate. Volvió a los pocos minutos con un sobre de Nesquik. Hice uso de la mitad, guardando la otra mitad para futuras ocasiones.
A las nueve y media me armé de valor y llamé a mi anciana madre para contarle la batalla y encargarle que fuera  a mi casa a buscar mis trastos. A los cinco minutos llamó mi tío de Madrid para que le explicara otra vez lo mismo porque mi anciana madre desconectó en el momento en que oyó la palabra hospital salir de mi boca.
Cuando María José se hubo aseado y sacó al autista a pasear un rato por el pasillo aproveché yo para darme una ducha haciendo uso del estropajo y de una agradable espuma que salía de un dispensador que colgaba junto al lavabo. De nuevo tuve que prescindir de la crema hidratante, pero me encontré muchísimo mejor.
Disfruté de unos pocos minutos de soledad en la habitación observando el paisaje desde la ventana. Fue en ese momento cuando decidí que me iba a tomar aquello de la mejor manera posible, como una estancia en un balneario barato.

26 mar 2017

Una cateta en el SAS* (Día 1)

*Servicio Andaluz de Salud

Sábado 18 de marzo.
El viernes desperté tarde con el muslo izquierdo dormido. Nunca antes había tenido esa sensación. Se me han dormido brazos, piernas, cualquiera de mis 20 dedos y otras partes del cuerpo que no voy a enumerar, pero nunca un muslo.
Ya en la oficina empecé a sentir hormigueo en el lado izquierdo de la cara, a veces también en la zona occipital.
Como estaba de guardia no tuve tiempo de prestarle mayor atención al asunto, aunque aquello siguió con mayor o menor intensidad a lo largo del día.
El sábado la sensación continuaba. Tuve que comer a la una porque tenía varios barcos que visitar a partir de las dos y media. No noté falta de fuerza al subir y bajar las escalas.
A las siete de la tarde, cuando ya tenía todo el trabajo casi finalizado, empecé a pensar en ello seriamente. “¿Y si esta noche me quedo tiesa o, peor aún, me quedo como Marichalar por no prestar suficiente atención a los signos de alerta?” Así que entre mis amigos médicos escogí a Alberto para consultarle qué hacer. Lo llamé y le conté los síntomas. Me recomendó que no lo dejara correr, que lo mismo no era nada que sí lo era, y se ofreció inmediatamente a llevarme él mismo al hospital a hacerme un TAC.
Como tengo un seguro privado, le dije que no era necesario. Me pidió que lo mantuviera informado.
Terminé en la oficina sobre las ocho de la tarde. Pedí a mi taxista favorito que me acercara a la clínica de Sanitas, donde tuve que esperar unos cuarenta minutos a ser atendida. Por delante de mí pasaron dos adolescentes en silla de ruedas, uno de ellos con un pie más grande que el otro fruto de una evidente inflamación.
La sala de espera estaba a reventar de gente porque por cada enfermo o herido había dos o tres familiares acompañantes, amigos en el caso del adolescente con los pies diferentes.
Un señor gordo como un tonel y colorado como un tomate se encontraba sentado frente a mí en silencio, evidentemente preocupado, rodeado de sus tres parientes correspondientes. Salió un doctor a verlo y a comunicarle que el resultado del electro era normal. Fue como si le devolvieran la vida de repente. Recuperó el habla y comenzó a contar a su familia con todo detalle lo que había estado sintiendo. Seguro que luego celebró su no-infarto con una tremenda cena.
La doctora que me atendió me hizo caminar y tocarme la nariz con los ojos cerrados, me dio martillazos en las rodillas, me auscultó, me miró dentro de los oídos y la boca y me envió a enfermería, donde me tomaron la tensión y me pincharon un dedo para ver si tenía la glucosa alta. Todo normal.
La amable doctora me envió a casa con una patada en el culo y la recomendación de pedir sin dilación cita en un neurólogo para investigar a fondo el asunto. Eso sí, me advirtió que volviera echando viruta al menor síntoma extraño.
Desde la misma clínica llamé a Alberto para informarle de todo.  Con la boca llena (estaba cenando, evidentemente) me dijo que no me moviera de allí, que iría en unos quince minutos a recogerme para ir al hospital a hacerme el TAC.
No fueron quince minutos. Uno no termina de cenar, se acicala, baja al garaje y conduce hasta la clínica en quince minutos. Era un decir lo de los quince minutos.
Cuando llegamos al hospital, aparcamos donde todo el mundo pero hicimos entrada por donde sacan la basura. Subimos a radiología, que es la especialidad de Alberto, y en un momento me encontré tumbada entrando en aquel enorme cilindro. 
A continuación, Alberto me llevó a una habitación donde había varios ordenadores, taquillas y butacas donde descansan los médicos de guardia. Cuando logró entrar en mi expediente, apareció en pantalla una imagen de mi cabeza que se movía de diversas formas según él tocaba el ratón. Paró en la que adjunto. Me
pidió que me acercara para explicarme sin paños calientes lo que estaba viendo. Ese es el momento en que una persona normal sufre un ataque de nervios, un micro infarto o un desmayo del que sales cuando ponen un bote de sales bajo tu nariz. Yo no soy así. A veces creo que tengo el corazón de goma.
Lo primero que me llamó la atención fue el puntito blanco en el plexo coroideo de la izquierda (las dos masas negras con forma de plátano, que se llaman ventrículos laterales). No es que yo sepa lo que es un plexo coroideo, que lo acabo de mirar en Google y lo he consultado con Alberto para no escribir burradas.
La imagen, según me explica, es como si cortas un chorizo y lo miras desde abajo. Por lo tanto, lo que vemos a la izquierda pertenece al lado derecho de mi cabeza.
Sin embargo, lo que Alberto quería contarme se refería a la mancha negra que señalo en naranja. Me dijo que se trataba de un accidente vascular o de una inflamación, en ambos casos algo antiguo y no necesariamente relacionado con lo que me estaba pasando. Descartó el accidente vascular por el tipo de vida que llevo, que para algo tiene que servir comer sano y machacarme todos los días en el gimnasio. El chocolate no cuenta.
Se quedó pensando un momento, me pidió que me acomodara mientras él iba a ver a la médico de guardia internista para preguntarle si debería tomar una aspirina infantil antes de marchar.
Alberto salió de la habitación en vaqueros y polo, pero volvió al cabo de un rato vistiendo su bata de médico. “Uy, uy, uy, aquí pasa algo”, pensé. Y sí pasaba. La internista le dijo a Alberto que yo de allí no me podía marchar, que me tenían que ingresar para hacer más pruebas.
A mí en ese momento lo único que se me pasó por la cabeza fue que tenía hambre, que ya había pasado hace rato la hora de ducharme y que estaba de guardia y que tenía que terminar mi guardia el lunes por la mañana.
-“Alberto, ¿no me vais a dejar terminar la guardia? Déjame marchar a casa y vuelvo el lunes para hacerme las pruebas”.
- “Esto va a quedar para los anales de la historia. Tú de aquí no te mueves” – me dijo medio riendo. “¿Has cenado?”
¿Cenado? Lo último que comí fue a la una de la tarde y ya nos habíamos plantado en las once de la noche.
Volvió a dejarme allí mientras iba a buscarme un sándwich mixto y una botella de agua que devoré. Devoré el sándwich, no la botella.
Bajamos para hacer el ingreso legalmente, por la puerta por donde salen y entran los pacientes, no la basura. A partir de ahí se repitió casi literalmente la secuencia de pruebas que me hicieron en la clínica privada. Ojos cerrados, martillazos, pinchazos, tensión, auscultar; añadiendo electrocardiograma y extracción de sangre. Me dejaron puesta una vía en el brazo derecho para futuros procedimientos.
Fue entonces cuando me dijeron que en lugar de quedarme en aquel hospital tendrían que trasladarme en ambulancia al de enfrente, donde se encuentra el departamento de neurología. Al estar ingresada no era posible el traslado en vehículo particular.
El conductor de la ambulancia apareció casi una hora después. Salimos a la calle caminando porque me pareció ridículo sentarme en una silla de ruedas, y más ridículo subir a la parte de atrás de la enorme UVI móvil. “Yo ahí no me subo, voy con usted de copiloto”. Y así llegué al segundo hospital, copilotando una UVI móvil a la una de la madrugada.
En recepción me colocaron una pulsera como las de los hoteles todo incluido, me acompañaron a la segunda planta donde me entregaron un pijama de rayas y abrieron la puerta de una habitación. Tan inocente de mí, pensé que iba a dormir sola conmigo misma. No, aquello era un hospital público. En aquella habitación había una señora de mi edad despeinada y un adolescente a los que despertamos al encender la luz principal.
Me hicieron la cama, me explicaron para qué servían unos cuantos interruptores y me dejaron allí con aquellos dos desconocidos. Alberto estuvo conmigo hasta ese momento, la una y veinte de la madrugada. Eso es un amigo y lo demás cuento.
Apagué todas las luces para dejar dormir a aquellos dos y me metí con mi bolso en el cuarto de baño a hacer recuento de mis pertenencias: dos teléfonos móviles cortos de batería, un cepillo de dientes de viaje, un mini tubo de pasta de dientes seca, una barra de labios de cacao, dos pañuelos de papel, los auriculares de mi iPhone, 25 euros en billetes y varias monedas que no conté para no hacer ruido, dos tarjetas de crédito, mi iPad, un ibuprofeno y las llaves de casa. Un kit de supervivencia que te cagas.
Me puse el pijama de rayas que misteriosamente era exactamente de mi talla, me lavé un poco, me sequé con servilletas de papel de un dispensador que encontré en la pared y fui hasta la cama tanteando el camino bajo una luz azul que iluminaba apenas la habitación.
Había un armario con dos puertas. Abrí una. Dentro no había nada, así que me apoderé de aquella nada para guardar mi ropa. El bolso lo escondí como pude en la mesilla de noche, por si me robaban aquellos dos desconocidos o cualquier otro desconocido que entrara durante la noche en la habitación.
Me metí en la cama. Aquellas sábanas almidonadas hacían un ruido atronador cada vez que me movía. Me acomodé y me dispuse a pasar el resto de la noche en una cama extraña con dos desconocidos.
Acabo de releer la última frase. Los dos desconocidos no estaban conmigo en la cama. La señora despeinada tenía su propia cama y el adolescente yacía sobre dos butacas enfrentadas.