19 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York y Washington, días 11 y 12)

06:52 hrs. Desperté y pusimos la maquinaria en marcha. Duchas, cierre de maletas y desayuno. En el lugar que ocupaba ayer la salsa para carne hoy pusieron hamburguesas de cerdo con aspecto de revienta-arterias y patatas cortadas en taquitos, fritas en mantequilla. Una señora estaba rematando la faena con una lata de Coca Cola. Sano. Ni rastro de los scones. Tuve que fabricarme medio gofre en la máquina de hacer gofres y también comí un croissant. El aspecto exterior del croissant era normal. Interiormente no tanto. Era como de pan compacto.
A las nueve abandonamos la habitación. Tuvimos un pequeño desencuentro en recepción por culpa de la factura. Hablamos con el director del hotel, un señor amabilísimo que nos dio mil explicaciones.
Fuimos a la parada de autobús enfrente del hotel y tomamos el urbano hasta Union Station. Tuve una experiencia similar a la vivida en Atenas el pasado Octubre con el pago del billete. Hay que introducir billetes de dólar o monedas por una rendija por un importe total de 1 dólar. Llevaba monedas en la mano sumando la cantidad exacta, para quitármelas de encima. El problema es que la máquina no admite monedas de 1 centavo. Puse cara de idiota y el conductor me mandó entrar sin pagar. No lo hago a propósito, lo juro. Me sale solo.
En la estación estuvimos un rato mirando tiendas, que creo que eran las únicas tiendas que nos faltaban por ver en todo Washington. Vendían camisetas conmemorativas del asesinato de Bin Laden.
Nos sentamos a esperar un rato. A las once y veinte salió nuestro tren puntualmente con destino al aeropuerto de Newark. Detrás de nosotras viajaba una chica dormida en dos asientos, tapada con una manta y en zapatillas.
Llegamos a Newark sobre las dos y media de la tarde. Facturamos sin sobrepeso. Eso es un mérito viniendo de comprar medio estado de Nueva York y parte del Distrito de Columbia.
Tuvimos que esperar una cola para pasar el control de seguridad. Estaban metiendo a los pasajeros uno a uno descalzos en el escáner corporal. Supongo que vieron que las cosas se iban alargando demasiado, así que cuando nos tocó a nosotras nos hicieron pasar descalzas por el normal. Mi ordenador tuvo que pasar dos veces por el escáner porque llevaba el iPad en la misma funda. Los separaron y entraron sin novedad. ¡Uf!
Tremenda desilusión con el duty free del aeropuerto. Un par de quiosquitos con golosinas, un estante de refrescos y revistas, algo de tabaco y mucha ginebra y vodka. Lamentable. La estación de autobuses de Motilla del Palancar ofrece más mercancía.
Zona de embarque. Similar grupo de aldeanos portugueses de vuelta a casa. Señora vestida de negro con moño. Señora con tres rosas en la mano. Uno de los aldeanos que fue con nosotros a la ida volvía en el mismo vuelo. En lugar del aspecto desarrapado de la otra vez, vestía un elegante traje azul. Los zapatos marrones de campo eran los mismos.
Resumen del viaje:
18:20 (NY), 23:20 (Port), 00:20 (Esp). Despegamos con veinte minutos de retraso. Seguramente algo tendría algo que ver que la aerolínea United estuvo toda la noche sin operar debido a un problema informático. Se veían muchos aviones de esa compañía por la pista.
Elegantísimo avión nos han puesto esta vez. Cada pasajero tiene su pantalla individual con mando a distancia. Doce películas a elegir, videojuegos, programas de televisión y música. También se podía seguir la ruta del avión con todos los detalles de altura, velocidad, temperatura, etc.
19:00 (NY), 00:00 (Port), 01:00 (Esp). Elijo la película Cisne Negro y empiezo a verla.
20:00 (NY), 01:00 (Port), 02:00 (Esp). Salmón escalfado con patatas cocidas y salsa desconocida. Pastel de chocolate. Rico.
20:30 (NY), 01:30 (Port), 02:30 (Esp). Sigo viendo Cisne Negro. Esa tía está loca.
21:30 (NY), 02:30 (Port), 03:30 (Esp). Zzzzzzzz.
22:00 (NY), 03:00 (Port), 04:00 (Esp). Toque de queda. Apagan las luces.
22:15 (NY), 03:15 (Port), 04:15 (Esp). No sé qué me duele más, si la garganta o la rabadilla.
23:00 (NY), 04:00 (Port), 05:00 (Esp). Encienden las luces. Poco dura la noche en este aparato.
23:30 (NY), 04:30 (Port), 05:30 (Esp). Sándwich de pavo y queso en pan marrón con zumo de bote.
Aunque no hable de Patricia, está de cuerpo presente a mi lado. La próxima vez me voy a tomar una pastillita como la de ella. Lleva horas muerta.
23:45 (NY), 04:45 (Port), 05:45 (Esp). Rabadilla, despierta.
00:00 (NY), 05:00 (Port), 06:00 (Esp). Zzzzzzzzz. (Mentira, no soy capaz)
00:20 (NY), 05:20 (Port), 06:20 (Esp). Segunda vez que disfruto de la escena de la amputación en la película 127 horas. Mi vecino de dos asientos por delante a la derecha ha visto la película dos veces. No he podido evitar mirar. Morbo.
00:30 (NY), 05:30 (Port), 06:30 (Esp). En el horizonte oscuro se ve una línea naranja y verde. Empieza a amanecer. Descendemos hacia Lisboa. Me va a reventar el oído derecho.
00:40 (NY), 05:40 (Port), 06:40 (Esp). Aterrizamos. Aplausos, y no han sido los aldeanos.
01:00 (NY), 06:00 (Port), 07:00 (Esp). Control de fronteras en Lisboa. Pasamos como dos señoras por la puerta de ciudadanos europeos. Ya estamos en casa. A un anciano canadiense en silla de ruedas le están abriendo el neceser. Pedazo de navaja llevaba dentro. Con eso sí se puede matar a alguien. Pregunta: ¿cómo pasó el control al salir de Toronto?
Nos topamos con un duty free como Dios manda. Esto ya es vicio. Lo recorremos de punta a cabo.
Nos sentamos a esperar nuestra conexión a Sevilla. Fuera brilla un sol reluciente. Para mí son las dos de la madrugada. Una ambulancia, por favor.
Salimos de Lisboa a las 08:40 hrs y aterrizamos en Sevilla a las 10:30 hrs ya con el horario español, tras comer a bordo un croissant relleno de pavo y queso y una Pepsi Cola.
Mis padres aparecieron con diez minutos de retraso. Dejamos a Patricia en su casa de Sevilla y nos dirigimos a la nuestra.
Washington Dc – Puerta de mi casa: 22 horas y cinco minutos.
Distancia recorrida: mucha.
Velocidad media: sí, claro. Estoy yo ahora para cálculos.
Daños colaterales: me llora un ojo, tengo los oídos tapados, la garganta me duele.
En los últimos 40 días he subido a diez aviones. Por mis muertos que no me muevo a más de 15 kilómetros de casa en los próximos tres meses.
Buenas tardes desde el salón de mi casa.

18 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York y Washington, día 10)

Hoy ya nos hemos dado a la poca vergüenza y nos hemos levantado a las ocho menos cuarto. Bajamos a desayunar con los trescientos norteamericanos que ocupan el hotel. Hoy hice un estudio profundo de las cosas que desayunan. En el recipiente donde normalmente te encuentras huevos revueltos había huevos revueltos con hierba en viruta, tacos de jamón y creo que zanahoria. Había un recipiente con una salsa cremosa. Probé una esquinita con el dedo y sabía a cualquier salsa que le echas a la carne a la hora de comer. Impropio de un desayuno. Unos sobres contenían esa papilla de gachas que comen y que tiene aspecto de vómito. No sabía yo que se podía guardar en polvo para disolver en agua.
Las máquinas de hacer gofres estaban funcionando sin parar. Una señora comía una tostada de mantequilla de cacahuete. Y había scones. Me enganché a ellos en Inglaterra y son difíciles de encontrar en España, así que desayuné scones con mantequilla y mermelada, algo de fruta insípida y tiras de tostada francesa. A la vuelta voy a necesitar un tratamiento intensivo de legumbres con agua del grifo.
No sé los litros de Coca Cola que he bebido desde que llegué. Muchos de ellos de Coca Cola de cereza, que me encanta. Hasta Pepsi he bebido, que yo no bebo Pepsi.
A las diez por fin salimos del hotel. Estupenda temperatura. Caminamos hasta la puerta del Ford’s Theater, donde se cargaron a Lincoln. Lo repito por si alguno no estuvo atento ayer.
Nos cruzamos con un soldado vestido de combate. No lo entiendo. ¿Por qué tienen que ir de camuflaje con las botas amarillas por la calle?
Allí tomamos el bus turístico hasta el Smithsonian Museum of Air and Space. Es un edificio enorme situado en el Mall. Enorme tenía que ser para contener la cantidad de aviones, misiles y naves espaciales que hay allí dentro. Hay aviones de todas las épocas: los de los locos que se estrellaban contra el suelo, uno de los aviones de Amelia Erhardt, el Spirit of St. Louis con el que Lindberg cruzó el Atlántico en 1927, aviones de combate de las dos guerras mundiales, los primeros aviones de pasajeros y partes del fuselaje de los aviones actuales. Motores de todas las épocas.
En cuanto a naves espaciales, el Apolo XI, las naves Soyuz y Apolo acopladas, un vehículo lunar, un telescopio Hubble, un misil Tomahawk, varios enormes misiles soviéticos.
En la tienda del museo hay una zona dedicada a Star Trek. Venden las orejas postizas del Sr. Spock. Casi te las compro, Marta. Otra zona dedicada a la Guerra de las Galaxias. Nos encontramos con Yoda, que se me subió a la chepa y no sabía cómo quitármelo de encima.
Tuvimos ocasión de tocar una piedra lunar.
Ni rastro de españoles. Si estuviéramos en Fayetteville, Arkansas, todavía lo entendería, pero es que estamos en la capital, señores.
Tomamos de nuevo el autobús y casi morimos de una insolación. Nos tuvieron un rato largo en una parada, en el piso superior descapotable, con un sol de justicia. Que a nadie se le ocurra hacerlo en Agosto. Muerte segura. Llegamos al cementerio de Arlington con la tensión por los suelos.
Por el camino vimos a lo lejos la catedral de Washington, construida sobre una loma, donde Cristo perdió la alpargata. Como curiosidad, una de las gárgolas tiene la cara de Darth Vader. Estas cosas sólo se les ocurren a los americanos.
Bastante calor en Arlington. Caminamos por entre los cientos de lápidas blancas de soldados de las guerras de Corea y Vietnam hasta llegar a la tumba de Kennedy. Está enterrado con su mujer y dos hijos que les murieron al nacer. Cerca están sus hermanos Edward y Bobby, con unas modestas cruces blancas sobre sus tumbas. Otra de las cosas interesantes de ver en Arlington es el Iwo Jima Memorial. Es la estatua que representa a unos marines levantando la bandera americana durante la batalla de Iwo Jima. Estaba a bastante distancia de donde nos encontrábamos, con colinas de por medio. Decidimos renunciar a la visita para salvar nuestras vidas de un posible jamacuco.
Mientras esperábamos la llegada del autobús, fuimos testigos de parte de un funeral militar. Apareció un carro tirado por seis caballos negros. En el carro, un ataúd cubierto con la bandera americana. De un autobús se bajaron varios militares que formaron un cortejo detrás del carro. Lástima que llegó el autobús y no pudimos ver el final.
Nada más subir a bordo, el conductor del autobús nos advirtió que íbamos a pasar por el Pentágono, donde las fotografías están totalmente prohibidas. Hacía unas horas se había producido una amenaza de ataque por parte de un chiflado. Pasamos por el costado del edificio donde se estrelló el avión del 11 de Septiembre. Ya está restaurando, pero se ve perfectamente la diferencia de color de la piedra.
Llegamos al Pentagon Shopping Mall donde comimos pizza, que era lo más normal que tenían para comer. Luego tuvimos que ir de compras, qué remedio. No habremos visitado todos los museos, pero los probadores de toda la costa este han quedado vistos.
He estado muy pendiente estos dos días de la gente que pasaba por la calle, por si acaso nos encontrábamos con los Urdangarines, pero no hemos coincidido. Parece que con Mark Vanderloo ya cubrimos el cupo de famoseo.
Por fin encontré las Nike que llevaba buscando desde el primer día, a mitad de precio que en España. El último grito en zapatillas de deporte son unas con dedos. La primera vez que las vi fue en Londres, hace año y medio. Iba caminando por el puente de Westminster cuando noté un ruido a mi espalda, como si viniera un pato hacia mí. Me volví y me encontré con un tío corriendo con esos chismes. Me dan un poco de grima. Me probé unas, pero como llevaba calcetines sin dedos no me enteré bien de cómo era aquello.
A las seis y media tomamos de nuevo el autobús hasta Union Station, con un transbordo en un sitio donde estuvo lloviendo a cántaros un rato. Un vagabundo se nos sentó delante como si estuviera en el salón de su casa. Casa que no tiene.
En Union Station entramos a comprar los billetes de tren para mañana. Nos atendió un hispano apellidado Valenzuela, pero con aspecto de norteamericano. Fue muy amable.
Volvimos al hotel caminando, a unos diez minutos de distancia. Hemos cenado algo de fruta porque nos comimos un helado monumental mientras esperábamos el autobús en Pentagon City. Estamos en nuestras respectivas camas gigantes a punto de morir.
Patricia dice que ha pasado al nivel inmediatamente superior al agotamiento, que no sé cómo se llama pero que existe porque yo también lo estoy sufriendo. Necesitamos unas vacaciones. Va a ser muy divertido el lunes.
Buenas noches desde Washington DC

17 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York y Washington, día 9)

Desperté como una reina a las siete y media de la mañana. Estos últimos días nos lo vamos a tomar con más calma.
Bajamos a desayunar sobre las nueve. En el comedor no había rastro de españoles, sólo americanos grandes, de los de verdad, un par de japoneses y una familia de suecos o noruegos (no soy capaz de distinguir un idioma de otro). Había bacon, patatas fritas, tortillas de queso, dos máquinas para hacer gofres con sirope y otras porquerías varias. Los americanos se estaban poniendo hasta las cejas. Todo en recipientes de cartón con cubiertos de plástico. Los de Duralex aquí lo tendrían crudo.
Salimos sobre las diez en dirección al National Portrait Museum, a unos cinco minutos de distancia. Allí tomamos el bus turístico. Compramos en el hotel un billete para dos días. Las distancias son tan enormes que ésta es la mejor manera de visitarlo todo. Sin rastro de españoles.
La ruta comenzó en el Ford’s Theater, donde se cargaron a Lincoln. Había cola de estudiantes para entrar.
Pasamos por la central de FBI, los Archivos de los Estados Unidos y, finalmente, el Capitolio. Estaban comentando que Eva Longoria andaba por allí. Acabo de mirarlo en internet y es cierto. Fue a defender a los campesinos inmigrantes que trabajan en los campos norteamericanos.
Subimos de nuevo a un autobús turístico. Esta vez nos tocó un conductor de mal humor que casi nos mata. Pasamos por varias zonas de árboles con ramas bajas. Teníamos que agachar la cabeza para evitar ser guillotinadas.
Circulamos por el costado del The Mall, ese terreno rectangular cubierto de césped y agua en cuyo extremo oeste se encuentra el Lincoln Memorial, en el este el Capitolio y en el centro el obelisco del Washington Monument. Pasamos por varios de los museos Smithsonian. Mañana, si nos da tiempo, visitaremos el Museo del Aire y el Espacio. Tienen una pila de ellos en esa zona: Museo American Indian, Museo de Arte Africano, Museo de Historia Natural, Museo de Historia Americana, Galería Nacional de Arte, y no sigo para no aburriros.
Pasamos por el Thomas Jefferson Memorialy el Franklin D. Roosevelt Memorial. Nos bajamos junto al Lincoln Memorial. Lo primero que hicimos fue acercarnos al impactante Korean War Veterans Memorial. Representa a unos soldados saliendo de una zona boscosa. Hay ramos de flores y fotos de los soldados por todas partes.
En ese momento sobrevoló la zona un helicóptero de la fuerza aérea americana. Más de película imposible.
Subimos al Lincoln Memorial, la estatua gigantesca de Abraham Lincoln sentado. Es alucinante.
Una losa en el suelo recuerda el discurso pronunciado por Martin Luther King en 1963. “I have a dream”. Forrest Gump se paseaba vestido de militar.
El lago que ocupa la parte del Mall más cercana al monumento a Lincoln estaba vacío. Andaban por allí con unas excavadoras arreglando el terreno.
Nos encontramos por los alrededores con el peor enemigo del oso Yogui y le sacamos una foto para la posteridad.
Volvimos a subir al autobús turístico que nos llevó hasta la Casa Blanca. Nos sacamos una foto delante de la fachada del despacho oval, que tenía la luz encendida en ese momento. Obama estaba en casa, o las limpiadoras sacándole brillo a los muebles.
Una chica recién salida de su ceremonia de graduación, toga bajo el brazo, se sacaba fotos con la Casa Blanca de fondo. Hemos visto estos días varios estudiantes con sus togas y birretes.
Caminamos hasta el elegantísimo hotel Willard para tomar de nuevo el autobús. Destino: Georgetown. Es un barrio con casitas de ladrillo de una o dos plantas, zonas con árboles y el campus de la Universidad de Georgetown. Comimos por allí y nos dedicamos a pasear. He de confesar que también fuimos de compras.
Encontramos un restaurante etíope. ¿En qué consistirá el menú, agua de pozo y torta de maíz?
Cake, ¿es ésta la taza que quieres que te compre?
A las cinco y media volvimos a subir al autobús y pasamos por Embassy Row, que es la zona donde están las embajadas. La nuestra no es muy grande. Ocupa una casa de ladrillo restaurada, de manera que la fachada permanece sin tocar pero le han añadido más pisos fabricados con una estructura de cristal y metal. Un horror.
La conductora del autobús era una loca al volante. Tenía prisa, mucha prisa. En dos ocasiones estuvimos a punto de ser asesinadas por ramas de árbol. Empezó a llover con alegría, así que tuvimos que abandonar el piso superior del autobús y guarecernos en la planta baja. El agua bajaba por las escaleras como un río.
Llegamos a nuestro punto de partida de esta mañana, junto al National Portrait Museum. Llovía con menos intensidad. Como no había mucho que hacer, nos acercamos a Macy’s, los grandes almacenes. Por fin encontré unos Levi’s a un precio increíble y de un modelo aceptable.
Cenamos en la calle 7, en un restaurante tan típico de película que en la mesa de al lado estaban sentados tres agentes del FBI con sus pistolas, sus placas y sus esposas. Estuve a punto de levantarme para sacarme una foto con ellos. A tiempo me llegó el sentido común y me detuve.
Caminamos de vuelta al hotel y nos tumbamos en nuestras respectivas enormes camas a jugar con su iPad Patricia y a escribir esta crónica yo.
En este momento hay una tormenta eléctrica tremenda. Espero que tengamos pararrayos. Acaba de sonar un trueno como una bomba.
Buenas noches desde Washington DC.

16 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York y Washington, día 8)

Ayer antes de acostarme no tenía ni voz ni tenía nada. Hoy me levanté a las seis y media y ya podía hablar un poco mejor.
Bajamos a desayunar a las nueve tranquilamente.
Subimos a cerrar las maletas y nos fuimos a Penn Station en un taxi con un conductor con cara de catador de vinagre. Debió de creer que íbamos al aeropuerto cuando subimos y se encontró con el chasco de que nuestro destino era sólo unas manzanas más abajo.
Una vez en la estación, buscamos las taquillas y sacamos los billetes. Nos pidieron el pasaporte como si fuéramos a viajar en avión.
Nos sentamos en el suelo a esperar la hora de nuestro tren. Estuvimos jugando con nuestros respectivos iPads gracias al wifi de la estación.
A las once y treinta y cinco salimos con rumbo a Washington en un tren amplísimo con enchufes. Eramos las únicas extranjeras en el vagón. Primer contacto con la auténtica América.
Me ha dado pena dejar Nueva York. Ha sido un agradable descubrimiento. Es una ciudad limpia, segura y amable. No me hubiera importado quedarme seis o siete meses más.



A la una pasamos por Filadelfia. Luego por Wilmington (Delaware), y Baltimore, ¡oh, yeah! El paisaje por el camino era bastante frondoso. Lástima que no tengamos diez o doce días más para visitar los pueblos de los alrededores.
Vimos muchas casas construidas en madera, de esas que cuando viene un tornado se las lleva por delante junto con las vacas y los coches. Mucha bandera americana colgando de las fachadas.
A la una y media fui a explorar por el tren en busca de algo para comer. Muchos iPads por el camino. Encontré el vagón restaurante. Servían pizzas, perritos calientes y hamburguesas con queso almacenadas en cajas. Me incliné por un par de sándwiches de pavo y queso, por si acaso. Volví a nuestro vagón y comimos.
A las tres y diez llegamos a Washington. Union Station, construida en estilo beaux arts, es monumental. Al salir a la calle tuvimos que hacer cola un rato para tomar un taxi con destino a nuestro hotel. Cuán diferente el paisaje. Ni rastro de rascacielos. Sólo grandes avenidas con edificios bajos.
Nos tocó otro taxista avinagrado. No le gustó la propina que le dimos, así que se bajó del taxi, nos dijo que no estaba contento y nos dejó allí con el maletero abierto, metiéndose en el hotel no sé para qué. Sacamos las maletas del maletero por nuestros propios medios y entramos a registrarnos. Estupendo hotel de estilo americano con unos pasillos larguísimos y anchísimos. Una habitación con dos camas enormes y microondas. Para rematar, en recepción nos invitaron a limonada con galletas. Galletas caseras de 10 cm de diámetro.
La cisterna del cuarto de baño es como la del hotel de Nueva York. Cuando tiras, succiona como las de los aviones y los trenes. Las expresiones “se ha caído por el agujero” o “se lo ha tragado el váter” deben ser traducciones del inglés. Estoy segura de que si tiras de la cisterna mientras estás sentado, la succión te hará desaparecer por el agujero. Patricia tiene prohibido hacer una prueba empírica al respecto.
Deshicimos el equipaje y salimos a dar una vuelta por los alrededores. A poca distancia se encuentra Chinatown, pero no un Chinatown chino cochino como el de Nueva York. Este tiene cierto estilo, tranquilo y limpio. Starbucks y MacDonalds tenían sus carteles escritos en inglés y en chino.
Dejamos Chinatown a nuestra izquierda y caminamos por la calle 7. Aquí las calles tienen nombres o números. Sólo unas cuantas avenidas tienen derecho a un nombre como es debido, como el caso de Pennsylvania Avenue, que es donde vive el negro que manda.
Estuvimos en la Cop Shop (tienda para policías) donde vendían todo tipo de curiosos artefactos relativos a la profesión policial. Llevo desde que llegué intentando adquirir una navaja para sustituir a la requisada hace unos días. No hay manera. Aquí la gente no se apuñala. Pensé que en esta tienda algo tendrían. No me va a quedar más remedio que buscar una armería.
Un Porsche descapotable conducido por un negro con tres rubias llevaba la música a todo volumen. En España hubiera sido música chundachunda. Aquí sonaba Frank Sinatra.
Durante todo el paseo sólo encontramos a una pareja de turistas japoneses. El resto de los viandantes eran americanos 100%. Ahora estamos conociendo la América verdadera.
Entramos en una tienda donde Patricia volvió a comprar. Al ir a pagar con la Visa, la dependienta le pidió un documento de identidad. Sacó su DNI. A la dependienta se le iluminó la cara al ver que vive en Sevilla. Ella había pasado cuatro meses en el barrio de Triana en su época de estudiante.
En otra tienda tuvimos la oportunidad de ver un curioso espécimen de dependienta.
Para cenar nos decidimos por unos sándwiches de langosta. Hace unos días vimos en televisión un reportaje sobre el dueño de Luke’s, un chico que decidió abrir este negocio al ver que sus amigos iban perdiendo sus trabajos en Nueva York por culpa de la crisis económica. El sándwich estaba delicioso, absolutamente delicioso.
Volvimos al hotel temprano y ahora estamos disfrutando de nuestras enormes camas.
Buenas noches desde Washington.

15 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York, día 7)

Cinco de la mañana. Despierto. Seis y media de la mañana. Despierto. Mi yo interior y mi yo de fuera mantienen una lucha a brazo partido y me tienen hecha polvo. Entre eso y el catarro de garganta, me levanté hecha unos zorros. Patricia no me hizo ni puñetero caso y se quedó durmiendo hasta las siete y media. Yo estuve jugando con mi iPad mientras tanto.
Bajamos a desayunar a las ocho y media. Estaba el comedor a rebosar de españoles.
Salimos a la calle a las nueve. La entrada del hotel parecía la puerta de El Corte Inglés de Preciados. Todos españoles por los alrededores.
Tomamos el metro hasta Brooklyn, y atravesamos el puente a pie hacia Manhattan.
Aprovecho el momento para explicaros por qué Manhattan se llama Manhattan. Un holandés muy listo que se llamaba Peter Minnewit les compró a los indios una isla llamada Mana-ha-ta con baratijas por valor de unos 24 dólares. Esa es toda la historia.
El puente está en obras. Ahora están trabajando en la mitad más cercana a Brooklyn. El paso peatonal y de bicicletas está situado sobre el de vehículos, con el suelo de madera.
Spiderman nos observaba subido a uno de los cables de acero.
Al llegar a Manhattan nos sentamos un momento a descansar en una placita y tomamos el metro hasta Grand Central Station. En una de las estaciones subió un pandillero negro con un brazo y la nariz ensangrentados. Se sentó enfrente de nosotras. Lo que más parecía preocuparle es que habían caído gotas de sangre en sus zapatillas de deporte moradas.
Bajamos en Grand Central Station y caminamos por la calle 42 hasta los edificios de la ONU. Pasamos por el edificio del Daily News. En el interior, Clark Kent correteaba detrás de Lois Lane.
El edificio alto de las Naciones Unidas está en obras. Lo han dejado en el esqueleto de la mitad hacia abajo. Nos acercamos a sacarnos fotos con la escultura de la pistola con el cañón hecho un nudo, regalo de Luxemburgo a la institución.
Al desandar el camino andado, paramos en el Chrysler Building, otro de mis edificios favoritos. El dueño de la marca de coches lo mandó construir en los años 20. La aguja art decó representa el radiador de un choche. Sólo se puede visitar el vestíbulo.
Tomamos el metro de nuevo en Grand Central Station y fuimos hasta Times Square. Entramos en varias tiendas de aparatejos en busca del encargo extraño de este viaje. Tengo que comprar un telémetro. En una de las tiendas me preguntaron si era para jugar al golf. No, es para matar a distancia. La persona que me ha hecho el encargo no es violenta, es que le gusta ir de cacería. Bueno, una vez quiso matar a su jefe y se tuvo que conformar con darle un puñetazo a la pared, rompiéndose la mano. Pero eso no se lo tenemos en cuenta porque, ¿quién no ha querido matar a su jefe alguna vez?
Subimos un momento al hotel y buscamos en internet algún sitio en los alrededores donde sirvieran la tarta de queso que ayer no pudimos probar. Como dice Patricia, fuimos hasta Sebastopol en su busca y resulta que a unos metros del hotel existe un restaurante típico americano donde la especialidad es esa tarta. Allá fuimos a comer, detrás del Paramount. Es el sitio donde las fans de Frank Sinatra en blanco y negro lloraban y gritaban cuando entraba a actuar el cantante. Ahora el local está ocupado por el Hard Rock Café.
Volviendo a la comida, estos días casi siempre estamos compartiendo plato, porque sirven unas raciones brutales. Hoy se nos fue un poco la olla y pedimos uno cada una con la intención de compartir los dos. Lo de la izquierda es medio sándwich de pastrami, típico neoyorquino. Lo de la derecha es un bagel con salmón y queso de untar. Es típico judío. Comimos con música de crooners de fondo. Frank Sinatra, Dean Martin, Harry Connick Jr. Un crío sentado con sus padres comió un perrito caliente de un tamaño descomunal acompañado de patatas fritas.
Al salir de comer nos dirigimos hacia la Quinta Avenida cruzando por la calle 44, donde están el New York Yacht Club, el Harvard Club of New York y el Hotel Algonquin. Aquí era donde Dorothy Parker y su círculo vicioso celebraban sus tertulias.
Estuvimos viendo los escaparates de las tiendas caras de la Quinta Avenida. Cartier ocupa un edificio entero en una esquina.
Entramos en la iglesia de Santo Tomás, de estilo gótico francés. Es de principios del siglo XX. También le hacen falta 300 años para alcanzar el nivel de grandeza, ya que apunta maneras. El retablo profusamente esculpido es alucinante, lo mismo que las vidrieras laterales.
Empezó a llover cuando llegábamos al MOMA (Museo de Arte Moderno). Cierra los martes, pero lo que a nosotras nos interesaba realmente era la tienda del museo, cargada de objetos originales e interesantes.
Al salir de allí, fuimos andando hasta Bloomingdale’s, unos grandes almacenes elegantísimos en la tercera avenida. Allí fue donde Patricia pasó a ser un caso irrecuperable. Nos abordó una dependienta negra y nos llevó a la zona de cosmética, donde otra dependienta la sentó en una silla y le hizo un lavado de cara con productos de la casa Borghese.
Bloomingdale’s es la tienda que da esas bolsas marrones de papel tan curiosas.
Salimos de la tienda sobre las seis de la tarde. Tomamos el metro hacia Times Square y nos acercamos a Junior’s, el restaurante de esta mañana, a comprar la tarta de queso que no nos cupo en el cuerpo después del sándwich de pastrami y el bagel de salmón.
Nos pararon en un semáforo dos canis de Cádiz preguntando dónde podían encontrar un centro comercial, que acababan de llegar y no sabían a dónde ir. Yo es que alucino con la gente. Salen por el mundo a lo loco.
Patricia cumplió su último capricho neoyorquino. Eso que se ve en la foto es ella paseando en pijama junto a Times Square.
Nos comimos la deliciosa tarta de queso con frambuesas y empezamos a preparar el equipaje. El mío fue cosa de minutos, porque vine con la maleta casi vacía y no he comprado prácticamente nada. Lo de Patricia ya es otra cosa. Sudaba intentando colocarlo todo dentro de su maleta. ¡Lo que ha comprado esta mujer! Ya lo digo, la voy a devolver irrecuperable.
Ya no nos queda nada por visitar y hemos visto casi de todo. Nos ha faltado ver un coche de policía con dos policías dentro comiendo donuts y una persecución policial con o sin tiroteo. Estuvimos tentando a la suerte en Harlem pero no se dio la ocasión. Lástima.
Hemos visto jovencitas comprando los trajes para su fiesta de graduación, mendigos como los que salen en las películas pero sin carro de la compra, una señora con un gorro de ducha en la cabeza para protegerse de la lluvia, yuppies de Wall Street, gente de todas las razas, colores de pelo y peinados.
Buenas noches desde Nueva York.

14 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York, día 6)

Parece que ya tengo medio engañado a mi yo interior. Hoy me dejó dormir hasta las cinco y después hasta las siete y cuarto. Amaneció un poco nublado, pero con perspectivas de mejorar durante el día, como así fue.
Me levanté con la garganta un poco áspera. Catarro a la vista. Es que ayer cogí un poco de aire en las alturas.
Mientras Patricia se duchaba, me hice la manicura, sin chinos de por medio.
Desayunamos como todos los días, pero esta vez al lado de dos madrileños que venían a una reunión de negocios. Idiotas perdidos.
A las nueve y media salimos a la calle con destino al Apple Store de la Quinta Avenida y un ataque de nervios. Me recibió una chica negra en la puerta, encantadora, amabilísima, pero sin iPads. Me dijo que lo intentara a lo largo de la mañana, que la pista para saber que habían llegado sería una cola fuera de lo normal en las cajas.
Todas las tiendas abren a las diez de la mañana, excepto el Apple Store, que está abierto las 24 horas, pero sin iPads.
Fuimos hacia Tiffany’s, a unos metros de distancia. Holly Golightly desayunaba un croissant y un café con leche mientras observaba el escaparate con detenimiento a través de sus oscuras gafas de sol.
Patricia quiso emular la famosa imagen de Audrey Hepburn, así que fuimos cargando desde el hotel con un vaso de cartón con un croissant dentro para sacarse la foto de rigor. No éramos las únicas. Unas cuantas chicas desayunaban bocadillos envueltos en papel de aluminio justo a nuestro lado. Muy poco estilo.
Aún estaba cerrada la tienda, así que anduvimos hasta la Nike Store, que visitamos tan pronto abrió. De allí volvimos a Tiffany’s. Entramos, ¿cómo no íbamos a entrar? Vimos el mismo brillante que llevaba la chica que ayer se estaba haciendo la manicura cerca del Flatiron Building. Ningún objeto tenía el precio puesto. Es de mal gusto.
Salimos cabizbajas, tan pobres como entramos. Para levantarnos la moral entramos en FAO Schwarz, la famosa juguetería, detrás del Apple Store, al cual me asomé. Ni rastro de los iPads. Lo primero que hicimos fue buscar el piano en el suelo. Allí estaba Tom Hanks tocándolo como un loco. Nosotras también, pero nos obligaron a quitarnos los zapatos.
Había peluches con forma de poni, de jirafa, de perro gigante. Indiana Jones, la Estatua de la Libertad y Jack Sparrow hechos con piezas de lego a tamaño natural. Mentira, la estatua de la libertad estaba hecha a tamaño humano. Caramelos y gominolas de todas clases. Citratos rojos gigantes. Una sección dedicada a Harry Potter, con el uniforme del colegio, el gorro de jugar a quidditch, el sombrero seleccionador. Un futbolín de Barbie. Verídico, los futbolistas eran Barbies de verdad. Marionetas de los teleñecos customizadas. Nos sacamos fotos con todo, absolutamente todo.
Nueva visita al Apple Store. Me atendió un chico blanco no tan optimista como la chica negra de hacía un rato. No tenía muy claro si los iPads iban a llegar hoy. Acababa de atender a dos españoles que se marchaban hoy mismo. Pobres, sin iPad.
El sur de Central Park está enfrente de todos los sitios que acabo de mencionar. Como parecía que no iba a llover, decidimos hacer la visita al parque. Lo primero que vimos al entrar fue una ardilla con la cabeza metida en una bolsa de papel, sacando un muffin de dentro. Aquí a las magdalenas las llaman muffins, pero son mucho más grandes. Metes una en la boca y te absorbe los jugos gástricos. Hay que tener mucho cuidado de no fallecer durante la ingestión. El riesgo se corre con gusto porque están deliciosas. A la ardilla le dio igual que estuviéramos diez personas sacándonos fotos con ella, como si fuera una artista de cine.
Caminamos en dirección norte, buscando la fuente Bethesda y el Bow Bridge, que salen en muchas películas ambientadas en Nueva York.
Había muchas niñeras paseando a críos pequeños, y un grupo de diminutos que apenas andaban formando parte de un campamento de verano en Central Park. Las madres los deben de soltar en el parque por las mañanas al cuidado de unos chicos que no me merecían mucha confianza.
Unos metros después llegamos a Strawberry Fields, una zona con vegetación de muchos sitios y fresas, donado por Yoko Ono en homenaje a su marido porque a poca distancia lo mataron. La Yoko lo mandó a comprar el pan y un loco le pegó un tiro en la puerta de casa. Vivían en el Edificio Dakota, donde se rodó La Semilla del Diablo. Cierto que el edificio tiene un aspecto ligeramente siniestro. Los inquilinos son muy especiales. Hace poco, Antonio Banderas intentó comprar un apartamento y la junta de vecinos lo vetó.
Salimos del parque a la altura del Dakota. Seguir andando más al norte es como firmar tu sentencia de muerte.
Anduvimos varias manzanas hasta el Lincoln Center, un grupo de edificios que contienen la Metropolitan Opera House, el Lincoln Center for the Performing Arts y una concha para conciertos al aire libre.
Tomamos el metro hacia el Soho. Ya que no había iPads en la tienda de la Quinta Avenida, decidí dejarme de rollos e ir a una tienda como Dios manda a comprarlo.
Comimos en un restaurante muy agradable frente a la parada del metro.
Fuimos al Apple Store de la calle Prince, y allí me hice con mi tesoro. Mío, sólo mío. Unos chicos muy amables nos atendieron. Nos llevaron a la primera planta y allí probamos que todo iba bien. ¡Mi tesoro! Salí del Apple Store con mi iPad debajo del brazo, dispuesta a comerme el mundo. Ya puedo morir tranquila.
Estuvimos recorriendo todas las tiendas de la zona, de ambiente modernillo. Compramos, compramos, compramos.
Entramos en una tienda de ultramarinos enorme, que se llama Dean & DeLuca, donde puedes comprar a ritmo de jazz cualquier delicatesen que se te pueda ocurrir.
Se nos antojó tarta de queso como las que se comen en las películas, así que cogimos el metro hasta la calle 23 y anduvimos un rato largo por el barrio de Chelsea hasta el Empire Diner, uno de esos restaurantes de aluminio que salen en las películas de los años cincuenta. Sorpresa desagradable. Lo han reconvertido en restaurante con pretensiones. No tenían batidos de vainilla ni tartas ni nada que nos apeteciera en aquel momento. Volvimos sobre nuestros pasos, nos arrastramos hasta la boca de metro más próxima y volvimos al hotel como pudimos, haciendo una parada para comprar la cena. Nos tiramos en la cama a recuperar la posición correcta de nuestros riñones, nos pusimos el bañador y bajamos a la piscina en el bar, a la sauna y al baño turco. Un poco mejor, subimos, cenamos y me voy a la cama ya, ya, ya, sin ni siquiera sacar el iPad de su caja. No puedo con mi cuerpo.
Buenas noches desde Nueva York.

13 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York, día 5)

A las cuatro y veinte desperté muy preocupada con el asunto de la reja de la catedral de Valladolid. ¿Quién fue el capullo que se la vendió a Hearst? ¿A quién hay que matar en Valladolid? Hay que estar como una cabra para traerse desde España semejante artefacto, porque mira que es grande la reja. No, Hearst no estaba muy bien. Por algo sus últimas palabras fueron para un patinete.
Otra cosa que se trajo de Europa fue un relicario de un santo con hueso dentro, procedente de una iglesia en la Toscana. Está expuesto en el Metropolitan sin ningún tipo de reverencia.
Todos estos pensamientos me mantuvieron despierta un buen rato, hasta que me quedé dormida de nuevo. Desperté a las seis y media y me levanté, nos levantamos.
Desayunamos con cierta prisa y salimos pitando hacia Harlem, para asistir a una misa góspel en la Abyssinian Baptist Church. Tomamos el metro en Times Square hasta la calle 135. El público que iba en el vagón daba que pensar.
Llegamos a Harlem a las nueve y diez. Varios negros enchaquetados nos indicaron que teníamos que dar la vuelta a la manzana y situarnos en una cola para poder asistir al servicio de las once de la mañana. Eso hicimos, y allí estuvimos dos horas y media. No se nos hicieron largas porque pudimos disfrutar de la fauna autóctona que pasaba por allí. Certifico que los negros que salen en las películas son de verdad. Pasaban señoras negras con sus mejores galas. Vimos a una anciana arrugada sacada directamente de una película. Patricia dice que se parece a ET. Un par de negros venían cada veinte minutos a echarnos una bronca y a obligarnos a estar contra una pared en filas de dos en dos. Uno de ellos era un post-adolescente-gordito- nerd que disfrutaba con la situación.
Me dieron recuerdos para ti, Raúl.
Patricia y yo éramos los turistas 91 y 92 de la cola. A las doce menos cuarto estábamos ya a punto de entrar cuando vino el negro-gordito-nerd y nos dijo que lo sentía mucho pero que ya no cabía nadie más porque era un día especial y había muchos fieles dentro. Me salió del alma: “Me voy a cagar en su puta madre”. Ninguno de los negros enchaquetados nos dijo que podría pasar lo que pasó. Se nos quedó a todos cara de idiotas. Suerte que la Guardia Civil me quitó la navaja en el aeropuerto la semana pasada, que si no lo mato allí mismo.
Patricia y yo salimos de allí zumbando camino del metro. Sólo nos faltaba que apareciera un coche negro cargado de negros y nos pegaran un tiro.
Bajamos hasta la calle 14 y entramos en otro mundo: Greenwich Village. Aquello no es Nueva York. Callecitas con casas de tres plantas, arbolitos, poco tráfico, gente sin prisa. ¿A quién nos encontramos en la calle Christopher? Al mismísimo Mark Vanderloo y señora. Todavía me tiemblan las piernas de la emoción. Nos pasaron por delante y entraron en la tienda de la foto. Patricia y yo los seguimos con la menor discreción posible y les sacamos quinientas fotos. Está un poco avejentado, pero sigue conservando todo su atractivo.
Entramos en un agradable restaurante a tomar el brunch. Brunch es la unión de las palabras “breakfast” y “lunch” (desayuno y comida). Los sábados y domingos la gente sale a comer temprano, haciendo las dos cosas en una. Tengo que confesar que nosotras hicimos trampa, porque desayunamos. Comí unos huevos benedictine con salmón y salsa holandesa absolutamente deliciosos.
Greenwich Village es, entre otras cosas, el barrio gay de Nueva York. En el restaurante había un par de grupos de hombres homosexuales. Una pareja en la mesa junto a la nuestra tenía edad como para haber fundado el barrio.
Al salir de comer dimos una vuelta por la zona. Buscamos la casa de la serie Friends y nos sacamos varias fotos.
Metro de nuevo hasta la calle 28 para visitar el Flatiron District. Al salir a la superficie nos vimos sorprendidas por un tremendo ambientazo. En Madison Square se estaba celebrando una fiesta patrocinada por una casa de productos de barbacoa de Texas. Todo el mundo estaba tirado en la hierba comiendo y escuchando la música que tocaba un grupo en un escenario.
Uno de mis tres edificios favoritos de Nueva York se encuentra en ese lugar, el Flatiron Building. Cuando se terminó de construir en 1903, era el más alto del mundo. Dicen que, debido a su curiosa forma rectangular, se provocan corrientes de aire en la esquina. Los caballeros de la época solían apostarse en las inmediaciones para ver cómo se levantaban las faldas de las señoras al pasar.
Paseamos por la zona para ver los edificios con porche y rejas de hierro que rodean Gramercy Park, una plaza ajardinada sólo accesible a los residentes.
Patricia ha venido a Nueva York dispuesta a experimentar cosas que ve en las películas. Una de ellas era hacerse la manicura y pedicura en un local especializado. Hoy encontramos uno que parecía salido de un episodio de Sexo en Nueva York . Entramos a cumplir su sueño. Yo me negué a pasar por aquello, así que me senté a observar la maniobra. Todas las empleadas eran orientales. Tenían también a un chino pintando uñas con pincel. El chino, vestido de rosa, ponía tanto interés como si estuviera pintando un jarrón chino. La clientela era de lo más variada. Estábamos nosotras, una ultrapija con un anillo con un diamante inmenso, una pareja de novios haciéndose la manicura, un señor grandísimo haciéndose la pedicura y un chico que se depiló las cejas. No eran gays, es que son de Nueva York.
Cuando terminaron de pintarle las uñas a Patricia, la sentaron a una mesa y pulsaron un botón. Se puso en marcha un mecanismo de ventilación para secarle el esmalte de las uñas y los pies. Simultáneamente, una oriental practicaba un masaje en los hombros de Patricia. O yo soy muy de pueblo o todo aquello era el colmo de la sofisticación.
Una vez cumplido el sueño de Patricia, subimos caminando por la Quinta Avenida en dirección al hotel. A mitad de camino nos encontramos con el Empire State. Como el tiempo estaba mejor que ayer y se veía todo el edificio, hasta la punta de la antena, decidimos subir. Nos encantó. Nos llevaron en ascensor hasta la planta 80 y subimos andando hasta la 86 para evitar la cola del segundo ascensor. Impresionantes vistas, simplemente impresionantes.
Cary Grant miraba impaciente el reloj, esperando la llegada de Deborah Kerr.
Tras disfrutar del panorama volvimos a bajar seis pisos andando hasta el 80. Desde allí bajamos en un ascensor que iba tan rápido que los números de la pantalla descendían de diez en diez. Se nos taponaron los oídos. Al ir llegando a la planta baja se produjo un suave frenazo que causaba una sensación extraña en el estómago.
Seguimos caminando por la Quinta Avenida y a la altura de la calle 45 nos acercamos al hotel a descansar media hora. Salimos de nuevo y bajamos hasta el Radio City Music Hall, desde donde accedimos otra vez a la Quinta Avenida.
Entramos en la catedral de San Patricio, que es enorme y muy bonita, pero que necesita trescientos años más para llegar a la categoría de impresionante. En la pequeña tienda de la catedral nos atendió un chico que hablaba muy bien español. Reproduzco el diálogo de besugos que mantuvimos:
- Dependiente: Me encanta su acento. ¿Españolas?
- Patricia y yo: Sí.
- Dependiente: Mi novela favorita es española; la mejor novela del mundo.
- Patricia y yo: ¿Cuál?
- Dependiente: ¿No saben cuál es la mejor novela del mundo en español?
- Patricia y yo: ¡El Quijote!
- Dependiente: Noooooo, Amor en tiempos revueltos. La ponen por las tardes aquí.
- Patricia y yo: ¡Ahhhhhh!

Salimos de allí muertas de la risa.
Seguimos bajando por la Quinta Avenida. Chanel, Cartier, Versace, Louis Vuitton, Harry Winston, Salvatore Ferragamo. No faltaba ninguno. Todas las tiendas exclusivas están en ese tramo de la calle, hasta llegar al Central Park. Antes, Rockefeller Center. Como no hace frío, no está la famosa pista de hielo que sale en todas las fotos de Navidad en Nueva York. Lo sustituyen por una terraza con cafeterías. Se ve más pequeña en vivo y en directo.
Al llegar a la altura de Central Park ya tenía el corazón disparado, porque sabía que me iba a encontrar enseguida con el cubo de cristal de Apple. El templo de la sabiduría, la catedral de la tecnología estaba allí, y yo dentro. Agarré del cuello al primer dependiente que encontré. Muy guapo y simpático, por cierto. “Quiero un iPad”, le dije. Porque yo no he venido a Nueva York a ver la Estatua de la Libertad y a subirme en el Empire State. Yo he venido a comprarme un iPad en el cubo de cristal del Apple. Lo demás es secundario. “No nos quedan”, me dijo. Allí mismo estuve a punto de cometer un Applecidio. “He venido expresamente desde España a comprármelo”, le dije. “Lo sé”, contestó. “El camión de reparto viene todos los días por la mañana y a las pocas horas desaparecen. Tienes que venir mañana sobre las diez”. Así que mañana sobre las diez este cuerpo humano va a estar allí a comprarse su iPad.
Salimos y ya había oscurecido, y hacía hambre, así que buscamos un Deli para comprar la cena. Las tiendas de ultramarinos se llaman “Deli”. Son esas que salen en las películas, que entra un individuo con una media de señora en la cabeza y un arma en la mano. El individuo apunta al propietario del Deli, que es coreano y tiene un rifle debajo del mostrador. Se produce un baño de sangre y de la trastienda sale la viuda del coreano, que no habla inglés y no hace más que dar gritos y hablar en coreano a los policías que vienen a resolver el caso.
En la zona de Manhattan donde estamos son un poco más sofisticados que los de las películas, pero es más o menos la idea.
Volvimos al hotel y cenamos. Patricia ya duerme desde hace rato. ¡La tía! No sé cómo lo hace. Pone la cabeza en la almohada y ya está muerta. Esta se toma algo, seguro.
Está empeñada en que salgamos a la calle en pijama como prueba empírica de que aquí nada importa. Hoy vimos a una chica paseando a su perro en un cochecito y nadie la miraba excepto nosotras.
Eso es todo por hoy. Voy a ver si se me contagia algo de Patricia.
Buenas noches desde Nueva York.