26 sept 2013

Una cateta en Canadá (Día 5)

03:55 hrs. Poco a poco voy adaptándome al horario. El último día en Canadá seguro que ya me habré adaptado totalmente.
A las cinco desperté por segunda vez y ya no pude volver a dormir, pero me obligué a estar en la cama con los ojos cerrados hasta las seis menos cuarto, a ver si servía de algo.
Me arreglé y le dediqué una hora a WISTA. Cerré la maleta, pagué la habitación y me fui caminando hasta Union Station, sorteando por el camino a las hormigas que se dirigían al trabajo ordenadamente, sin empujar. 9ºC y un sol brillante. ¡Qué suerte estoy teniendo con el tiempo!
En la cola para acceder al andén nos pesaron las maletas como si fueran a meterlas en un avión. En una cola paralela observé a dos chicas Amish. Pero, ¿estos no tenían que viajar en coche de caballos?
A las 09:25 en punto salió el tren. No era tan elegante como el AVE pero estaba bastante bien. Tenían servicio wifi y enchufe para el ordenador.
Los paisajes por el camino fueron espectaculares. Circulamos por la orilla del lago Ontario, atravesamos bosques de arces cuyas hojas eran de colores que iban del verde al rojo y al amarillo. También pasamos por una fábrica de cemento. No podía ser todo perfecto.
El viaje se me hizo corto gracias a la conexión a internet y al precioso paisaje. Llegamos a Montreal a las 14:15, unos diez minutos antes de la hora prevista. Tan pronto bajé del tren fui consciente de la diferencia entre Ontario y Quebec. Todo el mundo hablaba francés, los coches hacían más ruido por la calle y algunos incluso tocaban el claxon.
Cada vez que digo “Montreal” me sale automáticamente “76”. No puedo evitarlo. Las Olimpiadas de Montreal 76 son las primeras que recuerdo con claridad y se me ha quedado esa coletilla pegada al nombre de la ciudad.
A cinco minutos andando por el Boulevard René-Lévesque estaba mi hotel. Hice el registro de entrada pero no pude subir a la habitación porque aún no la tenían lista. Dejé el equipaje en recepción y salí buscar un lugar donde comer para evitar un desmayo. A nivel del suelo no encontré ningún sitio que me gustara, así que busqué un acceso a la ciudad subterránea. Como en invierno hace un frío tremendo, han construido poco a poco otro Montreal bajo tierra. Es una red de pasajes de unos 30 kms que cuenta con tiendas, restaurantes, hoteles y teatros. Se dice que puedes vivir bajo tierra sin necesidad de salir a la superficie para nada.
Localicé un sitio donde me dieron de comer algo de lechuga con pollo, una ensalada de pasta y otra de frutas que contenía trozos de melón duros como piedras. Si probaran nuestros melones seguramente morirían de la impresión.
No sé qué le echaron a la comida que me dio un subidón turístico y me puse a caminar y a ver cosas como una loca. Tanto que creo que he visto la mitad de lo que tenía que ver en una sola tarde.
Empecé por la catedral católica Marie-Reine-du-Monde (No hace falta que traduzca, ¿verdad?) Por fuera es un edificio neoclásico con un montón de santos subidos en el tejado. Por dentro es una imitación de San Pedro, con las columnas de Bernini incluidas.
Por las calles hay una curiosa mezcla de edificios de piedra de principios del siglo XX, grandes bloques modernos de cristal y pequeñas iglesias con jardines. Un ejemplo del contraste es la catedral anglicana Christ Church, situada justo delante de un rascacielos enorme.
Entré en la oficina de turismo a coger un plano de la ciudad. Me pilló por banda una señora que me explicó de cabo a rabo lo que tenía que hacer estos días desde la mañana a la noche. O yo ya no hablo francés o aquí pronuncian raro porque a mitad de la conversación le tuve que pedir que pasáramos al inglés porque no me enteraba de la mitad de lo que me estaba diciendo.
Salí de allí pertrechada con planos y guías para no perderme por todo Canadá. Subí hasta la rue Sherbrook, donde quedan algunas de las preciosas villas construidas a mitad del siglo XIX por los ricos de la época.
Desde allí accedí al campus de la McGill University, la más antigua de Canadá. ¡Qué ambientazo! Los jardines estaban llenos de jóvenes tirados en la hierba disfrutando de la tarde de sol. De los edificios de piedra salían estudiantes sin parar. Algunos me miraban pensando qué haría esa señora de pelo blanco por allí.
Los terrenos de la universidad están en cuesta, en la falda del parque Mont-Royal. Inicié el ascenso pero sólo llegué hasta la mitad. Preferí dejar la visita al parque para otro momento, por si se me hacía muy tarde allí arriba. Los árboles del camino tenían las hojas rojas, verdes y grises.
Andando andando me planté en el Barrio de los Espectáculos, un enorme complejo donde se encuentra el Museo de Arte Contemporáneo, la sala de conciertos de la Sinfónica de Montreal, una plaza de estilo moderno de cuyo suelo salían chorros de agua, y la sede de un circo que no era el Circo del Sol pero parecido. El Circo del Sol tiene su base aquí en Montreal pero no están en este momento ofreciendo ningún espectáculo.
Volví al hotel dando un paseo. Subí a mi habitación a dejar la maleta y volví a salir a buscar algo para cenar.

En uno de los laterales del hotel me encontré con un callejón como los que salen en las series de policías, donde siempre encuentran un cadáver apoyado en uno de los contenedores de basura o incluso dentro. En el lado opuesto hay un parque de bomberos con unos camiones rojos preciosos. Espero que a nadie se le ocurra prender fuego a su casa en las próximas noches.
Os estoy escribiendo tirada en la cama y me está entrando un dolor de piernas que voy a tener que alquilar una silla de ruedas eléctrica como siga así mañana. Es que he sido muy bruta esta tarde.

Buenas noches desde Montreal.


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