Hoy Angel fue puntual. Apareció por
nuestra habitación inmediatamente después de llamarlo para que nos llevara su
traje para guardar en la maleta comunitaria.
Decidimos ir a desayunar a la estación
de tren Milano Centrale, que ya tuvimos oportunidad de ver por encima a la
llegada.
La estación es un edificio majestuoso,
diseñada originalmente para imitar a la de Washington, pero que posteriormente
se fue haciendo cada vez más grandiosa, siendo impulsado el final de su
construcción por Benito Mussolini.
Hay mogollón de gente entrando y
saliendo todo el rato.
Me fijé que el acceso a los trenes de
alta velocidad está restringido a los viajeros, no como en Nápoles, que aquello
era un cachondeo.
Desayunamos en una de las estupendas
cafeterías a la entrada de la estación. Como me gustó lo de ayer, volví a
repetir chocolate caliente y croissant relleno de crema de pistacho, sólo que
el de hoy sabía a almendra amarga. No es que se hubieran equivocado. Verde era.
Muy rico.
El desayuno nos costó un ojo de la cara,
lo cual nos llevó a reír con el momento de reflexión cateta que tuvo Angel
recordándonos lo que nos hubiera costado media tostada con aceite y tomate,
café y zumo de naranja en el bareto debajo de la oficina.
Enfrente de la puerta principal está el
rascacielos Pirelli o Pirellone, un edificio construido por los de las
ruedas pero que ahora alberga al gobierno regional de la Lombardía. Durante
unos años fue el edificio más alto de la Unión Europea. Contra él se estrelló
un chiflado con una avioneta en 2002.
Angel seguía con el capricho de subirse
a lo alto de algún sitio, así que allá nos fuimos, a hablar con el vigilante
jurado del control de seguridad, que nos dijo que allí no se podía entrar y que
arriba no se podía uno subir alegremente.
No nos quedaba mucho más por hacer en
Milán, así que echamos a andar un poco sin rumbo, yendo por la Via Pisani y
volviendo por el Corso Buenos Aires hacia el hotel. Hay muchas tiendas por esa
zona y muchos edificios con las fachadas bonitas.
Entramos en charcuterías, carnicerías y
un pequeño delicatessen para ver lo que comen los italianos. Pili compró más
pasta y Angel una botella de Aperol, porque le está cogiendo gusto al spritz.
¿Habéis visto alguna vez una pizza de
albóndigas? Aquí la tenéis. Le saqué una foto para compartirla con vosotros. Estaba en el escaparate de una tienda de comestibles.
En el hotel nos sentamos un rato en
nuestro salón particular a tomar algo y a hacernos fotos estúpidas con la
botella de Aperol.
Cuando nos cansamos de estar allí,
arrancamos arrastrando las maletas con destino a la estación de tren, donde
tomamos un autobús que nos llevaría directamente al aeropuerto de Bérgamo por
el módico precio de cinco euros.
No pudimos sentarnos juntos porque iba
lleno, aunque estábamos bastante cerca unos de otros. A mí me tocó al lado de
un sujeto de procedencia desconocida que a mitad de camino sacó una botella de
medio litro de cerveza que tuvo que abrir dando un golpe con el canto de la
chapa en una esquina del asiento. Pretendía ser discreto, pero todos nos dimos
cuenta. Luego empezó a sacar trocitos de jamón cocido de dentro de una bolsa
que llevaba en el suelo. Se me empezaron a remover los jugos gástricos porque
olía que te cagas.
Angel, Pili y yo, por deformación
profesional, íbamos comentando sobre las industrias que pasábamos por la
carretera y las empresas de los camiones que adelantamos.
El sujeto de la cerveza resultó ser
español. Intervino en una conversación sobre la posibilidad de visitar un
centro comercial que hay justo enfrente del aeropuerto. Y yo, tan tonta, que
para poder sentarme le dije “prego” para que me hiciera sitio.
En el aeropuerto, aunque faltaba mucho
para embarcar, nos dejaron facturar la maleta comunitaria, así que entramos en
la zona de pasajeros enseguida.
Yo tuve que dar marcha atrás en el arco
detector porque a la vigilante no le gustó que pasara con el cinturón puesto,
aunque ni siquiera pitó.
Nos sentamos a comer unas porciones de
pizza. La mía era de jamón transparente y calabacín. Hasta la pizza de
aeropuerto estaba rica.
Echamos un vistazo a las tiendas.
Entramos a ver los chocolates Venchi. Angel compró bombones para llevar a su
rubia, junto con un bote de crema de chocolate con aceite de oliva. Yo me
conformé con sostener en la mano una tableta de chocolate de un kilo doscientos
gramos que costaba cincuenta euros.
El y yo defendimos el honor patrio
disputando un reñidísimo partido de futbolín con dos italianas.
Me encantaron los asientos de la
pastelería Cavalleri, con forma de macaron.
Nuestro penúltimo golpe de catetismo fue
plantarnos en la puerta de embarque con la bolsa del Carrefour conteniendo el
picnic.
Se puso a llover a lo bestia mientras
esperábamos a que apareciera nuestro avión. Tuvimos que correr por la pista
como gallinas sin cabeza para no mojarnos. Lo aparcaron justo al lado de la
puerta de embarque, pero sin finger, que sale más caro.
Salimos de Bérgamo casi con una hora de
retraso, que tampoco es mucho tratándose de Ryanair.
Angel y yo nos comimos casi todo el
picnic, porque Pili nunca tiene hambre. La mojama ya olía un poco a muerto,
pero él se la cepilló sin contemplaciones.
En el asiento de delante de Pili viajaba
una guitarra sola. Su dueña estaba varias filas más atrás. No es la primera vez
que veo una maleta viajando con billete en un avión de Ryanair.
Aterrizamos en Sevilla a una velocidad
desmesurada. El piloto pegó un frenazo en mitad de la pista para no comerse el
fondo del aeropuerto. Menos mal que siempre pongo las manos en el respaldo de
delante cuando aterrizo, porque si no pierdo los dientes.
Angel se fue al descampado a buscar el
coche mientras Pili y yo nos quedábamos esperando por las tres maletas. Otra
vez nos quitaron las dos pequeñas al entrar en el avión.
Todo el equipaje grande salió mojado.
Esos malnacidos nos tuvieron las maletas a la intemperie mientras llovía a
cántaros en Bérgamo.
Cuando Angel apareció con el coche por
la puerta del aeropuerto nos pusimos en un sitio discreto a repartir el contenido de la maleta
grande entre sus propietarios. Toda mi ropa estaba húmeda.
Llegué a casa poco después de las diez
de la noche. Lo primero que tuve que hacer fue sacar el tendedero y colocar la
ropa para que se secara.
Ayer recibí una llamada de atención por
parte de Patricia debido al uso repetitivo de la palabra meretriz en mi última
crónica. Pido disculpas a las almas sensibles si se han sentido ofendidas, pero
me temo que voy a tener que emplear la palabra nuevamente, porque la
hijaputadelarusa no salió de nuestras vidas cuando salimos del Teatro alla
Scala.
Quedamos con Angel a las nueve de la
mañana en el hall del hotel. A las nueve y diez no había aparecido todavía.
Tuvimos que llamarlo por teléfono para despertarlo. No tardó más de quince
minutos en aparecer todo repeinado pidiendo disculpas. Un ejemplo más de que no
es el sexo femenino el que llega tarde, no.
De nuevo en tranvía fuimos al Duomo,
parando un poco antes para desayunar en un sitio que nos dijo la señora que
vive dentro del teléfono de Angel, Bianco Latte, donde prometían un café
excepcional. Yo, que estoy tratando de curarme de mi adicción al chocolate,
pedí un chocolate caliente y un croissant relleno de crema de pistacho.
Excelente. Se me acaba de hacer la boca agua acordándome.
Los tranvías de Milán funcionan de
muerte. La gran mayoría ya eran antiguos cuando Mussolini, hay otros
con aspecto de los años setenta, y otros ultra modernos. Muchos son amarillos y
algunos van completamente decorados anunciando algún producto. Nosotros sólo
viajamos en los viejos, que hacen un ruido infernal, van despacio y traquetean,
pero tienen mucho encanto. Son perfectos para ir contemplando los bonitos
edificios que hay en la ciudad.
Están hiperlimpios y perfectamente
conservados por dentro y por fuera. Los asientos, corridos a lo largo,
son de barrotes de madera recién barnizados. Te vas deslizando sin querer hacia
el culo del vecino según avanza. Cuando vas con tus otros dos catetos no hay
problema, pero cuando te vas echando encima de una desconocida que se acaba
cambiando a los asientos de enfrente y te mira levantando una ceja, la cosa es
muy diferente.
Está prohibido escupir dentro.
El servicio es muy frecuente. No tienes
que esperar más de cinco minutos hasta que aparece uno. Se les oye chirriar a
lo lejos antes de verlos. A veces vas a bordo y llevas otro justo detrás.
Cuando llegamos a la entrada del Duomo
tuvimos que esperar un poco para entrar porque estaban metiendo por la puerta
principal una grúa de esas con canasta.
Teníais que haber visto la cara de Angel
allí dentro. Disfruta como un niño dentro de una iglesia. Es lo que
aquí llaman un capillita, antiguo hermano mayor de una hermandad de Semana
Santa y miembro de una banda de músicos de los que tocan detrás de los pasos,
se le ilumina la cara delante de una vidriera, un santo o un altar. Nos metió
en todas las iglesias que nos encontramos en Milán. Pili y yo encantadas,
porque eran todas alucinantes.
Visitamos el templo por dentro y por
debajo, donde están las catacumbas. Luego salimos a la calle para volver a
entrar por una puerta lateral que nos conduciría, escaleras arriba, hasta el
tejado. Tanto en la primera como en la segunda puerta había militares que nos
pasaron un detector de metales y nos abrieron los bolsos.
La subida mereció la pena.
También se puede hacer en ascensor, pero era más cara y menos emocionante.
Durante el ascenso nos iban dando ánimos los que bajaban, e igualmente hicimos
nosotros en sentido contrario.
Fuimos testigos de lo que es capaz de
hacer un español en un monumento protegido. No voy a decir lo que
pienso del autor para evitar que Patricia me llame la atención otra vez.
El mes pasado tuve oportunidad de ver otro
ejemplo aún más execrable de vandalismo hispano. Estuve en las cuevas rupestres
de San Román de Candamo en Asturias. Un malnacido había escrito su nombre justo
encima de un bisonte de la época paleolítica. No sigo, que Patricia me va a
llamar la atención.
En el tejado también presenciamos lo que
un japonés es capaz de hacer por una buena foto.
Que digo yo que vaya trabajito decorar
lo alto de la catedral para que no se vea casi nada desde abajo.
Una vez en la calle nos desplazamos
andando hasta el Castello Sforzesco por la Via Dante, una ancha avenida
peatonal con tiendas, cafeterías y restaurantes que estaba muy animada.
Antes de entrar en el castillo hicimos
una parada en la iglesia neoclásica Santa María della Consolazione. Ahí queda
eso.
El castillo es del siglo XV.
Tiene un foso sin agua y unos jardines enormes al fondo que van a dar al Arco
della Pace.
Había un músico tocando Summertime.
Cuando nos acercamos vimos que el instrumento era un theremín. Algo que ver con
señales eléctricas. Hasta ahí llegan mis conocimientos de física.
Según salíamos hacia los jardines fue
cuando nos cruzamos con la hijaputadelarusa, que no sabemos si se hizo la sueca
o es que ve mal. Y es que el mundo es un pañuelo, y Milán más. No podíamos
habernos encontrado con Giorgio Armani o Pierre Casiraghi, no, tenía que ser
con la hijaputadelarusa.
A Angel le hacía ilusión subirse a lo
alto de la Torre Branca, una construcción metálica gris que se daba un aire a
la Torre Eiffel pero en cutre. Estaba cerrada porque cierran para comer dos
horas como nosotros. Como no era plan de esperar tanto tiempo, la señora que
vive en el teléfono de Angel nos buscó una parada de tranvía para ir a los Navigli.
Viajamos acompañados de don Francisco de Quevedo.
Los Navigli son unos canales
artificiales que se construyeron para conectar Milán con otros lugares de
Europa. A través de ellos llegaron, por ejemplo, los mármoles que hicieron
falta para construir el Duomo. Hoy en día quedan el Naviglio Grande y el
Naviglio Pavese para uso y disfrute del público. Hay barcos restaurante y
montones de lugares donde comer y tomar algo en ambas orillas.
Allí comimos en un antro donde nos
vendieron unas rodajas de pizza enormes y riquísimas, de pie para no perder
tiempo y no llenarnos más de la cuenta.
Caminamos por la zona adentrándonos en
el Corso diPorta Ticinese. Al
principio de la calle hay muchos hoteles de una estrella. Según Angel, aquello
tenía que ser el barrio de las titis (sinónimo de meretriz), aunque no vimos a
ninguna. Los edificios eran espectaculares, pero se veía que la zona había ido
a menos.
Intentamos entrar en la iglesia de San
Lorenzo Maggiore alle Colonne, la más antigua de Milán, situada tras una
columnata romana. No nos fue posible porque estaba cerrada por la
comida. El anciano que vigilaba todo aquello comenzó a hablarnos cuando nos vio
por allí, hasta que de repente dijo: “¡Ah, españoles!”, con cara de yoconvosotrosnimemolesto.
Teníais que haber oído lo que salió por la boca de Pili según nos íbamos todos
ofendidos. No repito sus palabras para que Patricia no me llame la atención.
A medida que nos íbamos acercando hacia
el Duomo mejoraban las tiendas y el ambiente. Entramos en un supermercado
outlet de chuches. ¡Qué os voy a contar del mal rato que pasamos allí dentro!
Angel se portó como un campeón. Angel tiene con las chuches el mismo problema
que yo con el chocolate. La única que salió con la bolsa llena fue Pili, para
sus sobrinos.
Llegamos a la plaza del Duomo un pelín
cansados de tanto andar. Nos dirigimos a otra terraza a la que le habíamos
echado el ojo anteriormente, situada justo enfrente de la de Aperol, mirando al
Duomo y a la Galería Vittorio Emanuele II, en la parte alta del Museo del
Novecento. Nos tomamos un aperitivo sin prisa, disfrutando de las vistas de la
plaza, observando la creciente presencia policial y militar, muy fuera de lo
normal. Angel repitió con el spritz.
Salimos de la plaza buscando Peck, un
delicatessen que se define como templo de las delicias gastronómicas.
Verdaderamente lo era. Daban ganas de comprárselo todo. Pili adquirió pasta de
diversos tipos y salsas. También nos llevamos unos grissini para acompañar al
picnic del avión de vuelta.
Creo que entramos en todas las tiendas
de Milán que nos encontramos antes de volver en tranvía al hotela sentarnos un rato antes de salir a
cenar.
Tomamos el salón cafetería como si fuera
el de nuestra propia casa.
Decidimos cenar en el restaurante junto
al hotel. Ofrecían una carta variada de comida típica italiana. Compartimos una
pizza, un carpaccio de atún y una olla de pasta con marisco. La pasta era como spaguetti
gigantes con encaje por los lados. Llegó la olla cubierta por una tapa de
pasta. Al principio no nos atrevíamos a tocarla. Nos quedamos mirando para ella
como tres catetos hasta que Angel se armó de valor y le clavó un cuchillo con
saña.
Después de cenar me apeteció un helado.
Según la señora del teléfono del Angel, al costado de la estación de tren había
un sitio bueno. Como estábamos a unos pasos de allí, nos acercamos. El costado
de la estación estaba lleno de mendigos recogiendo enseres de una furgoneta de
una ONG. No daba mal rollo, pero tampoco bueno.
La heladería resultó ser un puesto
ambulante, pero los helados eran sensacionales. Lo pedí mitad de pistacho y mitad
de avellanas. Tenía hasta tropezones.
Volvimos al hotel a caer muertos en la
cama después de un larguísimo día de turistas.
He decidido dedicar un capítulo entero a
nuestra aventura operística porque hay mucho que contar. No quiero ahorraros el
más mínimo detalle.
En cuarenta y cinco minutos estábamos
los tres duchados y maqueados para salir con destino al Teatro alla Scala para
disfrutar de una noche de ópera, Angel y yo con zapato plano y Pili subida a
unos andamios color fucsia.
Hicimos el trayecto en tranvía, que para
eso somos tres aldeanos. Lo de llegar en limusina no va con nosotros. Y no
éramos los únicos. A mitad de trayecto se nos unió un matrimonio de septuagenarios
de cabellos blancos y noble porte, él de smoking azul y ella en traje de
cocktail negro.
La línea 1 del tranvía para
convenientemente en la puerta del teatro, que aún estaba cerrado. Ya había
otros esperando para entrar. Entre el público, ciudadanos de muchos países
vestidos de muy diversas maneras, desde el traje de noche y el smoking hasta
polo y zapatillas de deporte, aunque éstos eran los menos.
Entramos en el bar contiguo al teatro
donde se bebía champán francés durante la espera. Mucho glamour para esta
cateta, que se tomó una Coca Cola por si acaso le entraba el sueño. Lo del
champán quedó descartado para evitar acabar cantando a coro con Plácido
Domingo. Sí, queridos, uno de los cantantes era Plácido Domingo en persona.
Los tres catetos admiramos boquiabiertos
las lámparas que colgaban del techo, las escaleras, el ambigú. Nos
sacamos fotos sin ningún tipo de vergüenza. ¿Quién nos iba a conocer allí?
Yo me sentía como Julia Roberts en
Pretty Woman, sin Richard Gere niprostitución de por medio.
Unos sujetos vestidos de negro con un
medallón gigantesco colgando del pecho hacían de acomodadores. El nuestro nos
abrió el palco con una llave que no era muy de fiar, como la de un armario
ropero, pero quedaba guay.
Nuestro palco era de cuatro asientos,
dos sillas en primera fila y dos bancos tapizados en segunda. El banco de la
derecha no permitía ver mucho del escenario. Para tener una buena vista era
necesario estar de pie. Lo ocupó una rusa de San Petersburgo que nos contó que
había adquirido la entrada junto con unas amigas hace unos días. Estaban
distribuidas en distintas localidades pues ya no había posibilidad de
acomodarse juntas.
El espectáculo comenzó puntualmente a
las ocho de la tarde y terminó a las doce y veinte de la noche, con dos
intermedios. Sí, cuatro horas y veinte minutos que no se hicieron ni largas ni
aburridas, y que no me hicieron echar de menos la presentación de los nuevos
aparatos de Apple que estaba teniendo lugar en ese mismo instante y que suelo
ver en directo on-line.
Procedo a contaros lo que sucedía en
aquel escenario.
Imaginad un suelo cubierto de nieve y
mugre, una batalla entre dos bandos que ni hablaban ni cantaban. Los malos
vestidos con uniforme gris verdoso y los buenos con casacas rojas y blancas. El
jefe de los malos es un tal Tamerlano y el jefe de los buenos, Bajazet, interpretado
por Plácido Domingo. Ganan los malos y meten preso a Plácido Domingo, que de
vez en cuando se escapa por el escenario. Mientras tanto, como quien no quiere
la cosa, nuestra rusa va aproximando su banco hacia el borde del palco, en el
estrecho hueco entre Pili y yo.
Aparecen dos vagones de tren tamaño
natural por la izquierda del escenario. Uno se abre para que podamos ver lo que
está pasando dentro.
Sale una señora vestida un poco hortera.
Es la hija de Plácido Domingo. Lo sé porque en los momentos de euforia gritaba:
“Mío padre”. Muy joven no era. Desde mi asiento podía verle la celulitis de los
brazos.
Parece que la hija de Plácido Domingo
está enamorada de uno que se llama Andrónico, pero se tiene que casar con el
malo, Tamerlano.
Plácido Domingo va preso en el tren, en
una jaula, pero ya digo que de vez en cuando sale porque se escapa.
Nuestra rusa va tomando posición entre
Pili y yo echándole un morro que lo flipas.
Desde nuestros asientos teníamos una
vista estupenda de la orquesta. El director era como el malo de las películas
de James Bond antiguas, calvo y vestido con una casaca negra de cuello mao. El
tío era un máquina porque, aparte de dirigir a la orquesta, tocaba uno de los
tres clavicordios. Entre nosotros, a mí los clavicordios me parecen pianos
baratos.
La orquesta merece un capítulo aparte.
Allí pasaban muchas cosas interesantes. Llegó un tío que tocó la trompeta no
más de tres minutos y luego se fue. Había una señora mal sentada en su silla,
como quien está en su casa viendo la tele. Su intermitente actuación no duró
más de media hora. Su instrumento era una flauta de esas grandes que se tocan
de lado.Me pregunto si ella y el
de la trompeta ganan lo mismo que los que tocaban el clavicordio principal y el
del laúd, que no pararon. Había también tres flautistas con instrumentos como
los que se tocan en el colegio pero en grande.
A los contrabajos les hacía faltauna mano de barniz urgentemente.
Los violines se veían bien desde arriba.
Según el programa, todos los
instrumentos eran históricos.
De vez en cuando se me iba la vista al
patio de butacas, donde se sentaban los que pagaron más de 300 euros por la
entrada. Allí estaba el matrimonio del tranvía, sentados en los asientos que yo
hubiera escogido de haber podido. Seguro que eran de los de abono anual.
Un matrimonio mayor sentado en primera
fila pasaron la primera parte cogidos de la mano. Desaparecieron en el
intermedio entre el segundo y el tercer acto.
Una pareja de jóvenes musulmanes, ella con
la cabeza bien envuelta, se hacía arrumacos. ¡Cómo se nota que no estaban en su
país!
El malo era un ser despreciable
maltratador. Le cascó varias bofetadas a la hija de Plácido Domingo. En la foto aparecen los dos delante del tren. Esta imagen la saqué de la crítica del
Financial Times. No se podían tomar fotos durante la representación.
De vez en cuando salían a escena una
joven elegantísima con el pelo burdeos y un abrigo de pieles del mismo color.
Cantaba de puta madre.
Casi siempre salía acompañada de un
individuo disfrazado de Rasputín. Y es que la ambientación era así como de la
revolución rusa, pero no podía ser porque el compositor, Händel, se murió un
poco antes.
No conseguí enterarme de la relación de
estos dos con los personajes principales. Eso de que no pusieran subtítulos fue
un fastidio. En la Maestranza de Sevilla salen por encima del escenario para
que te enteres de todo. Supongo que aquí se considera sacrilegio. Cierto es que
teníamos en el palco unas minipantallas estrechas y alargadas donde suponemos
que salían las letras, pero las nuestras debían de estar sin pilas porque no se
veía nada.
El malo y Andrónico cantaban con voz de
mujer. Si cerrabas los ojos no tenías nada claro que fueran tíos cantando. A mí
me dan un poco de grima los tíos cantando en falsete, pero cuando llevaba un
rato oyéndolos me acostumbré.
Seguro que la ópera estaba escrita para
castrati. No sé cómo se las arreglan ahora porque eso de castrar a la gente ya
no se puede hacer alegremente como antes.
Los únicos que cantaban con voz de
hombre eran Plácido Domingo y el que iba disfrazado de Rasputín.
Plácido Domingo iba vestido con una
casaca blanca que acabó llena de mugre. Cada vez que se escapaba acababa por
los suelos, y ya os he contado que el suelo era una mezcla de nieve pisoteada y
mugre. Al final se suicida y se tira al suelo para morirse del todo. No lo
recogió nadie de allí. El suelo se abrió y desapareció.
En uno de los solos de Plácido Domingo
Pili tosió estrepitosamente. Pili ya puede decir que le tosió a Plácido
Domingo.
En los intermedios sólo me moví del
palco para ir al baño. No quería perderme las vistas con las luces
encendidas.
En el primer intermedio Angel colocó su
banco en el sitio que la hijaputadelarusa, como fue bautizada, había ocupado
sin permiso durante el primer acto, así que se pasó la segunda parte de pie
para poder ver algo. En el segundo intermedio desapareció para siempre. La
descubrimos sentada en el patio de butacas junto a los árabes, ocupando la
localidad de una de las bastantes personas que habían desaparecido en el último
intermedio.
En un momento dado, desde el fondo muy
hondo del escenario se empieza a desplazar una estructura que resulta ser un
balcón con dos escaleronas a los lados. Cuando las escaleras se despligan
crujen un poco. Tienen que arreglar eso.
Es en ese momento cuando me doy cuenta
de que el escenario del teatro es enorme, tanto de fondo como de ancho. Para
guardar el tren que entraba y salía por la izquierda hace falta mucho espacio.
La última escena de la ópera es
simplemente espectacular. Los cuatro cantantes que quedan vivos cantan a coro
“D’atra notte”.
Aplaudimos durante largo rato al terminar la representación.
Plácido Domingo, con su casaca llena de
mierda, fue el más aplaudido, aunque ya se le nota que no está al cien por
cien. Incluso a la hora de saludar le costaba inclinarse.
Salimos sin prisa ninguna, asomándonos
primero a ver el escenario desde la planta baja.
Tuvimos que esperar un rato a que nos
adjundicaran un taxi. Ya no eran horas de tranvía.
Había una cola ordenada dentro del
teatro, junto a una puerta lateral. Una de las acomodadoras de medallón
organizaba la distribución del público que precisaba transporte.
Llegamos al hotel cerca de la una.Angel y yo teníamos un poco de hambre,
así que dimos cuenta de parte del picnic que nos sobró del avión. Nos sentamos
en el salón cafetería del hotel, donde no había nadie a esa hora. Entraron muy
bien el queso y la mojama. Pili se fue a acostar, porque Pili nunca tiene
hambre.
Hacia la una y media nos retiramos a
nuestros aposentos.
Desperté a las cinco de la mañana con
una sed tremenda, provocada seguramente por el jamón y la mojama.
Fui al baño con el teléfono en la mano
para preguntarle a la señora que vive dentro si el agua del grifo es potable en
Bérgamo. Lo es.
Volví a acostarme. Di cabezadas
intermitentes hasta que sonó el despertador.
Acordamos levantarnos a las nueve para
dormir las ocho horas que necesita el cuerpo para estar en condiciones de
afrontar un largo día de turismo y espectáculo.
Desayunamos en el comedor del hotel, con
unas magníficas vistas a la ciudad alta, disfrutando de un más que bien surtido
buffet. La mayoría de los comensales eran adultos elegantemente vestidos. Pili
y yo comentamos lo elegantes que van vestidos los italianos y lo bien que se
conservan.
Desalojamos las habitaciones y dejamos
el equipaje en recepción para ir a visitar la ciudad alta, donde está el centro
histórico.
El funicular se encontraba a unos metros
caminando por una zona residencial, que según Angel es donde vive la gente del
taco. Había unos chalets espectaculares, rodeados de bonitos jardines.
Algunos incluso estaban benditos.
Bérgamo se encuentra justo a los pies de
los Alpes. La temperatura por la mañana era fresca, lo justo para llevar un
jersey encima. Amaneció un poco nublado, pero aclaró más tarde.
La subida en el funicular fue muy chula.
Nos colocamos al principio del vagón para poder disfrutar de cómo ascendía
renqueando por la empinadísima pendiente.
La ciudad alta es un conjunto medieval
amurallado muy bien conservado. Comenzamos subiendo por la Vía Gombito, llena
de pastelerías, tiendas gourmet y diminutas boutiques. Pili adquirió un
original bolso color beige fabricado con papel tratado. ¡Lo que disfruta esa
mujer comprando!
Llegamos a la Piazza Vecchia, tomada por
una instalación del diseñador Lodewijk Baljon. Maceteros y globos gigantes,
césped y un enorme cubo de hielo derritiendose para llamar la atención sobre
nuestra relación con el medio ambiente.
Visitamos primero la basílica de Santa
María Maggiore y luego el Duomo. La primera es mucho más impresionante, con
bóvedas pintadas y una cúpula altísima. Allí está enterrado el músico Gaetano
Donizetti, hijo de la ciudad.
Dimos un paseo por las calles adyacentes
y volvimos a tomar el funicular en sentido contrario.
Recogimos las maletas y fuimos a coger el
autobús hasta la estación de tren desde enfrente del hotel. Los billetes no se
pueden adquirir a bordo, hay que comprarlos previamente en estancos o kioscos.
Tuvimos la suerte de encontrar uno junto al hotel.
Mientras esperábamos tuve ocasión de
evaluar los daños causados a mi maleta durante el viaje. Un siete como una
catedral y un golpe en un costado como si la hubieran dejado caer de canto
desde el avión al suelo. Pobre maleta, si hasta en burro ha viajado.
El trayecto en línea recta hasta la
estación nos descubrió una amplia avenida con bonitos edificios, bastantes
conteniendo sedes de bancos. En Bérgamo hay pasta, mucha pasta.
Nos alegramos mucho de haber dedicado la
mañana a visitarla. Merece la pena.
A las 12:02 tomamos el tren con destino
a Milán. Tardamos unos 50 minutos en llegar.
Nos sorprendió lo llano del paisaje
estando los Alpes tan cerca.
Caminando hacia la salida disfrutamos de
la monumental Stazione Centrale, construida en 1931.
Fuimos andando hasta el hotel, a apenas
cinco minutos de camino.
Deshicimos las maletas y salimos raudos
y veloces a tomar el tranvía con destino al centro. Tranvía que no pudimos
tomar porque no encontramos dónde comprar los billetes, así que caminamos un
poco más hasta Piazzale Loreto para coger el metro, justo donde acabaron los
cuerpos de Benito Mussolini y señora colgados boca abajo tras ser ejecutados en
1945.
Al salir del metro en la plaza del Duomo
lo primero que vimos fue un andamio cubriendo la fachada del mismo. ¡Mierda,
mierda, mierda, está en obras!, fue lo primero que nos vino a la mente a los
tres. Pero sólo era el lateral izquierdo, menos mal. La fachada principal
estaba perfectamente libre de obstáculos y recién fregada.
Nos quedamos un rato disfrutando del
espectáculo, sacando fotos sin parar.
Hacía algo de hambre a esa hora. Momento
perfecto para acercarnos a Panzerotti Luini a comer una de sus deliciosas
empanadillas gigantes hechas con masa de pizza y rellenas de diferentes
opciones. Yo escogí queso y tomate. Todavía me estoy relamiendo.
Comimos de pie en la puerta, no sin
cierta dificultad. Sostener el panzerotto dentro de su bolsa de papel, la
botella de agua y la servilleta y comer con cierta decencia conlleva una cierta
práctica que no tenemos.
A continuación pasamos a la heladería de
enfrente, donde tenían tres grifos de los que salía ininterrumpidamente
chocolate negro, con leche o blanco que vertían al fondo de los cucuruchos de
helado. ¡El paraíso! Y yo ya no tenía hambre para probarlo.
Nuestro siguiente destino era visitar el
Duomo, pero tuvimos que desistir de la idea porque la cola para adquirir las
entradas era bastante considerable y sólo teníamos hasta las cinco de la tarde
para hacer turismo. Acordamos entonces comprarlas para la mañana siguiente y
dedicar el rato libre a callejear por los alrededores.
Entramos en la galería Vittorio Emanuele
II, con sus elegantes tiendas: Louis Vuitton, Prada, Gucci, y
próximamente Massimo Dutti. Sí, Amancio abre tienda en el mejor sitio de Milán.
En el impoluto suelo de mármol hay un
mosaico de un toro. Según se dice, si das tres vueltas sobre tu talón sobre los
genitales de dicho toro, el deseo que estés pensando se cumple, además de poder
volver a visitar Milán. Ni que decir tiene que ese trozo de mosaico ha tenido
que ser repuesto porque se había hecho un agujero de los miles de subnormales
que están continuamente girando sobre sí mismos.
Paseamos por el cuadrilátero de la moda,
una serie de calles entre las que se encuentran Via Montenapoleone y Via
Alessandro Manzoni. Allí están las sedes de los principales diseñadores de
moda, y el hotel de Armani. Nos cruzamos con mucha gente guapa y elegante, con
chicas de piernas interminables y cutis de porcelana, varones de cuerpos
espectaculares embutidos en trajes azules de pantalón estrecho y perneras muy
cortas. “A coger coquinas van”, según Angel.
En el escaparate de una joyería vi unos
pendientes que sólo costaban 44.500 euros y eran muy feos. En Cartier estaban
expuestas las pulseras de la colección Pantera, sin precio a la vista para
evitar accidentes al caer de espaldas.
Angel tenía muchas ganas de probar el
spritz, un aperitivo cuyo principal ingrediente es el Aperol, una bebida
naranja compuesta de naranjas amargas, ruibarbo y otras cosas con nombres
misteriosos.
Nos sentamos en lo alto de la galería
Vittorio Emanuelle, en la Terrazza Aperol, con vistas al Duomo. Pili y Angel
pidieron spritz y yo una bebida de manzana, lima y menta porque no bebo. A Pili no le hizo mucha gracia la bebida naranja. Angel, sin embargo, le
fue cogiendo el gusto según la iba bebiendo.
Junto a nosotros se sentaron una
llamativa oriental y su pareja. La oriental se sacó no menos de 50 selfies
mientras no le hacía ni puñetero caso al rubio que la acompañaba.
A las cinco, pertrechados con billetes
adquiridos en un kiosko de prensa, tomamos el tranvía de vuelta al hotel para prepararnos para el verdadero objeto de
nuestro viaje.
He de aclarar que este viaje os lo estoy
contando en diferido pero como si fuera en vivo y en directo. Lo digo por si
alguien me encuentra por la calle estos días y piensa que me lo estoy
inventando. Que no, que de verdad estuve en Milán. Hay pruebas gráficas que
adjunto.
Hoy fui a trabajar como todos los lunes,
pero no con cara de lunes, porque al salir de la oficina no haría lo de todos
los lunes, sino que me iría de viaje a Milán con Angel y Pili.
Este viaje surgió para mí de carambola.
Ni lo tenía programado ni me correspondían vacaciones.
Iban a ir Angel, su mujer y Pili, pero a
la mujer de Angel le surgió un imprevisto laboral y tuvo que cancelarlo, así
que me propusieron sustituirla hace un par de semanas. Conseguir tres días
libres supuso presentarnos los tres en el despacho de mi jefe a contarle le
película para que me diera permiso. Y me lo dio.
A las cinco y veinticinco de la tarde
estaban los dos en la puerta de mi casa recogiéndome. ¡Cómo me gusta la gente
que llega cinco minutos antes de la hora! Empezamos bien.
Llegamos a Sevilla sin novedad.
Fuimos a dejar el coche más allá del
aeropuerto, en un aparcamiento muy barato donde dejas el vehículo a pleno sol
en un descampado vallado y vigilado.
Angel es muy de sitios de esos, muy de
tascas en garajes sin ventana que nadie más que él conoce.
Del descampado al edificio del
aeropuerto nos trasladaron en una furgoneta de reparto enorme con asientos
dentro, donde cabía de pie toda la selección nacional de baloncesto y algunos
más.
Acordamos previamente facturar una sóla
maleta para llevar los trajes de noche y poder meter las compras a la vuelta.
Malabares que hay que hacer con Ryanair.
Una vez dentro de la zona de pasajeros
nos sentamos a tomar un refrigerio acompañado de una enorme bolsa de patatas
fritas. Había hambre.
Puntualmente nos llamaron para embarcar
en la última puerta de embarque del aeropuerto, al fondo muy hondo del pasillo,
como si fuéramos apestados.
Hicimos cola pacientemente seguidos por
una madre sevillana que viajaba sola con sus dos hijos pequeños, de unos 2 y 4
años. El más pequeño, un varón, tenía cara de escandinavo. No hacía más que
lloriquear, así que me volví hacia él, puse mi cara de asustar con el índice en
los labios para mandarlo callar. Y calló, vaya si calló. Quedó acojonado el
pobre. A partir de entonces, con sólo mirarlo se ponía firme. Pero me cogió
cariño, porque cuando tuvimos que bajar andando hasta la pista fue de mi mano
para que su madre pudiera ocuparse de su hermana y de las dos pequeñas maletas
que llevaba consigo.
Nos empaquetaron en el avión casi media hora antes de la hora prevista para el despegue, que se retrasó por
un problema en el espacio aéreo francés por un conflicto laboral.
La megafonía del avión era una mierda, y
sólo hablaban en italiano y en inglés, excepto cuando ofrecieron los boletos
para un sorteo. Entonces sí que se oyó bien en un español muy clarito.
Desde que vi un documental sobre Ryanair
sé que volar con ellos a última hora de la tarde es una mala idea. Los aviones
sólo se limpian una vez al día, así que te puedes encontrar con sapos y
culebras. De hecho, el baño de la parte delantera estaba clausurado. Sabrá Dios
lo que había dentro.
Vimos la preciosa puesta de sol desde
los cristales sucios.
Cuando el avión se estabilizó sacamos la
cena. En nuestro encuentro organizativo de hace unos días habíamos decidido
llevar un picnic para evitar la comida de plástico. Jamón serrano del bueno,
queso y mojama con unos roscos. Angel y Pili querían llevar chicharrones, pero
me negué en redondo.
Imagino que debimos causar estragos entre
los pasajeros de los asientos colindantes por el delicioso olor.
El azafato que pasó con la bolsa de
supermercado recogiendo la basura quedó simplemente alucinado al ver la que
teníamos montada.
Al niño escandinavo no lo oímos en todo
el trayecto.
Llegamos a Bérgamo sobre las once y
media de la noche. Hacía una temperatura estupenda. Nos trasladaron en autobús
desde la pista hasta el edificio del aeropuerto. Gran despilfarro para Ryanair.
La maleta grande y los dos trolleys que
nos quitaron a pie de pista porque no cabían en cabina salieron bastante
pronto.
La madre sevillana esperaba también a
que salieran los dos asientos infantiles para coche que había facturado. Así
que se vio caminando cargada con los dos asientos, dando instrucciones a la
niña pequeña que empujaba los dos trolleys y al escandinavo pequeñito que iba
abriendo camino. Admirable.
Tomamos un taxi desde el aeropuerto
hasta Bérgamo, donde teníamos reservadas un par de habitaciones en un estupendo
hotel a los pies de la ciudad alta.
Ya digo que el hotel era estupendo, pero
lo de las cerraduras todavía no lo tienen muy modernizado. Nos dieron
unas ruedas de coche con la llave colgando.
En Italia los hoteles tienen persianas,
como debe ser. Tardé un poco en encontrar la cinta porque estaba escondida en
un armarito. Muy curioso.
A Angel lo metimos en una habitación
individual y Pili y yo compartimos otra. Tardamos minuto y medio en entrar en
coma.