Decidimos ir a desayunar a la estación
de tren Milano Centrale, que ya tuvimos oportunidad de ver por encima a la
llegada.
La estación es un edificio majestuoso,
diseñada originalmente para imitar a la de Washington, pero que posteriormente
se fue haciendo cada vez más grandiosa, siendo impulsado el final de su
construcción por Benito Mussolini.
Hay mogollón de gente entrando y
saliendo todo el rato.
Me fijé que el acceso a los trenes de
alta velocidad está restringido a los viajeros, no como en Nápoles, que aquello
era un cachondeo.
Desayunamos en una de las estupendas
cafeterías a la entrada de la estación. Como me gustó lo de ayer, volví a
repetir chocolate caliente y croissant relleno de crema de pistacho, sólo que
el de hoy sabía a almendra amarga. No es que se hubieran equivocado. Verde era.
Muy rico.
El desayuno nos costó un ojo de la cara,
lo cual nos llevó a reír con el momento de reflexión cateta que tuvo Angel
recordándonos lo que nos hubiera costado media tostada con aceite y tomate,
café y zumo de naranja en el bareto debajo de la oficina.
Enfrente de la puerta principal está el
rascacielos Pirelli o Pirellone, un edificio construido por los de las
ruedas pero que ahora alberga al gobierno regional de la Lombardía. Durante
unos años fue el edificio más alto de la Unión Europea. Contra él se estrelló
un chiflado con una avioneta en 2002.
Angel seguía con el capricho de subirse
a lo alto de algún sitio, así que allá nos fuimos, a hablar con el vigilante
jurado del control de seguridad, que nos dijo que allí no se podía entrar y que
arriba no se podía uno subir alegremente.
No nos quedaba mucho más por hacer en
Milán, así que echamos a andar un poco sin rumbo, yendo por la Via Pisani y
volviendo por el Corso Buenos Aires hacia el hotel. Hay muchas tiendas por esa
zona y muchos edificios con las fachadas bonitas.
Entramos en charcuterías, carnicerías y
un pequeño delicatessen para ver lo que comen los italianos. Pili compró más
pasta y Angel una botella de Aperol, porque le está cogiendo gusto al spritz.
¿Habéis visto alguna vez una pizza de
albóndigas? Aquí la tenéis. Le saqué una foto para compartirla con vosotros. Estaba en el escaparate de una tienda de comestibles.
En el hotel nos sentamos un rato en
nuestro salón particular a tomar algo y a hacernos fotos estúpidas con la
botella de Aperol.
Cuando nos cansamos de estar allí,
arrancamos arrastrando las maletas con destino a la estación de tren, donde
tomamos un autobús que nos llevaría directamente al aeropuerto de Bérgamo por
el módico precio de cinco euros.
No pudimos sentarnos juntos porque iba
lleno, aunque estábamos bastante cerca unos de otros. A mí me tocó al lado de
un sujeto de procedencia desconocida que a mitad de camino sacó una botella de
medio litro de cerveza que tuvo que abrir dando un golpe con el canto de la
chapa en una esquina del asiento. Pretendía ser discreto, pero todos nos dimos
cuenta. Luego empezó a sacar trocitos de jamón cocido de dentro de una bolsa
que llevaba en el suelo. Se me empezaron a remover los jugos gástricos porque
olía que te cagas.
Angel, Pili y yo, por deformación
profesional, íbamos comentando sobre las industrias que pasábamos por la
carretera y las empresas de los camiones que adelantamos.
El sujeto de la cerveza resultó ser
español. Intervino en una conversación sobre la posibilidad de visitar un
centro comercial que hay justo enfrente del aeropuerto. Y yo, tan tonta, que
para poder sentarme le dije “prego” para que me hiciera sitio.
En el aeropuerto, aunque faltaba mucho
para embarcar, nos dejaron facturar la maleta comunitaria, así que entramos en
la zona de pasajeros enseguida.
Yo tuve que dar marcha atrás en el arco
detector porque a la vigilante no le gustó que pasara con el cinturón puesto,
aunque ni siquiera pitó.
Nos sentamos a comer unas porciones de
pizza. La mía era de jamón transparente y calabacín. Hasta la pizza de
aeropuerto estaba rica.
Echamos un vistazo a las tiendas.
Entramos a ver los chocolates Venchi. Angel compró bombones para llevar a su
rubia, junto con un bote de crema de chocolate con aceite de oliva. Yo me
conformé con sostener en la mano una tableta de chocolate de un kilo doscientos
gramos que costaba cincuenta euros.
El y yo defendimos el honor patrio
disputando un reñidísimo partido de futbolín con dos italianas.
Nuestro penúltimo golpe de catetismo fue
plantarnos en la puerta de embarque con la bolsa del Carrefour conteniendo el
picnic.
Se puso a llover a lo bestia mientras
esperábamos a que apareciera nuestro avión. Tuvimos que correr por la pista
como gallinas sin cabeza para no mojarnos. Lo aparcaron justo al lado de la
puerta de embarque, pero sin finger, que sale más caro.
Salimos de Bérgamo casi con una hora de
retraso, que tampoco es mucho tratándose de Ryanair.
Angel y yo nos comimos casi todo el
picnic, porque Pili nunca tiene hambre. La mojama ya olía un poco a muerto,
pero él se la cepilló sin contemplaciones.
En el asiento de delante de Pili viajaba
una guitarra sola. Su dueña estaba varias filas más atrás. No es la primera vez
que veo una maleta viajando con billete en un avión de Ryanair.
Aterrizamos en Sevilla a una velocidad
desmesurada. El piloto pegó un frenazo en mitad de la pista para no comerse el
fondo del aeropuerto. Menos mal que siempre pongo las manos en el respaldo de
delante cuando aterrizo, porque si no pierdo los dientes.
Angel se fue al descampado a buscar el
coche mientras Pili y yo nos quedábamos esperando por las tres maletas. Otra
vez nos quitaron las dos pequeñas al entrar en el avión.
Todo el equipaje grande salió mojado.
Esos malnacidos nos tuvieron las maletas a la intemperie mientras llovía a
cántaros en Bérgamo.
Cuando Angel apareció con el coche por
la puerta del aeropuerto nos pusimos en un sitio discreto a repartir el contenido de la maleta
grande entre sus propietarios. Toda mi ropa estaba húmeda.
Llegué a casa poco después de las diez
de la noche. Lo primero que tuve que hacer fue sacar el tendedero y colocar la
ropa para que se secara.
Pardiez, qué cansada estoy.
Buenas noches desde mi casita.