18 sept 2017

Una cateta en Bérgamo y Milán (Día 2 – Segunda parte)

Tres catetos en la ópera.
He decidido dedicar un capítulo entero a nuestra aventura operística porque hay mucho que contar. No quiero ahorraros el más mínimo detalle.
En cuarenta y cinco minutos estábamos los tres duchados y maqueados para salir con destino al Teatro alla Scala para disfrutar de una noche de ópera, Angel y yo con zapato plano y Pili subida a unos andamios color fucsia.
Hicimos el trayecto en tranvía, que para eso somos tres aldeanos. Lo de llegar en limusina no va con nosotros. Y no éramos los únicos. A mitad de trayecto se nos unió un matrimonio de septuagenarios de cabellos blancos y noble porte, él de smoking azul y ella en traje de cocktail negro.
La línea 1 del tranvía para convenientemente en la puerta del teatro, que aún estaba cerrado. Ya había otros esperando para entrar. Entre el público, ciudadanos de muchos países vestidos de muy diversas maneras, desde el traje de noche y el smoking hasta polo y zapatillas de deporte, aunque éstos eran los menos.
Entramos en el bar contiguo al teatro donde se bebía champán francés durante la espera. Mucho glamour para esta cateta, que se tomó una Coca Cola por si acaso le entraba el sueño. Lo del champán quedó descartado para evitar acabar cantando a coro con Plácido Domingo. Sí, queridos, uno de los cantantes era Plácido Domingo en persona.
Los tres catetos admiramos boquiabiertos las lámparas que colgaban del techo, las escaleras, el ambigú. Nos sacamos fotos sin ningún tipo de vergüenza. ¿Quién nos iba a conocer allí?
Yo me sentía como Julia Roberts en Pretty Woman, sin Richard Gere ni  prostitución de por medio.
Unos sujetos vestidos de negro con un medallón gigantesco colgando del pecho hacían de acomodadores. El nuestro nos abrió el palco con una llave que no era muy de fiar, como la de un armario ropero, pero quedaba guay.
Nuestro palco era de cuatro asientos, dos sillas en primera fila y dos bancos tapizados en segunda. El banco de la derecha no permitía ver mucho del escenario. Para tener una buena vista era necesario estar de pie. Lo ocupó una rusa de San Petersburgo que nos contó que había adquirido la entrada junto con unas amigas hace unos días. Estaban distribuidas en distintas localidades pues ya no había posibilidad de acomodarse juntas.
El espectáculo comenzó puntualmente a las ocho de la tarde y terminó a las doce y veinte de la noche, con dos intermedios. Sí, cuatro horas y veinte minutos que no se hicieron ni largas ni aburridas, y que no me hicieron echar de menos la presentación de los nuevos aparatos de Apple que estaba teniendo lugar en ese mismo instante y que suelo ver en directo on-line.
Procedo a contaros lo que sucedía en aquel escenario.
Imaginad un suelo cubierto de nieve y mugre, una batalla entre dos bandos que ni hablaban ni cantaban. Los malos vestidos con uniforme gris verdoso y los buenos con casacas rojas y blancas. El jefe de los malos es un tal Tamerlano y el jefe de los buenos, Bajazet, interpretado por Plácido Domingo. Ganan los malos y meten preso a Plácido Domingo, que de vez en cuando se escapa por el escenario. Mientras tanto, como quien no quiere la cosa, nuestra rusa va aproximando su banco hacia el borde del palco, en el estrecho hueco entre Pili y yo.
Aparecen dos vagones de tren tamaño natural por la izquierda del escenario. Uno se abre para que podamos ver lo que está pasando dentro.
Sale una señora vestida un poco hortera. Es la hija de Plácido Domingo. Lo sé porque en los momentos de euforia gritaba: “Mío padre”. Muy joven no era. Desde mi asiento podía verle la celulitis de los brazos.
Parece que la hija de Plácido Domingo está enamorada de uno que se llama Andrónico, pero se tiene que casar con el malo, Tamerlano.
Plácido Domingo va preso en el tren, en una jaula, pero ya digo que de vez en cuando sale porque se escapa.
Nuestra rusa va tomando posición entre Pili y yo echándole un morro que lo flipas.
Desde nuestros asientos teníamos una vista estupenda de la orquesta. El director era como el malo de las películas de James Bond antiguas, calvo y vestido con una casaca negra de cuello mao. El tío era un máquina porque, aparte de dirigir a la orquesta, tocaba uno de los tres clavicordios. Entre nosotros, a mí los clavicordios me parecen pianos baratos.
La orquesta merece un capítulo aparte. Allí pasaban muchas cosas interesantes. Llegó un tío que tocó la trompeta no más de tres minutos y luego se fue. Había una señora mal sentada en su silla, como quien está en su casa viendo la tele. Su intermitente actuación no duró más de media hora. Su instrumento era una flauta de esas grandes que se tocan de lado.  Me pregunto si ella y el de la trompeta ganan lo mismo que los que tocaban el clavicordio principal y el del laúd, que no pararon. Había también tres flautistas con instrumentos como los que se tocan en el colegio pero en grande.
A los contrabajos les hacía falta  una mano de barniz urgentemente.
Los violines se veían bien desde arriba.
Según el programa, todos los instrumentos eran históricos.
De vez en cuando se me iba la vista al patio de butacas, donde se sentaban los que pagaron más de 300 euros por la entrada. Allí estaba el matrimonio del tranvía, sentados en los asientos que yo hubiera escogido de haber podido. Seguro que eran de los de abono anual.
Un matrimonio mayor sentado en primera fila pasaron la primera parte cogidos de la mano. Desaparecieron en el intermedio entre el segundo y el tercer acto.
Una pareja de jóvenes musulmanes, ella con la cabeza bien envuelta, se hacía arrumacos. ¡Cómo se nota que no estaban en su país!
El malo era un ser despreciable maltratador. Le cascó varias bofetadas a la hija de Plácido Domingo. En la foto aparecen los dos delante del tren. Esta imagen la saqué de la crítica del Financial Times. No se podían tomar fotos durante la representación.
De vez en cuando salían a escena una joven elegantísima con el pelo burdeos y un abrigo de pieles del mismo color. Cantaba de puta madre.
Casi siempre salía acompañada de un individuo disfrazado de Rasputín. Y es que la ambientación era así como de la revolución rusa, pero no podía ser porque el compositor, Händel, se murió un poco antes.
No conseguí enterarme de la relación de estos dos con los personajes principales. Eso de que no pusieran subtítulos fue un fastidio. En la Maestranza de Sevilla salen por encima del escenario para que te enteres de todo. Supongo que aquí se considera sacrilegio. Cierto es que teníamos en el palco unas minipantallas estrechas y alargadas donde suponemos que salían las letras, pero las nuestras debían de estar sin pilas porque no se veía nada.
El malo y Andrónico cantaban con voz de mujer. Si cerrabas los ojos no tenías nada claro que fueran tíos cantando. A mí me dan un poco de grima los tíos cantando en falsete, pero cuando llevaba un rato oyéndolos me acostumbré.
Seguro que la ópera estaba escrita para castrati. No sé cómo se las arreglan ahora porque eso de castrar a la gente ya no se puede hacer alegremente como antes.
Los únicos que cantaban con voz de hombre eran Plácido Domingo y el que iba disfrazado de Rasputín.
Plácido Domingo iba vestido con una casaca blanca que acabó llena de mugre. Cada vez que se escapaba acababa por los suelos, y ya os he contado que el suelo era una mezcla de nieve pisoteada y mugre. Al final se suicida y se tira al suelo para morirse del todo. No lo recogió nadie de allí. El suelo se abrió y desapareció.
En uno de los solos de Plácido Domingo Pili tosió estrepitosamente. Pili ya puede decir que le tosió a Plácido Domingo.
En los intermedios sólo me moví del palco para ir al baño. No quería perderme las vistas con las luces encendidas.
En el primer intermedio Angel colocó su banco en el sitio que la hijaputadelarusa, como fue bautizada, había ocupado sin permiso durante el primer acto, así que se pasó la segunda parte de pie para poder ver algo. En el segundo intermedio desapareció para siempre. La descubrimos sentada en el patio de butacas junto a los árabes, ocupando la localidad de una de las bastantes personas que habían desaparecido en el último intermedio.
En un momento dado, desde el fondo muy hondo del escenario se empieza a desplazar una estructura que resulta ser un balcón con dos escaleronas a los lados. Cuando las escaleras se despligan crujen un poco. Tienen que arreglar eso.
Es en ese momento cuando me doy cuenta de que el escenario del teatro es enorme, tanto de fondo como de ancho. Para guardar el tren que entraba y salía por la izquierda hace falta mucho espacio.
La última escena de la ópera es simplemente espectacular. Los cuatro cantantes que quedan vivos cantan a coro “D’atra notte”.

Aplaudimos durante largo rato al terminar la representación.

Plácido Domingo, con su casaca llena de mierda, fue el más aplaudido, aunque ya se le nota que no está al cien por cien. Incluso a la hora de saludar le costaba inclinarse.
Salimos sin prisa ninguna, asomándonos primero a ver el escenario desde la planta baja.
Tuvimos que esperar un rato a que nos adjundicaran un taxi. Ya no eran horas de tranvía.
Había una cola ordenada dentro del teatro, junto a una puerta lateral. Una de las acomodadoras de medallón organizaba la distribución del público que precisaba transporte.
Llegamos al hotel cerca de la una.  Angel y yo teníamos un poco de hambre, así que dimos cuenta de parte del picnic que nos sobró del avión. Nos sentamos en el salón cafetería del hotel, donde no había nadie a esa hora. Entraron muy bien el queso y la mojama. Pili se fue a acostar, porque Pili nunca tiene hambre.
Hacia la una y media nos retiramos a nuestros aposentos.


Buenas noches desde Milán.

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