He decidido dedicar un capítulo entero a
nuestra aventura operística porque hay mucho que contar. No quiero ahorraros el
más mínimo detalle.
En cuarenta y cinco minutos estábamos
los tres duchados y maqueados para salir con destino al Teatro alla Scala para
disfrutar de una noche de ópera, Angel y yo con zapato plano y Pili subida a
unos andamios color fucsia.
Hicimos el trayecto en tranvía, que para
eso somos tres aldeanos. Lo de llegar en limusina no va con nosotros. Y no
éramos los únicos. A mitad de trayecto se nos unió un matrimonio de septuagenarios
de cabellos blancos y noble porte, él de smoking azul y ella en traje de
cocktail negro.
La línea 1 del tranvía para
convenientemente en la puerta del teatro, que aún estaba cerrado. Ya había
otros esperando para entrar. Entre el público, ciudadanos de muchos países
vestidos de muy diversas maneras, desde el traje de noche y el smoking hasta
polo y zapatillas de deporte, aunque éstos eran los menos.
Entramos en el bar contiguo al teatro
donde se bebía champán francés durante la espera. Mucho glamour para esta
cateta, que se tomó una Coca Cola por si acaso le entraba el sueño. Lo del
champán quedó descartado para evitar acabar cantando a coro con Plácido
Domingo. Sí, queridos, uno de los cantantes era Plácido Domingo en persona.
Los tres catetos admiramos boquiabiertos
las lámparas que colgaban del techo, las escaleras, el ambigú. Nos
sacamos fotos sin ningún tipo de vergüenza. ¿Quién nos iba a conocer allí?
Yo me sentía como Julia Roberts en
Pretty Woman, sin Richard Gere ni
prostitución de por medio.
Unos sujetos vestidos de negro con un
medallón gigantesco colgando del pecho hacían de acomodadores. El nuestro nos
abrió el palco con una llave que no era muy de fiar, como la de un armario
ropero, pero quedaba guay.
Nuestro palco era de cuatro asientos,
dos sillas en primera fila y dos bancos tapizados en segunda. El banco de la
derecha no permitía ver mucho del escenario. Para tener una buena vista era
necesario estar de pie. Lo ocupó una rusa de San Petersburgo que nos contó que
había adquirido la entrada junto con unas amigas hace unos días. Estaban
distribuidas en distintas localidades pues ya no había posibilidad de
acomodarse juntas.
El espectáculo comenzó puntualmente a
las ocho de la tarde y terminó a las doce y veinte de la noche, con dos
intermedios. Sí, cuatro horas y veinte minutos que no se hicieron ni largas ni
aburridas, y que no me hicieron echar de menos la presentación de los nuevos
aparatos de Apple que estaba teniendo lugar en ese mismo instante y que suelo
ver en directo on-line.
Procedo a contaros lo que sucedía en
aquel escenario.
Imaginad un suelo cubierto de nieve y
mugre, una batalla entre dos bandos que ni hablaban ni cantaban. Los malos
vestidos con uniforme gris verdoso y los buenos con casacas rojas y blancas. El
jefe de los malos es un tal Tamerlano y el jefe de los buenos, Bajazet, interpretado
por Plácido Domingo. Ganan los malos y meten preso a Plácido Domingo, que de
vez en cuando se escapa por el escenario. Mientras tanto, como quien no quiere
la cosa, nuestra rusa va aproximando su banco hacia el borde del palco, en el
estrecho hueco entre Pili y yo.
Aparecen dos vagones de tren tamaño
natural por la izquierda del escenario. Uno se abre para que podamos ver lo que
está pasando dentro.
Sale una señora vestida un poco hortera.
Es la hija de Plácido Domingo. Lo sé porque en los momentos de euforia gritaba:
“Mío padre”. Muy joven no era. Desde mi asiento podía verle la celulitis de los
brazos.
Parece que la hija de Plácido Domingo
está enamorada de uno que se llama Andrónico, pero se tiene que casar con el
malo, Tamerlano.
Plácido Domingo va preso en el tren, en
una jaula, pero ya digo que de vez en cuando sale porque se escapa.
Nuestra rusa va tomando posición entre
Pili y yo echándole un morro que lo flipas.
Desde nuestros asientos teníamos una
vista estupenda de la orquesta. El director era como el malo de las películas
de James Bond antiguas, calvo y vestido con una casaca negra de cuello mao. El
tío era un máquina porque, aparte de dirigir a la orquesta, tocaba uno de los
tres clavicordios. Entre nosotros, a mí los clavicordios me parecen pianos
baratos.
La orquesta merece un capítulo aparte.
Allí pasaban muchas cosas interesantes. Llegó un tío que tocó la trompeta no
más de tres minutos y luego se fue. Había una señora mal sentada en su silla,
como quien está en su casa viendo la tele. Su intermitente actuación no duró
más de media hora. Su instrumento era una flauta de esas grandes que se tocan
de lado. Me pregunto si ella y el
de la trompeta ganan lo mismo que los que tocaban el clavicordio principal y el
del laúd, que no pararon. Había también tres flautistas con instrumentos como
los que se tocan en el colegio pero en grande.
A los contrabajos les hacía falta una mano de barniz urgentemente.
Los violines se veían bien desde arriba.
Según el programa, todos los
instrumentos eran históricos.
De vez en cuando se me iba la vista al
patio de butacas, donde se sentaban los que pagaron más de 300 euros por la
entrada. Allí estaba el matrimonio del tranvía, sentados en los asientos que yo
hubiera escogido de haber podido. Seguro que eran de los de abono anual.
Un matrimonio mayor sentado en primera
fila pasaron la primera parte cogidos de la mano. Desaparecieron en el
intermedio entre el segundo y el tercer acto.
Una pareja de jóvenes musulmanes, ella con
la cabeza bien envuelta, se hacía arrumacos. ¡Cómo se nota que no estaban en su
país!
El malo era un ser despreciable
maltratador. Le cascó varias bofetadas a la hija de Plácido Domingo. En la foto aparecen los dos delante del tren. Esta imagen la saqué de la crítica del
Financial Times. No se podían tomar fotos durante la representación.
De vez en cuando salían a escena una
joven elegantísima con el pelo burdeos y un abrigo de pieles del mismo color.
Cantaba de puta madre.
Casi siempre salía acompañada de un
individuo disfrazado de Rasputín. Y es que la ambientación era así como de la
revolución rusa, pero no podía ser porque el compositor, Händel, se murió un
poco antes.
No conseguí enterarme de la relación de
estos dos con los personajes principales. Eso de que no pusieran subtítulos fue
un fastidio. En la Maestranza de Sevilla salen por encima del escenario para
que te enteres de todo. Supongo que aquí se considera sacrilegio. Cierto es que
teníamos en el palco unas minipantallas estrechas y alargadas donde suponemos
que salían las letras, pero las nuestras debían de estar sin pilas porque no se
veía nada.
El malo y Andrónico cantaban con voz de
mujer. Si cerrabas los ojos no tenías nada claro que fueran tíos cantando. A mí
me dan un poco de grima los tíos cantando en falsete, pero cuando llevaba un
rato oyéndolos me acostumbré.
Seguro que la ópera estaba escrita para
castrati. No sé cómo se las arreglan ahora porque eso de castrar a la gente ya
no se puede hacer alegremente como antes.
Los únicos que cantaban con voz de
hombre eran Plácido Domingo y el que iba disfrazado de Rasputín.
Plácido Domingo iba vestido con una
casaca blanca que acabó llena de mugre. Cada vez que se escapaba acababa por
los suelos, y ya os he contado que el suelo era una mezcla de nieve pisoteada y
mugre. Al final se suicida y se tira al suelo para morirse del todo. No lo
recogió nadie de allí. El suelo se abrió y desapareció.
En uno de los solos de Plácido Domingo
Pili tosió estrepitosamente. Pili ya puede decir que le tosió a Plácido
Domingo.
En los intermedios sólo me moví del
palco para ir al baño. No quería perderme las vistas con las luces
encendidas.
En el primer intermedio Angel colocó su
banco en el sitio que la hijaputadelarusa, como fue bautizada, había ocupado
sin permiso durante el primer acto, así que se pasó la segunda parte de pie
para poder ver algo. En el segundo intermedio desapareció para siempre. La
descubrimos sentada en el patio de butacas junto a los árabes, ocupando la
localidad de una de las bastantes personas que habían desaparecido en el último
intermedio.
En un momento dado, desde el fondo muy
hondo del escenario se empieza a desplazar una estructura que resulta ser un
balcón con dos escaleronas a los lados. Cuando las escaleras se despligan
crujen un poco. Tienen que arreglar eso.
Es en ese momento cuando me doy cuenta
de que el escenario del teatro es enorme, tanto de fondo como de ancho. Para
guardar el tren que entraba y salía por la izquierda hace falta mucho espacio.
La última escena de la ópera es
simplemente espectacular. Los cuatro cantantes que quedan vivos cantan a coro
“D’atra notte”.
Aplaudimos durante largo rato al terminar la representación.
Plácido Domingo, con su casaca llena de
mierda, fue el más aplaudido, aunque ya se le nota que no está al cien por
cien. Incluso a la hora de saludar le costaba inclinarse.
Tuvimos que esperar un rato a que nos
adjundicaran un taxi. Ya no eran horas de tranvía.
Había una cola ordenada dentro del
teatro, junto a una puerta lateral. Una de las acomodadoras de medallón
organizaba la distribución del público que precisaba transporte.
Llegamos al hotel cerca de la una. Angel y yo teníamos un poco de hambre,
así que dimos cuenta de parte del picnic que nos sobró del avión. Nos sentamos
en el salón cafetería del hotel, donde no había nadie a esa hora. Entraron muy
bien el queso y la mojama. Pili se fue a acostar, porque Pili nunca tiene
hambre.
Hacia la una y media nos retiramos a
nuestros aposentos.
Buenas noches desde Milán.
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