19 sept 2017

Una cateta en Bérgamo y Milán (Día 3)

Ayer recibí una llamada de atención por parte de Patricia debido al uso repetitivo de la palabra meretriz en mi última crónica. Pido disculpas a las almas sensibles si se han sentido ofendidas, pero me temo que voy a tener que emplear la palabra nuevamente, porque la hijaputadelarusa no salió de nuestras vidas cuando salimos del Teatro alla Scala.
Quedamos con Angel a las nueve de la mañana en el hall del hotel. A las nueve y diez no había aparecido todavía. Tuvimos que llamarlo por teléfono para despertarlo. No tardó más de quince minutos en aparecer todo repeinado pidiendo disculpas. Un ejemplo más de que no es el sexo femenino el que llega tarde, no.
De nuevo en tranvía fuimos al Duomo, parando un poco antes para desayunar en un sitio que nos dijo la señora que vive dentro del teléfono de Angel, Bianco Latte, donde prometían un café excepcional. Yo, que estoy tratando de curarme de mi adicción al chocolate, pedí un chocolate caliente y un croissant relleno de crema de pistacho. Excelente. Se me acaba de hacer la boca agua acordándome.
Los tranvías de Milán funcionan de muerte. La gran mayoría ya eran antiguos cuando Mussolini, hay otros con aspecto de los años setenta, y otros ultra modernos. Muchos son amarillos y algunos van completamente decorados anunciando algún producto. Nosotros sólo viajamos en los viejos, que hacen un ruido infernal, van despacio y traquetean, pero tienen mucho encanto. Son perfectos para ir contemplando los bonitos edificios que hay en la ciudad.
Están hiperlimpios y perfectamente conservados por dentro y por fuera. Los asientos, corridos a lo largo, son de barrotes de madera recién barnizados. Te vas deslizando sin querer hacia el culo del vecino según avanza. Cuando vas con tus otros dos catetos no hay problema, pero cuando te vas echando encima de una desconocida que se acaba cambiando a los asientos de enfrente y te mira levantando una ceja, la cosa es muy diferente.
Está prohibido escupir dentro.
El servicio es muy frecuente. No tienes que esperar más de cinco minutos hasta que aparece uno. Se les oye chirriar a lo lejos antes de verlos. A veces vas a bordo y llevas otro justo detrás.
Cuando llegamos a la entrada del Duomo tuvimos que esperar un poco para entrar porque estaban metiendo por la puerta principal una grúa de esas con canasta.
Teníais que haber visto la cara de Angel allí dentro. Disfruta como un niño dentro de una iglesia. Es lo que aquí llaman un capillita, antiguo hermano mayor de una hermandad de Semana Santa y miembro de una banda de músicos de los que tocan detrás de los pasos, se le ilumina la cara delante de una vidriera, un santo o un altar. Nos metió en todas las iglesias que nos encontramos en Milán. Pili y yo encantadas, porque eran todas alucinantes.
Visitamos el templo por dentro y por debajo, donde están las catacumbas. Luego salimos a la calle para volver a entrar por una puerta lateral que nos conduciría, escaleras arriba, hasta el tejado. Tanto en la primera como en la segunda puerta había militares que nos pasaron un detector de metales y nos abrieron los bolsos.
La subida mereció la pena. También se puede hacer en ascensor, pero era más cara y menos emocionante. Durante el ascenso nos iban dando ánimos los que bajaban, e igualmente hicimos nosotros en sentido contrario.
Fuimos testigos de lo que es capaz de hacer un español en un monumento protegido. No voy a decir lo que pienso del autor para evitar que Patricia me llame la atención otra vez.
El mes pasado tuve oportunidad de ver otro ejemplo aún más execrable de vandalismo hispano. Estuve en las cuevas rupestres de San Román de Candamo en Asturias. Un malnacido había escrito su nombre justo encima de un bisonte de la época paleolítica. No sigo, que Patricia me va a llamar la atención.
En el tejado también presenciamos lo que un japonés es capaz de hacer por una buena foto.
Que digo yo que vaya trabajito decorar lo alto de la catedral para que no se vea casi nada desde abajo.
Una vez en la calle nos desplazamos andando hasta el Castello Sforzesco por la Via Dante, una ancha avenida peatonal con tiendas, cafeterías y restaurantes que estaba muy animada.
Antes de entrar en el castillo hicimos una parada en la iglesia neoclásica Santa María della Consolazione. Ahí queda eso.
El castillo es del siglo XV. Tiene un foso sin agua y unos jardines enormes al fondo que van a dar al Arco della Pace.

Había un músico tocando Summertime. Cuando nos acercamos vimos que el instrumento era un theremín. Algo que ver con señales eléctricas. Hasta ahí llegan mis conocimientos de física.


Según salíamos hacia los jardines fue cuando nos cruzamos con la hijaputadelarusa, que no sabemos si se hizo la sueca o es que ve mal. Y es que el mundo es un pañuelo, y Milán más. No podíamos habernos encontrado con Giorgio Armani o Pierre Casiraghi, no, tenía que ser con la hijaputadelarusa.
A Angel le hacía ilusión subirse a lo alto de la Torre Branca, una construcción metálica gris que se daba un aire a la Torre Eiffel pero en cutre. Estaba cerrada porque cierran para comer dos horas como nosotros. Como no era plan de esperar tanto tiempo, la señora que vive en el teléfono de Angel nos buscó una parada de tranvía para ir a los Navigli. Viajamos acompañados de don Francisco de Quevedo.
Los Navigli son unos canales artificiales que se construyeron para conectar Milán con otros lugares de Europa. A través de ellos llegaron, por ejemplo, los mármoles que hicieron falta para construir el Duomo. Hoy en día quedan el Naviglio Grande y el Naviglio Pavese para uso y disfrute del público. Hay barcos restaurante y montones de lugares donde comer y tomar algo en ambas orillas.
Allí comimos en un antro donde nos vendieron unas rodajas de pizza enormes y riquísimas, de pie para no perder tiempo y no llenarnos más de la cuenta.
Caminamos por la zona adentrándonos en el Corso di  Porta Ticinese. Al principio de la calle hay muchos hoteles de una estrella. Según Angel, aquello tenía que ser el barrio de las titis (sinónimo de meretriz), aunque no vimos a ninguna. Los edificios eran espectaculares, pero se veía que la zona había ido a menos.
Intentamos entrar en la iglesia de San Lorenzo Maggiore alle Colonne, la más antigua de Milán, situada tras una columnata romana. No nos fue posible porque estaba cerrada por la comida. El anciano que vigilaba todo aquello comenzó a hablarnos cuando nos vio por allí, hasta que de repente dijo: “¡Ah, españoles!”, con cara de yoconvosotrosnimemolesto. Teníais que haber oído lo que salió por la boca de Pili según nos íbamos todos ofendidos. No repito sus palabras para que Patricia no me llame la atención.
A medida que nos íbamos acercando hacia el Duomo mejoraban las tiendas y el ambiente. Entramos en un supermercado outlet de chuches. ¡Qué os voy a contar del mal rato que pasamos allí dentro! Angel se portó como un campeón. Angel tiene con las chuches el mismo problema que yo con el chocolate. La única que salió con la bolsa llena fue Pili, para sus sobrinos.
Llegamos a la plaza del Duomo un pelín cansados de tanto andar. Nos dirigimos a otra terraza a la que le habíamos echado el ojo anteriormente, situada justo enfrente de la de Aperol, mirando al Duomo y a la Galería Vittorio Emanuele II, en la parte alta del Museo del Novecento. Nos tomamos un aperitivo sin prisa, disfrutando de las vistas de la plaza, observando la creciente presencia policial y militar, muy fuera de lo normal. Angel repitió con el spritz.
Salimos de la plaza buscando Peck, un delicatessen que se define como templo de las delicias gastronómicas. Verdaderamente lo era. Daban ganas de comprárselo todo. Pili adquirió pasta de diversos tipos y salsas. También nos llevamos unos grissini para acompañar al picnic del avión de vuelta.
Creo que entramos en todas las tiendas de Milán que nos encontramos antes de volver en tranvía al hotel  a sentarnos un rato antes de salir a cenar.
Tomamos el salón cafetería como si fuera el de nuestra propia casa.
Decidimos cenar en el restaurante junto al hotel. Ofrecían una carta variada de comida típica italiana. Compartimos una pizza, un carpaccio de atún y una olla de pasta con marisco. La pasta era como spaguetti gigantes con encaje por los lados. Llegó la olla cubierta por una tapa de pasta. Al principio no nos atrevíamos a tocarla. Nos quedamos mirando para ella como tres catetos hasta que Angel se armó de valor y le clavó un cuchillo con saña.
Después de cenar me apeteció un helado. Según la señora del teléfono del Angel, al costado de la estación de tren había un sitio bueno. Como estábamos a unos pasos de allí, nos acercamos. El costado de la estación estaba lleno de mendigos recogiendo enseres de una furgoneta de una ONG. No daba mal rollo, pero tampoco bueno.
La heladería resultó ser un puesto ambulante, pero los helados eran sensacionales. Lo pedí mitad de pistacho y mitad de avellanas. Tenía hasta tropezones.
Volvimos al hotel a caer muertos en la cama después de un larguísimo día de turistas.


Buenas noches desde Milán.















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