Martes 21 de marzo.
De vez en cuando oía gritar al rumano en
rumano como banda sonora de mis sueños, hasta que a las dos y cuarto de la
madrugada se abrió de nuevo la puerta de par en par, se encendió la luz
principal de la habitación y entró una silla de ruedas empujada por una auxiliar
seguida de un anciano de unos setenta años, evidentemente esposo de la anciana
que ocupaba la silla. “Otra que no se peina, y él se tiñe el poco pelo que le
queda”- fue mi primer pensamiento cuando me senté como un resorte en la cama al
oírlos entrar.
“¿Qué le pasa al rumano?” – pregunté a la auxiliar
mientras ésta preparaba la cama de mi nueva vecina.
“Al rumano lo han encontrado saliendo por
la puerta de emergencias en pijama y zapatillas. Más tarde ha tenido que venir
el de seguridad a calmarlo.”
Volví a echarme en la cama haciendo como
que dormía, aunque era imposible. Mi nueva vecina necesitó que la lavaran
porque se había orinado encima mientras esperaba en urgencias a que la
atendieran. Introdujeron su ropa en una bolsa de basura que el marido metió en
el armario empotrado, armario que no cerró.
Cuando la auxiliar terminó su trabajo, que
realizó con un cariño extremo, nos dejó con la puerta abierta y la luz
principal encendida.
“Apaga la luz” – le dijo la anciana al
marido.
“Yo no toco nada, no vayamos a estropearlo” – contestó él.
A continuación se metió en el cuarto de
baño sin cerrar la puerta. Desde mi cama supe que el anciano sufría problemas
de próstata. No había ni continuidad ni puntería, como poco después tuve
oportunidad de constatar.
Volvió a la habitación y se dejó caer en la
butaca azul con un suspiro.
Al poco rato, incapaz de dormirme con
aquella iluminación y los gritos del rumano de fondo, me levanté de la cama a
cerrar la puerta del armario, la puerta de la habitación, apagar la luz y a
explicar al matrimonio cómo manejar las luces que había encima de cada cama. Le
ofrecí a mi vecina un plátano que me sobró de la primera comida porque les oí
comentar que estaban sin cenar. No quiso aceptarlo.
El resto de la noche fue una sucesión de
gritos del rumano y suspiros del marido de mi vecina. Hacia las seis de la
mañana fueron acompañados por el quejido gitano del vecino de al lado.
A las siete de la mañana me levanté, me
arreglé y salí de la habitación acompañada de mi iPad y mi iPhone dispuesta a
esperar a Pilar leyendo en las sillas pegadas cerca de los ascensores.
Al pasar por la puerta de la habitación del
rumano siniestro le vi los tobillos atados a la cama. Estaba más callado que un
muerto. Luego me contaron que los de seguridad tuvieron que subir dos veces,
que arrancó la barra que sujeta los goteros al cabecero de la cama para
intentar agredir a una enfermera.
Sobre las ocho, aún sin noticias de Pilar,
se sentó a mi lado una señora colombiana que resultó ser la esposa del señor
extranjero que había metido los dedos en el enchufe. “Tía, ya lo podías haber
peinado antes de salir de casa” – pensaba yo mientras me contaba con todo
detalle su vida.
Resulta que viven los dos solos en el
campo, rodeados de garrapatas y otros animales más grandes. La tarde anterior
el extranjero, que es holandés y psicoterapeuta, comenzó a comportarse de
manera extraña, llegando a perder la visión. El médico que los atendió les dijo
que había probabilidad de que se tratara de una mordedura de garrapata.
La colombiana me contó que el holandés vive
enamorado de su gata, que se llama…. ¡Ay! Se me ha olvidado el nombre de la
gata. Era nombre de mujer, no de gata. La colombiana, que habla con la gata a
la que odia, le preguntó a ésta si le había transmitido una garrapata a su
dueño.
Me contó cómo hay que hacer para extraerse
una garrapata del cuerpo, que ella tiene mucha experiencia al respecto porque,
como ya dije antes, vive con ellas.
Me estuvo diciendo que tenía a los cuatro
perros sin comer desde el día anterior, que tenía que volver a casa a
alimentarlos, pero que no sabía si podía dejar solo al holandés. Yo me permití
opinar que si era para un rato, no debería de suceder nada. De dar de comer a
la gata no mencionó nada. Probablemente estaba en sus planes asesinarla
aprovechando la ausencia del holandés.
Un poco antes de las nueve volví a mi
habitación. Mis vecinos se presentaron. Ella se llamaba Guadalupe y él Manuel. Era
evidente que Guadalupe sufría Alzheimer, y que a Antonio le quedan dos
telediarios para que le diagnostiquen lo mismo.
Me trajeron la bandeja del desayuno, aunque
tenía instrucciones de permanecer en ayunas para las pruebas que me iban a
hacer. La auxiliar me dijo que me la quedara para comer a la vuelta.
Pasó la residente de primer año a visitar a
Guadalupe. La hizo ponerse de pie y pasear por la habitación con gran
dificultad.
Al rato pasó el neurólogo, otra vez a ver a
Guadalupe. Le preguntó si sabía qué día era, qué estación del año, qué mes.
Guadalupe contestaba: “y yo que sé”, acompañado de una carcajada nerviosa, como
si aquello fuera muy gracioso.
Llegó una auxiliar a buscarme empujando una
silla de ruedas. Me bajó a la planta de
Rayos y Centellas y me dejó abandonada a la puerta sentada en mi
silla. Como no venía nadie, empecé a jugar con la silla para ver cómo se
manejaba y a intentar hacerme un selfie. Yo es que es ver una silla de
ruedas desocupada y sentarme a sacarme una foto. Tengo una buena colección, por
ejemplo una que me hice en el Hospital de Mujeres de Cádiz. Nos reímos tela
marinera Héctor, Mónica y yo con aquellas sillas. No le pongo antifaz
a Héctor porque ya es mayorcito.
La última que me hice fue en un museo de
Estambul donde cenamos con ocasión de la conferencia de WISTA hace año y medio.
Lo del selfie sentada en una silla de
ruedas es complicado, más si añadimos mi falta de habilidad para las autofotos.
A todo esto me empezó a entrar un frío
terrible por los pies. En la planta de Rayos y Centellas no estaba el clima
para chanclas.
Un individuo vestido de azul claro se asomó
a la puerta y me preguntó: “¿Usted anda?” Cuando le contesté que sí me quitó la
silla y me llevó a sentar a un banco de madera. Seguro que me estaban viendo
por algún agujero jugando con la ella.
A punto de sufrir amputación de varios
dedos de los pies debido a la congelación, vinieron por fin a buscarme para
entrar en la sala de resonancia.
La auxiliar era una señora encantadora. Me
ayudó a colocarme igual que en la foto. Me puso un casco en la cabeza, una
pera en la mano para llamar si necesitaba algo, una almohada debajo de las
piernas y una manta para taparme porque estaba helada. A continuación me
introdujo en el tubo.
Pilar ya me había advertido el día anterior
que iba a pasar dentro bastante tiempo porque el neurólogo había pedido todo
tipo de pruebas, incluyendo una de las tuberías que suben por el cuello.
Cerré los ojos y me dispuse a aguantar
aquello tranquilamente. Por supuesto, comenzó a picarme la nariz, un ojo, la
cabeza, un hombro. Si te mueves durante la resonancia, se fastidia la
resonancia, de modo que tuve que aguantar estoicamente los picores. Se
sucedieron los golpes, los “clac, clac, clac”, los pitidos. Por fin, cuando
debía de llevar dentro como cuarenta y cinco minutos, me sacaron del tubo. Pero
no, aquello no había terminado. Haciendo uso de la vía que llevaba puesta en el
brazo derecho desde el sábado por la noche, me enchufaron un líquido de
contraste que al rato noté perfectamente entrar en mis venas porque estaba
fresquito.
Antes de meterme de nuevo en el tubo la
auxiliar se inclinó sobre mí para decirme que la doctora Pilar estaba fuera
vigilando todo el proceso. La doctora Pilar, que llevaba en el hospital más de
24 horas sin descansar se había quedado después de su guardia para controlar mi
resonancia.
Se me saltaron las lágrimas. Como estaba
tumbada, las lágrimas cayeron por los laterales de la cara, metiéndoseme en las
orejas, causando un horrible picor primero y un frío tremendo después. Y yo sin
poder moverme.
Aproximadamente hora y media después de
entrar en el tubo, me sacaron medio zombi, balanceándome, un poco mareada
después de tanto ruido molesto.
Pilar se sentó conmigo en el banco de
madera mientras me recuperaba. A primera vista las pruebas no detectaron nada
extraño.
Nos despedimos y fui transportada en silla
de ruedas de nuevo a mi habitación. Me crucé con el holandés errando despistado
por el pasillo. Enseguida lo cogió del brazo la enfermera jefe para llevarlo de
vuelta a su habitación, preguntando en voz alta dónde estaba la mujer de aquel
señor. “Dando de comer a los perros” – pensé yo para mí, pero no dije nada en
voz alta porque la enfermera jefe estaba muy cabreada y lo mismo pagaba
conmigo.
De vuelta en mi habitación, di cuenta de mi
bañera de Nesquik, que aún estaba templado, y de un paquete de galletas que la
acompañaba. Por megafonía salió la voz de la enfermera jefe informándonos que
el último carrito para recoger las bandejas del desayuno iba a ser retirado en
breve.
Corrí todo lo que pude, pero cuando salí al
pasillo ya no había carro, así que llevé la bandeja hasta el mostrador de
enfermeras, donde no había nadie. Dejé la bandeja allí y volví a la habitación.
No pasaron ni tres minutos cuando oí la voz de la enfermera jefe en la puerta
preguntando: “¿Quién ocupa la cama 225-1?”. Asomé la cabeza y levanté la mano.
Venía con la bandeja del desayuno, que llevaba una etiqueta delatora con mi
nombre y número de referencia. Me riñó por haberla dejado en el mostrador. “Ay,
Dios, que no estoy en un balneario, que he vuelto al colegio”.
Decidí darme una ducha y ponerme el pijama
limpio del día, pero no cambié la cama a la espera de acontecimientos. Y los
hubo. Llegó el neurólogo con un manojo de papeles para mandarme a casa porque
ninguna de las pruebas dio como resultado enfermedad o deformación conocidas.
Llamé a mis jóvenes padres para que fueran a
sacarme de allí. Me vestí de paisano y fui a buscar a alguien que me quitara la
vía del brazo. Cuando me arrancaron los esparadrapos, de todas las perrerías
que me habían hecho desde el sábado por la noche, evalué el nivel de dolor en
segundo lugar por detrás de la inyección de Heparina.
Mis vecinos de pasillo, al verme sin
pijama, comenzaron a felicitarme por mi alta.
A la una en punto empezaron a distribuir
las bandejas con la comida. El celador que llevaba el carro con ellas me dijo:
“Te quedas a comer, ¿no?” ¡Y qué bien que me quedé! Unos macarrones con tomate
y carne y un muslo de pollo con patatas fritas absolutamente deliciosos.
Según empezaba a disfrutar de aquella
estupenda comida, entró por la puerta de la habitación el cantante de los Mojinos
Escocíos con 20 años menos y 20 kilos más. Era el hijo de Guadalupe y Antonio,
que tomó al asalto una de las butacas azules con evidente intención de
permanecer allí por largo rato.
“Menos mal que yo me voy para casa”.
Cuando terminé de comer me despedí de todo
el mundo, paré en el mostrador de enfermeras a dar las gracias por el excelente
trato recibido y bajé a la calle a esperar a mis padres.
Había mucho movimiento de gente entrando y
saliendo. Una gitana, parada justo detrás de mí, profirió la siguiente frase que
tuve que apuntar inmediatamente porque luego iba a ser incapaz de acordarme
palabra por palabra: “Tiene que vení a zacaze la zangre y lo legtro”.
Desde aquel día estoy en casa
recuperándome. Me encuentro estupendamente y lista para volver al trabajo el
martes.
Muchas gracias a todos por vuestros
mensajes y a aquellos que han venido a visitarme cargados de chocolate, incluida
Rocío y su delicioso marroncete gigante.