26 mar 2017

Una cateta en el SAS* (Día 1)

*Servicio Andaluz de Salud

Sábado 18 de marzo.
El viernes desperté tarde con el muslo izquierdo dormido. Nunca antes había tenido esa sensación. Se me han dormido brazos, piernas, cualquiera de mis 20 dedos y otras partes del cuerpo que no voy a enumerar, pero nunca un muslo.
Ya en la oficina empecé a sentir hormigueo en el lado izquierdo de la cara, a veces también en la zona occipital.
Como estaba de guardia no tuve tiempo de prestarle mayor atención al asunto, aunque aquello siguió con mayor o menor intensidad a lo largo del día.
El sábado la sensación continuaba. Tuve que comer a la una porque tenía varios barcos que visitar a partir de las dos y media. No noté falta de fuerza al subir y bajar las escalas.
A las siete de la tarde, cuando ya tenía todo el trabajo casi finalizado, empecé a pensar en ello seriamente. “¿Y si esta noche me quedo tiesa o, peor aún, me quedo como Marichalar por no prestar suficiente atención a los signos de alerta?” Así que entre mis amigos médicos escogí a Alberto para consultarle qué hacer. Lo llamé y le conté los síntomas. Me recomendó que no lo dejara correr, que lo mismo no era nada que sí lo era, y se ofreció inmediatamente a llevarme él mismo al hospital a hacerme un TAC.
Como tengo un seguro privado, le dije que no era necesario. Me pidió que lo mantuviera informado.
Terminé en la oficina sobre las ocho de la tarde. Pedí a mi taxista favorito que me acercara a la clínica de Sanitas, donde tuve que esperar unos cuarenta minutos a ser atendida. Por delante de mí pasaron dos adolescentes en silla de ruedas, uno de ellos con un pie más grande que el otro fruto de una evidente inflamación.
La sala de espera estaba a reventar de gente porque por cada enfermo o herido había dos o tres familiares acompañantes, amigos en el caso del adolescente con los pies diferentes.
Un señor gordo como un tonel y colorado como un tomate se encontraba sentado frente a mí en silencio, evidentemente preocupado, rodeado de sus tres parientes correspondientes. Salió un doctor a verlo y a comunicarle que el resultado del electro era normal. Fue como si le devolvieran la vida de repente. Recuperó el habla y comenzó a contar a su familia con todo detalle lo que había estado sintiendo. Seguro que luego celebró su no-infarto con una tremenda cena.
La doctora que me atendió me hizo caminar y tocarme la nariz con los ojos cerrados, me dio martillazos en las rodillas, me auscultó, me miró dentro de los oídos y la boca y me envió a enfermería, donde me tomaron la tensión y me pincharon un dedo para ver si tenía la glucosa alta. Todo normal.
La amable doctora me envió a casa con una patada en el culo y la recomendación de pedir sin dilación cita en un neurólogo para investigar a fondo el asunto. Eso sí, me advirtió que volviera echando viruta al menor síntoma extraño.
Desde la misma clínica llamé a Alberto para informarle de todo.  Con la boca llena (estaba cenando, evidentemente) me dijo que no me moviera de allí, que iría en unos quince minutos a recogerme para ir al hospital a hacerme el TAC.
No fueron quince minutos. Uno no termina de cenar, se acicala, baja al garaje y conduce hasta la clínica en quince minutos. Era un decir lo de los quince minutos.
Cuando llegamos al hospital, aparcamos donde todo el mundo pero hicimos entrada por donde sacan la basura. Subimos a radiología, que es la especialidad de Alberto, y en un momento me encontré tumbada entrando en aquel enorme cilindro. 
A continuación, Alberto me llevó a una habitación donde había varios ordenadores, taquillas y butacas donde descansan los médicos de guardia. Cuando logró entrar en mi expediente, apareció en pantalla una imagen de mi cabeza que se movía de diversas formas según él tocaba el ratón. Paró en la que adjunto. Me
pidió que me acercara para explicarme sin paños calientes lo que estaba viendo. Ese es el momento en que una persona normal sufre un ataque de nervios, un micro infarto o un desmayo del que sales cuando ponen un bote de sales bajo tu nariz. Yo no soy así. A veces creo que tengo el corazón de goma.
Lo primero que me llamó la atención fue el puntito blanco en el plexo coroideo de la izquierda (las dos masas negras con forma de plátano, que se llaman ventrículos laterales). No es que yo sepa lo que es un plexo coroideo, que lo acabo de mirar en Google y lo he consultado con Alberto para no escribir burradas.
La imagen, según me explica, es como si cortas un chorizo y lo miras desde abajo. Por lo tanto, lo que vemos a la izquierda pertenece al lado derecho de mi cabeza.
Sin embargo, lo que Alberto quería contarme se refería a la mancha negra que señalo en naranja. Me dijo que se trataba de un accidente vascular o de una inflamación, en ambos casos algo antiguo y no necesariamente relacionado con lo que me estaba pasando. Descartó el accidente vascular por el tipo de vida que llevo, que para algo tiene que servir comer sano y machacarme todos los días en el gimnasio. El chocolate no cuenta.
Se quedó pensando un momento, me pidió que me acomodara mientras él iba a ver a la médico de guardia internista para preguntarle si debería tomar una aspirina infantil antes de marchar.
Alberto salió de la habitación en vaqueros y polo, pero volvió al cabo de un rato vistiendo su bata de médico. “Uy, uy, uy, aquí pasa algo”, pensé. Y sí pasaba. La internista le dijo a Alberto que yo de allí no me podía marchar, que me tenían que ingresar para hacer más pruebas.
A mí en ese momento lo único que se me pasó por la cabeza fue que tenía hambre, que ya había pasado hace rato la hora de ducharme y que estaba de guardia y que tenía que terminar mi guardia el lunes por la mañana.
-“Alberto, ¿no me vais a dejar terminar la guardia? Déjame marchar a casa y vuelvo el lunes para hacerme las pruebas”.
- “Esto va a quedar para los anales de la historia. Tú de aquí no te mueves” – me dijo medio riendo. “¿Has cenado?”
¿Cenado? Lo último que comí fue a la una de la tarde y ya nos habíamos plantado en las once de la noche.
Volvió a dejarme allí mientras iba a buscarme un sándwich mixto y una botella de agua que devoré. Devoré el sándwich, no la botella.
Bajamos para hacer el ingreso legalmente, por la puerta por donde salen y entran los pacientes, no la basura. A partir de ahí se repitió casi literalmente la secuencia de pruebas que me hicieron en la clínica privada. Ojos cerrados, martillazos, pinchazos, tensión, auscultar; añadiendo electrocardiograma y extracción de sangre. Me dejaron puesta una vía en el brazo derecho para futuros procedimientos.
Fue entonces cuando me dijeron que en lugar de quedarme en aquel hospital tendrían que trasladarme en ambulancia al de enfrente, donde se encuentra el departamento de neurología. Al estar ingresada no era posible el traslado en vehículo particular.
El conductor de la ambulancia apareció casi una hora después. Salimos a la calle caminando porque me pareció ridículo sentarme en una silla de ruedas, y más ridículo subir a la parte de atrás de la enorme UVI móvil. “Yo ahí no me subo, voy con usted de copiloto”. Y así llegué al segundo hospital, copilotando una UVI móvil a la una de la madrugada.
En recepción me colocaron una pulsera como las de los hoteles todo incluido, me acompañaron a la segunda planta donde me entregaron un pijama de rayas y abrieron la puerta de una habitación. Tan inocente de mí, pensé que iba a dormir sola conmigo misma. No, aquello era un hospital público. En aquella habitación había una señora de mi edad despeinada y un adolescente a los que despertamos al encender la luz principal.
Me hicieron la cama, me explicaron para qué servían unos cuantos interruptores y me dejaron allí con aquellos dos desconocidos. Alberto estuvo conmigo hasta ese momento, la una y veinte de la madrugada. Eso es un amigo y lo demás cuento.
Apagué todas las luces para dejar dormir a aquellos dos y me metí con mi bolso en el cuarto de baño a hacer recuento de mis pertenencias: dos teléfonos móviles cortos de batería, un cepillo de dientes de viaje, un mini tubo de pasta de dientes seca, una barra de labios de cacao, dos pañuelos de papel, los auriculares de mi iPhone, 25 euros en billetes y varias monedas que no conté para no hacer ruido, dos tarjetas de crédito, mi iPad, un ibuprofeno y las llaves de casa. Un kit de supervivencia que te cagas.
Me puse el pijama de rayas que misteriosamente era exactamente de mi talla, me lavé un poco, me sequé con servilletas de papel de un dispensador que encontré en la pared y fui hasta la cama tanteando el camino bajo una luz azul que iluminaba apenas la habitación.
Había un armario con dos puertas. Abrí una. Dentro no había nada, así que me apoderé de aquella nada para guardar mi ropa. El bolso lo escondí como pude en la mesilla de noche, por si me robaban aquellos dos desconocidos o cualquier otro desconocido que entrara durante la noche en la habitación.
Me metí en la cama. Aquellas sábanas almidonadas hacían un ruido atronador cada vez que me movía. Me acomodé y me dispuse a pasar el resto de la noche en una cama extraña con dos desconocidos.
Acabo de releer la última frase. Los dos desconocidos no estaban conmigo en la cama. La señora despeinada tenía su propia cama y el adolescente yacía sobre dos butacas enfrentadas.






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