Lunes 20 de marzo.
No tengo nada que contar sobre los
acontecimientos acaecidos, que seguro que acaecieron, durante la noche del domingo
al lunes porque del coma profundo no me sacó nada ni nadie hasta las siete de
la mañana, hora en que se repitieron los quejidos gitanos que no resultaron
salir de la boca de una gitana, sino de un anciano que habitaba la habitación
contigua a la nuestra. Muy auténtico no sonaba aquello, sobre todo porque cada
día sobre la misma hora se producían los alaridos y el dolor no tiene hora, que
yo sepa.
Iván me contó que la noche anterior se
quedó sin cenar. Cuando salió a comer un bocadillo a la cafetería del hospital,
se encontró por el pasillo con un tío muy raro que le dio miedo, volviendo
sobre sus pasos por si las moscas.
La actividad en el pasillo era
completamente distinta a la del día anterior. Lunes, era lunes. Circulaba más
personal sanitario entrando y saliendo de las habitaciones llevando material
médico, tomando la tensión a cada enfermo y distribuyendo medicación o
extrayendo sangre.
A primera hora pasó Pilar a saludarme y a
decirme que ya había prevenido al
neurólogo de mi presencia en el hospital. Andrea también me escribió
para decirme que igualmente había hablado con él.
El neurólogo vino a visitarnos tanto a
María José como a mí poco después del desayuno. Esta vez el pan y la margarina
iban acompañados de mermelada de melocotón. Probablemente el día anterior se
habían olvidado de incluirla. Un tostador en la habitación no nos hubiera
venido nada mal. A tener en cuenta para futuras visitas al balneario.
Después de ser martillada en las rodillas
por tercera vez, que no sé si tendrán que ingresarme de nuevo por lesión de
menisco, auscultada e inspeccionada dentro de la boca y los oídos, el doctor me
hizo algo nuevo. Sacó del bolsillo de bolígrafos de su bata blanca una barrita
metálica que golpeó suavemente contra la cama y me colocó primero pegada al
hueso de la cabeza detrás de cada oreja y luego ligeramente separada para ver
si notaba la vibración y el sonido que producía. Y yo que pensaba que los
diapasones eran sólo para los músicos.
No os he contado que el doctor venía
acompañado de una residente de primer año con la que comentaba todo lo que iba
observando.
Cuando me hizo mirar hacia arriba, algo le
comentó de mi ojo derecho, y lo mismo cuando le dije que oía más bajo el
diapasón por el oído derecho, pero esos son otros problemas que no tienen nada
que ver con mi lado izquierdo, el que me había llevado de cabeza al hospital.
Con María José se detuvo menos tiempo. Ella
ya llevaba allí desde el miércoles anterior. Fue entonces cuando me enteré que
María José sufría síntomas parecidos a los míos, añadiendo visión borrosa. “Lo
de ésta es mucho más grave que lo mío, seguro”- pensé. “Y además, con dieta
blanda.”
Poco después de marchar los doctores,
apareció la señora de la limpieza. Salimos al pasillo para dejarla trabajar en
paz. De debajo de la cama de María José sacó varios kilos de mugre. Nos contó
que había estado de permiso unos días y que esas son las cosas que se encuentra
cada vez que se va de permiso. Es cierto que la señora que limpió el domingo
fue bastante breve.
Tuve oportunidad de ver a lo lejos al
extraño sujeto que dejó sin cenar a Iván. Ocupaba una de las primeras
habitaciones del pasillo. Era joven, alto, muy delgado y ligeramente siniestro.
Nos dijeron que era rumano.
Durante aquel rato que pasamos en el
pasillo se generó una tertulia propia de patio de vecinos. Yo no soy muy de
entablar conversaciones con desconocidos en lugares como las colas de los
supermercados o el transporte público. Sin embargo, hice una excepción durante
mi estancia en el hospital por lo especial de las circunstancias. Además, puede
que atrajera más la atención de mis vecinos por el hecho de pasar sola la mayor
parte del tiempo. Dada la extrema juventud de mis padres, me negué a que
pasaran conmigo todo el día como acompañantes o a que durmieran en una butaca
azul junto a mi cama. No lo consideré necesario. Incluso vino una enfermera
bizca de metro y medio con una libreta a apuntar un teléfono de emergencia en
caso de que me quedara tiesa allí sola.
La enfermera jefe entró en la habitación a
presentarse y a rogarnos que no pegáramos estampitas de santos y Vírgenes en
los cabeceros de las camas (¿?). Me pareció un sargento mayor. Supongo que no
le queda otra que ejercer de tal para mantener el orden, que ya se sabe cómo
somos los españolitos de a pie cuando nos dan cancha.
La enfermera bizca de metro y medio me sacó
sangre. Imagino que el ojo despistado no le permite atinar bien con la
aguja, porque vaya carnicería que me hizo. Por otro lado, estoy convencida de
que en el hospital hay una planta para vampiros como hay una planta de
neurología. No os podéis imaginar la cantidad de tubos de ensayo que llenaron
con mi sangre durante mi estancia.
Cuando por fin pude hacer intento de
meterme en la ducha, llamaron a la puerta del baño preguntando si ya estaba
dentro. Aunque no estaba, dije que sí, porque llevaba desde primera hora tratando
de asearme sin éxito.
Volvieron al rato. Era para tomarme la
tensión.
Al ponerme el pijama limpio del día
descubrí que le faltaba un botón a la camisa, justo el del centro. No pude
quitarme la bata en todo el día.
Volvió el médico seguido de la residente de
primer año con un montón de papeles en la mano. Mandaba a María José a casa.
María José no estaba muy conforme porque no habían encontrado ni solucionado su
problema. El médico le recomendó que visitara a un oculista al ser
probablemente un nervio óptico el causante de sus males.
Entre una cosa y otra, llegó la una de la
tarde y con la una de la tarde vinieron las bandejas de la comida. Al levantar
la tapa me encontré con una desagradable sorpresa: espinacas con garbanzos. No puedo, no puedo. Es que sólo el aspecto ya tira de espaldas. Mucha
capital gastronómica y mucha flauta, pero hasta en los bares te ofrecen
espinacas con garbanzos de tapa. No puedoooooooo. Y no soy yo sola. En mi
familia nadie come semejante mejunje.
No me quedó más remedio que enviarle a mi
madre un Whatsapp diciendo “No te lo vas a creer”, adjuntando foto del plato de
espinacas con garbanzos.
Os voy a contar una anécdota. Mi abuelo
paterno pasó sus últimos meses de vida con nosotros. Llevaba un régimen de
comidas muy estricto. Cuando falleció, quedó en el congelador una bolsa de
espinacas. Mi madre, mi inocente y joven madre, quiso liquidar aquellas
espinacas mezclándolas con garbanzos y poniéndolas sobre la mesa un día sin
previo aviso, a quemarropa. Tras infructuosos intentos por parte de los que nos
encontrábamos sentados a aquella mesa, las espinacas con garbanzos volvieron a
la cocina, y nunca más se supo.
María José consumió su última comida de
dieta blanda antes de marchar. Sus espinacas no llevaban garbanzos.
Yo me conformé con el segundo plato,
pescado al horno, y con el postre de melocotón en almíbar.
Al despedirse, María José me dejó dos
bombones Ferrero Rocher que le valieron mi eterna gratitud. Alguien le trajo de
regalo una caja entera que permanecía intacta sobre su mesa y que yo miraba de
vez en cuando con ojos de carnero degollado. Aproveché uno para tomarlo con la
pastilla de mediodía.
A la una y media de la tarde la habitación
fue toda mía.
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