Lunes 20 de marzo.
Dos minutos después de empezar a disfrutar
de mi soledad me quité las chanclas y me puse mis zapatillas Nike. Lo
de las chanclas no es propio de mí porque ya sabéis que no me gustan los pies y
además siempre tengo frío, pero es que la temperatura en el hospital era tan
cálida que se hacía necesario andar con los pies al aire, como los chinos, pero
sin tocarlos.
Me coloqué los auriculares de mi iPhone y
comencé a caminar pasillo arriba, pasillo abajo, incluyendo la terraza y el
hueco de la escalera en el extremo contrario. Me encontraba francamente bien
después de haber dormido a pata suelta toda la noche y de no haber comido
garbanzos con espinacas.
Mis vecinos y las enfermeras comenzaron a
sonreír cuando me veían pasar una y otra vez, cada vez más rápido. Los pude
estudiar a todos con detenimiento, excluyendo al ocupante de la primera
habitación según se llegaba desde los ascensores, que no se relacionó con los
demás en ningún momento. El único signo de vida fue un visitante cargado con
una bolsa de pastelería el domingo por la tarde. Entró, cerró la puerta y eso
fue todo.
El ocupante de la segunda habitación, el
rumano siniestro, hizo acto de presencia en varias ocasiones. La abertura de la
camisa del pijama de rayas permitía verle hasta el esternón, y el hueco de la
bragueta siempre iba medio abierto. Gracias a Dios no se veía más que
oscuridad. Calzaba unas zapatillas negras con la bandera de España y unos
calcetines negros dentro de los cuales había introducido las perneras de los
pantalones. Todo un espectáculo.
Tenía mirada de loco. No me extraña que
Iván decidiera pasar de la cena.
Se asomaba al hueco de la escalera como
queriendo marchar de allí, daba la vuelta y si se encontraba conmigo de frente,
me miraba fijamente, tan fijamente como lo miraba yo a él según pasaba de
largo. No hay nada como una mirada
indiferente para acojonar a un loco.
En un par de ocasiones alguna enfermera lo
llevó del brazo a su habitación.
A la puerta de mi habitación encontré a una
joven con una libreta que venía a preguntarme qué menú quería para la cena del
día y la comida del día siguiente, y si prefería galletas o magdalenas para la
merienda. Definitivamente, un balneario.
Descubrí por qué había barandillas por todo
el pasillo. Varios de mis vecinos no mantenían el equilibrio. Uno de ellos,
intentando un breve paseo, era incapaz de caminar en línea recta.
Una anciana en camisón me miraba pasar
desde su butaca azul. Lo suyo no era un despeinado, era una obra de arte. Los
pocos pelos que quedaban en su rala cabellera estaban mirando hacia el techo en
lugar de hacia el suelo. Lástima no haber podido sacarle una foto.
Fuera hacía una tarde espectacular.
Lástima que en el balneario no permitieran salir a pasear por los alrededores.
Tras hora y media de caminata decidí que ya
era suficiente por aquel día. Volví a mi habitación a darme una ducha y a
sentarme a leer tranquilamente en la butaca azul. Supongo que fui demasiado
burra, porque nada más sentarme volvieron los síntomas que me llevaron a ser
hospitalizada.
Se abrió la puerta y entró una enfermera
empujando una silla de ruedas en la que me trasladó a Rayos y Centellas para
sacarme una foto por dentro. Me hicieron abrazar un aparato enorme.
Según volvía a mi habitación, le envié a
Pilar un Whatsapp para contarle lo de la foto. Como es radióloga y estaba de guardia,
enseguida me envió un mensaje con una foto de mi foto diciéndome que
tengo la columna de una niña de 20 años. Lo que se ve debajo del pulmón
izquierdo son gases. Menos mal que no comí garbanzos con espinacas. Los gases
no andan a su bola paseando, es que el intestino gordo pasa por ahí.
Llegó mi joven madre a pasar un rato conmigo.
Estuvimos charlando en la habitación.
A las cinco me trajeron la bañera de leche
con Nesquik, esta vez acompañada de dos magdalenas cuadradas que cabían dentro a
la vez sin ningún problema.
Pasaron a tomarme la tensión. 3.5 de mínima.
Sin embargo, no me encontraba débil. Suelo tenerla baja, pero no tanto.
Mi joven madre y yo paseamos por el pasillo
arriba y abajo observando a mis vecinos y a sus visitantes.
Trajeron a un enfermo nuevo en silla de
ruedas, con aspecto de haber metido los dedos en un enchufe. Era un extranjero
de pelos blancos electrificados y ojos azules enormes como desorbitados.
Digo yo que algún neurólogo que tenga
pendiente de hacer la tesis podía estudiar la relación entre las enfermedades
neurológicas y los pelos de los pacientes. Algo hay, porque no es normal que estuvieran
todos tan despeinados.
Conocimos a la hermana y a la madre del
rumano siniestro, que según Pilar eran más anchas que altas. La hermana estaba
en el mostrador contándole al médico de guardia que la madre se quedaría de
acompañante. El médico le dijo que tenía que quedarse alguien que hablara
español para poder comunicarse.
Al rato de marchar la hermana, comenzaron a
oírse gritos en rumano desde el otro extremo del pasillo. Al pasar por delante
de la habitación, vimos al rumano inclinado sobre su madre echándole una bronca
monumental. Tuvieron que acudir el médico de guardia y una enfermera a poner
orden.
“Estos nos van a sacar en el telediario
mañana, ya verás” – le dije a mi joven madre.
Sobre las siete y media me trajeron la
pastilla y el tubito de agua de mar para tomar con la cena.
Mi joven madre me abandonó a mi suerte un
poco antes de las ocho.
La cena llegó puntual. Sopa de picadillo,
tortilla de patatas deconstruida y flan. La tortilla estaba deliciosa. Mientras
me la comía estuvo Pilar haciéndome compañía. Había tenido una tarde muy
ocupada que le había impedido subir antes a visitarme. Antes de marchar me
prometió volver sobre las ocho de la mañana a despedirse, cuando saliera de la
guardia.
Leí un rato y me acosté pronto, un poco
antes de las diez.
A las once y cuarto se abrió la puerta de
golpe, acompañada del ruido de un objeto rodante. Venían a tomarme la tensión
otra vez. 4.5 de mínima.
Volví a dormirme enseguida.
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