Domingo 19 de marzo.
Antes de acomodarme en la cama del SAS tuve la precaución de poner el móvil de guardia del trabajo en silencio, algo que no había hecho nunca porque nunca antes había pasado una noche de guardia en una cama del SAS.
Antes de acomodarme en la cama del SAS tuve la precaución de poner el móvil de guardia del trabajo en silencio, algo que no había hecho nunca porque nunca antes había pasado una noche de guardia en una cama del SAS.
En contra de mi costumbre habitual de
entrar en coma profundo en el instante de poner la cabeza en la almohada, no
pegué ojo en el resto de la noche, exceptuando ratos sueltos que no duraron
mucho. Mis compañeros de habitación respiraban, las sábanas de mi vecina de al
lado sonaban atronadoramente cada vez que ella tenía la poca vergüenza de
moverse, hubo movimientos de personas y artefactos rodantes por el pasillo,
toses en las habitaciones vecinas e innumerables sonidos no identificados, el
móvil del adolescente vibraba cada dos por tres con mensajes de sus coleguitas
seguramente de juerga por la calle.
Dediqué la vigilia a diversos pensamientos,
a reírme sola acordándome del chiquillo que impidió que el ascensor partiera con
Alberto, un celador y yo dentro a la
llegada al segundo hospital, introduciendo una pierna embutida en un pijama y
zapatillas como si anduviera por el pasillo de su casa. Nos pidió cambio de
cinco euros en monedas como si aquello fuera normal en aquel lugar a aquella
hora. Ideé diversas formas de comunicar a mis ancianos padres que no iría a
comer el domingo con ellos añadiendo la noticia de mi ingreso hospitalario sin
causarles alarma. Pensé que por fin estaba oficialmente mal de la cabeza. Hice
una lista mental de las cosas que necesitaría durante mi estancia en el
hospital y que mi madre tendría que ir a buscar a mi casa por la mañana.
A las cuatro en punto el teléfono de
guardia comenzó a vibrar sobre la mesilla causando el mismo ruido que un tambor
en Semana Santa.
No es que fuera una premonición lo de
silenciarlo, es que el móvil de guardia suena a cualquier hora del día o de la
noche para las cosas más peregrinas que dan para escribir otro blog.
Despertaron la señora despeinada, el
adolescente y varios desconocidos de las habitaciones colindantes. Yo no tuve
que despertar porque estaba despierta. Contesté con un susurro: “Un momento,
por favor”.
Me calcé como pude y salí al pasillo a atender
aquella llamada en susurros y a hacer otras dos para resolver el problema que
se me planteaba en la primera. A causa de los susurros se abrieron las puertas
de varias habitaciones y surgieron cabezas de gente. No puedo explicaros qué
expresiones había en sus rostros porque con las prisas salí sin gafas y sólo
alcanzaba a ver cabezas humanas sin más detalle.
Una vez todo claro volví a la cama rezando
para que no hubiera más llamadas porque me veía de patitas en la calle mal de
la cabeza y todo.
A las seis de la mañana se oyó una serie de
gemidos procedentes de una garganta vecina. “Ayyyyyy, ayyyyyyyy, ayyyyyyy”. Exactamente
como si una gitana estuviera iniciando una saeta mal cantada. Me alarmé, no por
la salud de la propietaria de aquella garganta, sino porque los gemidos sonaron
gitanos, y ya se sabe lo que pasa cuando hay un gitano ingresado. Aparecen
veinte gitanos de visita, todos familiares directos del enfermo.
Los quejidos sirvieron como detonante para que
surgieran ruidos de todas las habitaciones, como si todos hubieran estado en
vigilia al igual que yo, en silencio esperando el momento de poder salir de
aquellas malditas camas para iniciar el día.
Hacia las siete hubo luz suficiente en la
habitación para hacer una inspección visual del terreno. La persiana de la
ventana no estaba suficientemente bajada y se filtraba la luz del día. Dos camas
de hospital, una mesilla al lado derecho de cada cama con posibilidad de
convertirlas en mesa para comer, dos butacas azules para los acompañantes de
los enfermos, un televisor de 20’’ pegado a la pared y enganchado a una caja
donde era evidente que había que introducir monedas para que funcionara, unas
zapatillas de ositos junto a la cama de la señora despeinada, unas zapatillas
Nike junto a las butacas que ocupaba el adolescente, el armario empotrado de
dos puertas del que os hablé ayer y un cuarto de baño. Encima de cada cama un
llamador de emergencia, diversos enchufes y una bolsa de plástico cubriendo un
artefacto que no llegué a saber qué era.
Pronto la señora despeinada y el adolescente
volvieron a la vida, o al menos la señora, porque el adolescente adoptó una
actitud de niño autista al que sólo la pantalla del teléfono móvil sacaba de su
mundo interior.
Dado que era evidente que tendríamos que
compartir momentos de intimidad por un tiempo indeterminado, tomé la iniciativa
de presentarme y pedir disculpas por la interrupción de su sueño a las cuatro
de la madrugada. A primera vista la señora despeinada me resultó simpática. La
llamaremos María José a partir de ahora. Fue apropiadamente felicitada porque
aquel día era su santo. Aún pasados varios días desde que dejé de verla, sigo
con ganas de pasarle un cepillo por la cabeza.
A partir de las ocho y media empezaron a
repartir por las habitaciones toallas y sábanas limpias, pijamas y unos
estropajos como los que uso yo en casa para fregar los cuartos de baño.
Colocaron en el pasillo unos recipientes para introducir la ropa sucia. Los
enfermos capaces de manejarse solos teníamos que cambiar las sábanas nosotros
mismos.
Observando que María José portaba una bata
del SAS, pedí una para mí al objeto de ir un poco más cubierta, no por el frío,
sino por decencia.
La temperatura tanto en la habitación como
en el pasillo era ideal para mí.
Entré en el cuarto de baño con el bolso
colgado del hombro, aún sin saber si mis nuevos amigos eran de fiar. Me lavé la
cara y me la sequé con mi nueva toalla. No tenía crema hidratante, de modo que
hubo que añadir la sensación de acartonamiento a la del hormigueo.
A las nueve en punto nos trajeron unas
bandejas con tapa. Al descubrir la mía me encontré con una bañera de leche, un
sobre de café descafeinado, un sobre de azúcar, un bollo de pan metido en una
bolsa transparente, una tarrina de margarina, una cuchara y un cuchillo de
plástico. Yo veo esas bañeras de leche y me viene a la imaginación una persona
metida dentro como en un jacuzzi, con los brazos apoyados en el borde.
Entró una enfermera a traer pastillas para
mi vecina y le pregunté tímidamente si sería posible cambiar el café por
chocolate. Volvió a los pocos minutos con un sobre de Nesquik. Hice uso de la
mitad, guardando la otra mitad para futuras ocasiones.
A las nueve y media me armé de valor y
llamé a mi anciana madre para contarle la batalla y encargarle que fuera a mi casa a buscar mis trastos. A los cinco
minutos llamó mi tío de Madrid para que le explicara otra vez lo mismo porque
mi anciana madre desconectó en el momento en que oyó la palabra hospital salir
de mi boca.
Cuando María José se hubo aseado y sacó al
autista a pasear un rato por el pasillo aproveché yo para darme una ducha
haciendo uso del estropajo y de una agradable espuma que salía de un
dispensador que colgaba junto al lavabo. De nuevo tuve que prescindir de la
crema hidratante, pero me encontré muchísimo mejor.
Disfruté de unos pocos minutos de soledad
en la habitación observando el paisaje desde la ventana. Fue en ese
momento cuando decidí que me iba a tomar aquello de la mejor manera posible,
como una estancia en un balneario barato.
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