06:00 hrs. Sonó el despertador y salté de
la cama como un resorte. Me arreglé rápidamente y me despedí de la
recepcionista italiana en francés. Su respuesta: “¿Qué?”.
A las 06:30 hrs estaba tomando el metro en
la estación junto al hotel. Llovía. Para acceder al andén tomé un ascensor
porque las escaleras, con la maleta a cuestas, eran todo un reto. Una vez
dentro de la cabina, empecé a pensar que no era tan buena idea. Hace años quedé
encerrada en un ascensor con mis padres y mi maleta cuarenta y cinco minutos
antes de tomar un tren. Desde entonces, cada vez que salgo de viaje bajo con la
maleta andando por la escalera.
A las seis y media de la mañana hay más
vida en Lausanne que a las seis y media de la tarde. En el metro no se cabía.
Mi maleta y yo tuvimos que estrujarnos como pudimos para entrar en el vagón. En
el trayecto, de una sola estación, ni un murmullo. Silencio absoluto.
A las 06:42 estaba subida al tren destino
al aeropuerto de Ginebra. Por megafonía una amable señorita nos comunicó en
francés que íbamos a tener un retraso de cuatro minutos y que lo sentía de todo
corazón. Cuatro minutos.
El tren, de dos pisos, iba también muy
lleno. Gracias a Dios, esta vez no era un tren con tres escalones para subir la
maleta. Estaba al nivel del andén.
A las 07:30 hrs descendía del tren en el
aeropuerto de Ginebra. Nadie me pidió el billete. Demasiado pronto, pero es que
no puedo evitarlo. No quiero vivir la experiencia de perder un avión.
Estuve paseando sin poder facturar por lo
temprano de la hora. Los aeropuertos son lugares muy interesantes. Se ven cosas
y personas muy curiosas. En el mostrador de facturación de Etihad con destino a
Abu Dabi había una alfombra y unas barandillas con cordón de raso para los
pasajeros de “Primera Clase Diamante”. En la zona de facturación para
Tel Aviv había un policía con metralleta apuntando desde la primera planta y
otros dos policías a cada lado de los mostradores. Le pregunté esta mañana a
Vilma por e-mail al respecto y me dijo que para ellos esas medidas de seguridad
son normales. Tampoco te podías acercar al mostrador directamente. Había que
pasar por un control previo.
Hay un mostrador especial para facturar
esquíes. De hecho, vi pasar montones de gente con destino o procedentes de sus
vacaciones de invierno, cargando con enormes bultos alargados y con las botas
de esquí colgando de las mochilas.
Los vuelos a París estaban cancelados. Ayer
recibí un mensaje de Iberia informando que los previstos desde y hacia Madrid
también se iban a cancelar por culpa de un temporal de nieve.
Apareció de repente una marabunta de chinos
empujando a todo bicho viviente para llegar al mostrador de Etihad, rompiendo
la paz y el orden que reinan en toda Suiza. Los chinos llevan poco tiempo
viajando al extranjero, y eso se nota en la cara, aunque sea cara de chino.
Me crucé con una familia de ingleses que
ayer estaba sacándose fotos junto a la catedral de Lausanne cuando estaba yo
allí con mi Coca Cola disfrutando del paisaje. ¡Qué pequeño es el mundo!
A las nueve y cuarto abrieron el mostrador
de facturación de Iberia. Fui la primera en facturar y entré a la zona de
pasajeros disfrutando previamente de un masaje corporal por parte de una
policía porque al pasar por el escáner pité como si llevara un kalashnikov
atado a la pierna. Me dejó entrar pero no la vi muy convencida. Supongo que habrá
respirado tranquila sabiendo que no explotó ni fue secuestrado ningún avión
durante el día de hoy.
Las tiendas de duty free rebosaban de
chocolate. Todos los conejitos de Pascua me miraban fijamente repitiendo en mi
cabeza: “Cómeme, cómeme, cómeme, cómeme…..” Tuve que huir al servicio
de señoras a refrescarme la frente. Me sudaban las manos y me temblaban las
piernas. Al salir tropecé con un conejo de Pascua del tamaño de un perro
mediano. Costaba unos ochenta euros, y me miraba fijamente pero no me decía
nada.
Sentí un poco de hambre. Me senté en una
cafetería a comer un scone de vainilla. Les tenía echado el ojo desde hace
varios días pero no se había presentado la ocasión hasta hoy. Muy muy rico.
Mientras lo comía estuve viendo el Telediario en el iPhone. Pasó por allí un
fulano en chanclas. En las noticias hablaba una locutora con un cura en el
estudio, explicando detalles del Cónclave. El cura iba de sotana, con
alzacuellos. Pues la locutora lo tuteaba con todo el morro. Hemos perdido las
formas completamente. ¿Veis por qué me quiero quedar en Suiza?
A mi lado, una reunión improvisada de
ejecutivos de Rolex. Parece que las ventas no van muy bien y hay que atacar al
mercado chino. Todos ellos llevaban en la muñeca unos relojes impresionantes.
Entré en el baño a lavarme los dientes. En
la mayoría de los baños públicos que he visitado tienen esos extraños aparatos
de los que sale una toalla que se enrolla sola cuando terminas de secarte. No
deja de ser un misterio para mí su funcionamiento. ¿La cambian regularmente o
se autolimpia? Estas de Suiza te preguntan tu opinión sobre el servicio que dan. ¿Cómo se juzga a una toalla? Yo todas las veces pulsé el botón amarillo,
el de la indiferencia. ¿Qué hay peor que la indiferencia? No era plan de pulsar
el rojo malacara, aunque prefiera un buen golpe de viento para secarme.
Recorrí la terminal de punta a cabo
buscando una librería para gastar mis últimos francos en algo de provecho. Ni
una.
Noté que se abría a mi izquierda una de
esas puertas misteriosas que hay en las terminales de los aeropuertos, que no
sabes a donde conducen ni porqué están allí. De ella salió un grupo de personas
rodeando a Arnold Swarzenegger, que casi se da de bruces conmigo al pasar a mi
lado. Hoy leí en un periódico que había en el tren que viene al Salón del
Automóvil de Ginebra casi todos los años. Ayer tuvo que marchar de allí porque
llegó un momento en que lo rodearon los fans y no lo dejaban en paz.
No me dio tiempo de sacarle una foto en
condiciones. Tendría que haber corrido detrás como una gilipollas, y
una tiene que guardar las formas, aunque sea en Ginebra donde nadie me conoce.
Es el primero de la derecha en la foto. Sí me dio tiempo de constatar que: 1)
lleva el pelo teñido de color caoba, 2) se ha hecho la cirugía estética y ha
dejado de tener una cara normal, 3) no es alto, como la mayoría de los
culturistas, que a falta de altura se cultivan la anchura.
Embarcamos en el avión de Iberia veinte
minutos tarde porque venía tarde de Madrid. Mal empezamos. En la misma puerta
del avión había cuatro policías. Los únicos policías que he visto estos días
fueron dos ayer que estaban comprando un disco en la Fnac, el de la metralleta
y los otros dos del aeropuerto junto al mostrador de los judíos. De ahí lo
curioso y preocupante de ver a aquellos cuatro. Tan pronto entré en el avión supe
el motivo. Al fondo del todo había dos negros sentados que no habían entrado
delante de mí. Inmigrantes ilegales de vuelta a casa. Volaron sin escolta pero
no dieron nada de guerra. Al llegar a Madrid los estaba esperando una pareja de
la Policía Nacional. Los desembarcaron los últimos.
El vuelo pasó sin ninguna otra anécdota
digna de resaltar. Aterrizamos a las 14:10 y pasamos más de quince minutos
circulando por Barajas buscando aparcamiento. Nos dejaron en el último finger
al final del todo de la T4.
Di un voleo por las tiendas duty free y me
senté a leer y a escribiros hasta las cinco. A esa hora ya aparecía anunciada
en las pantallas la puerta de embarque para Sevilla. Estaba casi al final de la
terminal, cerca de donde aparcamos con el avión de Ginebra. Me senté junto a la
puerta para ser Mariquita la Primera, aunque no pudo ser porque aquello se
convirtió enseguida en los Juegos Paralímpicos. Hubo que esperar a que
los minusválidos se sentaran para poder embarcar.
Detrás de mí se sentó un uruguayo acompañando
a un niño de origen magrebí que venía a Sevilla a operarse de algo. El uruguayo
se identificó como voluntario a la azafata y le contó toda la historia, que oí
a medias porque en ese momento estaban explicando cómo no morir si al avión le
pasa algún percance. El magrebí, de
siete y ocho años, fue todo el viaje dándome la paliza plegando y desplegando
la bandeja del asiento. Estuve a punto de operarlo de las manos yo misma allí
mismo.
Llegamos a Sevilla a las siete y cuarto. Mi
maleta tardó bastante en salir. Mi taxista favorito, que es un hombre muy
puntual (me ha obligado a decirlo, yo no quería), me esperaba perdido entre la
multitud de jubilados del Inserso que llegaban en ese momento. Tomamos algo en
la cafetería mientras veíamos salir la fumata negra en el Vaticano. A las nueve
y media estaba en casa con las zapatillas, mis queridas zapatillas puestas.
Vuelvo de Suiza convencida de que nos han
tenido engañados toda la vida. No existen las vacas moradas, y de las
blancas tengo mis dudas.
No quiero terminar este reportaje sin
rendir un sentido homenaje a mis zapatos de viajar. Tuve que jubilarlos hace un
par de meses por desgaste. Me han acompañado por medio mundo. Con el eterno
agradecimiento de mis pies me despido hasta siempre.
Buenas noches desde mi casita.