12 mar 2013

Una cateta en Suiza (Día 6)


06:00 hrs. Sonó el despertador y salté de la cama como un resorte. Me arreglé rápidamente y me despedí de la recepcionista italiana en francés. Su respuesta: “¿Qué?”.
A las 06:30 hrs estaba tomando el metro en la estación junto al hotel. Llovía. Para acceder al andén tomé un ascensor porque las escaleras, con la maleta a cuestas, eran todo un reto. Una vez dentro de la cabina, empecé a pensar que no era tan buena idea. Hace años quedé encerrada en un ascensor con mis padres y mi maleta cuarenta y cinco minutos antes de tomar un tren. Desde entonces, cada vez que salgo de viaje bajo con la maleta andando por la escalera.
A las seis y media de la mañana hay más vida en Lausanne que a las seis y media de la tarde. En el metro no se cabía. Mi maleta y yo tuvimos que estrujarnos como pudimos para entrar en el vagón. En el trayecto, de una sola estación, ni un murmullo. Silencio absoluto.
A las 06:42 estaba subida al tren destino al aeropuerto de Ginebra. Por megafonía una amable señorita nos comunicó en francés que íbamos a tener un retraso de cuatro minutos y que lo sentía de todo corazón. Cuatro minutos.
El tren, de dos pisos, iba también muy lleno. Gracias a Dios, esta vez no era un tren con tres escalones para subir la maleta. Estaba al nivel del andén.
A las 07:30 hrs descendía del tren en el aeropuerto de Ginebra. Nadie me pidió el billete. Demasiado pronto, pero es que no puedo evitarlo. No quiero vivir la experiencia de perder un avión.
Estuve paseando sin poder facturar por lo temprano de la hora. Los aeropuertos son lugares muy interesantes. Se ven cosas y personas muy curiosas. En el mostrador de facturación de Etihad con destino a Abu Dabi había una alfombra y unas barandillas con cordón de raso para los pasajeros de “Primera Clase Diamante”. En la zona de facturación para Tel Aviv había un policía con metralleta apuntando desde la primera planta y otros dos policías a cada lado de los mostradores. Le pregunté esta mañana a Vilma por e-mail al respecto y me dijo que para ellos esas medidas de seguridad son normales. Tampoco te podías acercar al mostrador directamente. Había que pasar por un control previo.
Hay un mostrador especial para facturar esquíes. De hecho, vi pasar montones de gente con destino o procedentes de sus vacaciones de invierno, cargando con enormes bultos alargados y con las botas de esquí colgando de las mochilas.
Los vuelos a París estaban cancelados. Ayer recibí un mensaje de Iberia informando que los previstos desde y hacia Madrid también se iban a cancelar por culpa de un temporal de nieve.
Apareció de repente una marabunta de chinos empujando a todo bicho viviente para llegar al mostrador de Etihad, rompiendo la paz y el orden que reinan en toda Suiza. Los chinos llevan poco tiempo viajando al extranjero, y eso se nota en la cara, aunque sea cara de chino.
Me crucé con una familia de ingleses que ayer estaba sacándose fotos junto a la catedral de Lausanne cuando estaba yo allí con mi Coca Cola disfrutando del paisaje. ¡Qué pequeño es el mundo!
A las nueve y cuarto abrieron el mostrador de facturación de Iberia. Fui la primera en facturar y entré a la zona de pasajeros disfrutando previamente de un masaje corporal por parte de una policía porque al pasar por el escáner pité como si llevara un kalashnikov atado a la pierna. Me dejó entrar pero no la vi muy convencida. Supongo que habrá respirado tranquila sabiendo que no explotó ni fue secuestrado ningún avión durante el día de hoy.
Las tiendas de duty free rebosaban de chocolate. Todos los conejitos de Pascua me miraban fijamente repitiendo en mi cabeza: “Cómeme, cómeme, cómeme, cómeme…..” Tuve que huir al servicio de señoras a refrescarme la frente. Me sudaban las manos y me temblaban las piernas. Al salir tropecé con un conejo de Pascua del tamaño de un perro mediano. Costaba unos ochenta euros, y me miraba fijamente pero no me decía nada.
Sentí un poco de hambre. Me senté en una cafetería a comer un scone de vainilla. Les tenía echado el ojo desde hace varios días pero no se había presentado la ocasión hasta hoy. Muy muy rico. Mientras lo comía estuve viendo el Telediario en el iPhone. Pasó por allí un fulano en chanclas. En las noticias hablaba una locutora con un cura en el estudio, explicando detalles del Cónclave. El cura iba de sotana, con alzacuellos. Pues la locutora lo tuteaba con todo el morro. Hemos perdido las formas completamente. ¿Veis por qué me quiero quedar en Suiza?
A mi lado, una reunión improvisada de ejecutivos de Rolex. Parece que las ventas no van muy bien y hay que atacar al mercado chino. Todos ellos llevaban en la muñeca unos relojes impresionantes.
Entré en el baño a lavarme los dientes. En la mayoría de los baños públicos que he visitado tienen esos extraños aparatos de los que sale una toalla que se enrolla sola cuando terminas de secarte. No deja de ser un misterio para mí su funcionamiento. ¿La cambian regularmente o se autolimpia? Estas de Suiza te preguntan tu opinión sobre el servicio que dan. ¿Cómo se juzga a una toalla? Yo todas las veces pulsé el botón amarillo, el de la indiferencia. ¿Qué hay peor que la indiferencia? No era plan de pulsar el rojo malacara, aunque prefiera un buen golpe de viento para secarme.
Recorrí la terminal de punta a cabo buscando una librería para gastar mis últimos francos en algo de provecho. Ni una.
Noté que se abría a mi izquierda una de esas puertas misteriosas que hay en las terminales de los aeropuertos, que no sabes a donde conducen ni porqué están allí. De ella salió un grupo de personas rodeando a Arnold Swarzenegger, que casi se da de bruces conmigo al pasar a mi lado. Hoy leí en un periódico que había en el tren que viene al Salón del Automóvil de Ginebra casi todos los años. Ayer tuvo que marchar de allí porque llegó un momento en que lo rodearon los fans y no lo dejaban en paz.
No me dio tiempo de sacarle una foto en condiciones. Tendría que haber corrido detrás como una gilipollas, y una tiene que guardar las formas, aunque sea en Ginebra donde nadie me conoce. Es el primero de la derecha en la foto. Sí me dio tiempo de constatar que: 1) lleva el pelo teñido de color caoba, 2) se ha hecho la cirugía estética y ha dejado de tener una cara normal, 3) no es alto, como la mayoría de los culturistas, que a falta de altura se cultivan la anchura.
Embarcamos en el avión de Iberia veinte minutos tarde porque venía tarde de Madrid. Mal empezamos. En la misma puerta del avión había cuatro policías. Los únicos policías que he visto estos días fueron dos ayer que estaban comprando un disco en la Fnac, el de la metralleta y los otros dos del aeropuerto junto al mostrador de los judíos. De ahí lo curioso y preocupante de ver a aquellos cuatro. Tan pronto entré en el avión supe el motivo. Al fondo del todo había dos negros sentados que no habían entrado delante de mí. Inmigrantes ilegales de vuelta a casa. Volaron sin escolta pero no dieron nada de guerra. Al llegar a Madrid los estaba esperando una pareja de la Policía Nacional. Los desembarcaron los últimos.
El vuelo pasó sin ninguna otra anécdota digna de resaltar. Aterrizamos a las 14:10 y pasamos más de quince minutos circulando por Barajas buscando aparcamiento. Nos dejaron en el último finger al final del todo de la T4.
Di un voleo por las tiendas duty free y me senté a leer y a escribiros hasta las cinco. A esa hora ya aparecía anunciada en las pantallas la puerta de embarque para Sevilla. Estaba casi al final de la terminal, cerca de donde aparcamos con el avión de Ginebra. Me senté junto a la puerta para ser Mariquita la Primera, aunque no pudo ser porque aquello se convirtió enseguida en los Juegos Paralímpicos. Hubo que esperar a que los minusválidos se sentaran para poder embarcar.
Detrás de mí se sentó un uruguayo acompañando a un niño de origen magrebí que venía a Sevilla a operarse de algo. El uruguayo se identificó como voluntario a la azafata y le contó toda la historia, que oí a medias porque en ese momento estaban explicando cómo no morir si al avión le pasa algún percance. El  magrebí, de siete y ocho años, fue todo el viaje dándome la paliza plegando y desplegando la bandeja del asiento. Estuve a punto de operarlo de las manos yo misma allí mismo.
Llegamos a Sevilla a las siete y cuarto. Mi maleta tardó bastante en salir. Mi taxista favorito, que es un hombre muy puntual (me ha obligado a decirlo, yo no quería), me esperaba perdido entre la multitud de jubilados del Inserso que llegaban en ese momento. Tomamos algo en la cafetería mientras veíamos salir la fumata negra en el Vaticano. A las nueve y media estaba en casa con las zapatillas, mis queridas zapatillas puestas.
 
Vuelvo de Suiza convencida de que nos han tenido engañados toda la vida. No existen las vacas moradas, y de las blancas tengo mis dudas.
 
No quiero terminar este reportaje sin rendir un sentido homenaje a mis zapatos de viajar. Tuve que jubilarlos hace un par de meses por desgaste. Me han acompañado por medio mundo. Con el eterno agradecimiento de mis pies me despido hasta siempre.
 
Buenas noches desde mi casita.

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