Quiero aclarar antes de empezar este relato
que estoy en Ginebra, una ciudad que se llama Ginebra, que no estoy sumergida
en una bañera llena de ginebra ni poniéndome ciega de ginebra, que os conozco.
Estoy en Suiza, el país de las vacas
suizas, los bollos suizos y el chocolate suizo. Yo, que mato por una onza de
chocolate, y si es praliné, con metralleta. Es posible que que no vuelva.
Llegar hasta aquí ha sido casi un milagro
por culpa de Iberia. Compré el billete hace dos meses y hasta el jueves pasado
no supe si venía o no venía por culpa de la huelga. Como cuando el año pasado quebró Spanair y no
se me cortó la digestión porque eran las nueve de la noche y estaba con el
estómago vacío.
En principio tenía pensado llegar aquí hoy
a las once de la mañana porque tenía una cena a las seis y media. Finalmente
encontré una opción llegando a las seis de la tarde. Peor era no venir.
Mi taxista favorito me recogió en casa a las
10:36 hrs, no porque llegara tarde, sino porque así lo acordamos ya que venía
de hacer otro servicio. Tengo que aclararlo porque el hombre es muy formal y no
quiere que lean que llegó tarde, que no llegó tarde, que no.
Nos cayó el diluvio universal por el camino,
así que tardamos un poco más de lo normal. En lugar de desayunar en la
cafetería del aeropuerto, como eran las doce, me tomé el aperitivo. Mi taxista
favorito, sin embargo, desayunó.
Tuve que esperar hasta las dos menos cuarto
para poder facturar la maleta, así que me senté a leer pacientemente en un
banco. El aeropuerto estaba casi desierto.
Apareció una familia de aldeanos
acompañando a un joven que viajaba en el mismo avión que yo. Metieron el
equipaje de mano en el artefacto ese que hay donde facturación para ver si
tiene las dimensiones correctas. Muy correctas no eran porque la maleta se
quedó enganchada dentro y arrastraron el aparato por medio aeropuerto hasta que
consiguieron sacar aquella maleta de allí. Una de las acompañantes, de no menos
de 25 años, confesó en voz alta que era la primera vez que pisaba un
aeropuerto. España cañí.
Tardamos la misma vida en facturar. Iban
muchas familias de suizos con niños suizos de vuelta a casa. Ahora tienen las
vacaciones de invierno. Han tenido la oportunidad de disfrutar la lluvia en
Sevilla, que es una maravilla.
Al llegar al control de seguridad me
encontré con una excursión del Inserso. Llevaban lo que llamaban “el picnic”,
que es la comida que les prepara el hotel cuando van de excursión o hacen el
viaje de vuelta. Entre otras cosas, una botella de agua mineral. La chica del
control, cuando los vio llegar, empezó a gritar: “Las botellas de agua no
pueden pasar. Las botellas de agua no pueden pasar.”
Una de las señoras, justo delante de mí en
la cola, le dijo al marido: “Llevamos agua. Tenemos que tirarla.” Y el marido le
dijo: “Tú calla”. Y pasó la mochila por el escáner como si el escáner no
detectara botellas de agua. Se formó un atasco porque no era el único que quiso
pasarse de listo. Otra de las señoras le dijo a la de seguridad: “Entonces,
¿para qué nos dan botellas de agua en el hotel?”. La pobre chica de seguridad
muy pacientemente le contestó: “Para que se las beban antes de llegar aquí,
señora.”
Una vez dentro, con media hora de tiempo
antes de embarcar, pasé por la cafetería a comer algo. Primero escogí un
bocadillo de tortilla de patata pero luego vi unos croque monsieur y cambié de
idea. Error. Seguro que la tortilla estaba más rica.
Entré un momento a ver el duty free, una
cosa que nunca veo en el aeropuerto de Sevilla porque vuelo tan temprano que no
están ni las calles puestas.
Siempre os hablo de los souvenirs que veo
en el extranjero pero es que los nuestros no tienen desperdicio.Como
ejemplo, este magnífico traje de faralaes con zapatos a juego.
Salió el avión con cinco minutos de
retraso. Se notó mucho el viento al despegar y sólo tuvimos unos cinco minutos de
turbulencias no muy fuertes. Con la previsión meteorológica, esperaba un viaje
mucho más movido.
El trayecto duró una hora y cincuenta
minutos. Mi fila de asientos iba vacía, así que no tengo nada que contar de mis
compañeros de viaje. Los niños suizos son como los niños suecos. Van como
muertos en los aviones.
Cuando íbamos descendiendo, vi Ginebra
desde el cielo. La identifiqué por el chorro de agua gigante que hay en el
lago, que es el símbolo de la ciudad. Nos pasamos de largo y fuimos navegando
con el lago a nuestra izquierda. El lago Leman es enorme, gigantesco. Hay
muchas poblaciones en la orilla y puertos deportivos con yates cada pocos
kilómetros.
El avión giró de vuelta hacia Ginebra para
tomar rumbo al aeropuerto dejando entonces a nuestra izquierda un paisaje
impresionante: los Alpes nevados. Fue fácil identificar el Mont Blanc entre las
montañas. Es imponente.
Aterrizamos sin mayor novedad. Hacía sol y
unos 14ºC.
Ya en la terminal tardé en recuperar mi
maleta porque salió una de las últimas.
Busqué la taquilla automática de billetes
de tren y cogí uno para ir hasta Ginebra. Son gratis para los turistas. Y
también en los hoteles te dan una tarjeta de transporte para que circules
gratis durante los días de tu estancia. ¡Viva Suiza!
Hacía tiempo que no veía un tren tan viejo,
de aquellos que tenías que subir tres escalones estrechos con la maleta en peso
rezando para que no se te cayera entre el tren y el andén porque hay un hueco
enorme entre ambos. Una vez me pasó en Madrid con una bolsa de viaje que se me
descolgó del hombro y no os quiero contar la odisea para recuperarla.
Llegamos a Ginebra en cinco minutos. En la
estación había trenes modernos, como el AVE.
Salí a la calle y tomé un taxi que me llevó
al restaurante Papon, en la zona antigua de la ciudad. Allí se celebraba la
cena que el Propeller Club de Ginebra daba en honor de WISTA. Tuve que salir de
casa con la ropa de la cena ya puesta porque sabía que no me iba a dar tiempo
de pasar por el hotel.
Menos mal que no cogí taxi del aeropuerto
al restaurante. Fue una auténtica clavada. Primer ejemplo de lo caro que es
este país, que no sabe lo que significa la palabra “crisis”.
El Propeller Club es un grupo de señores
muy estirados que se reúnen de vez en cuando para cenar y hablar de cosas
relacionadas con el mundo marítimo. Hay Propeller Clubs en muchos países. El
primero se fundó en Estados Unidos.
Allí había gente no sólo del sector
marítimo. De hecho, conocí a una señora que trabaja en el banco BNP Paribas,
cuya tarjeta de visita decía “Gestión de Fortunas”. Directora regional de
estados bálticos y CIS. CIS son los países que antes componían la Unión
Soviética. La tarjeta estaba escrita por las dos caras. Por una en cristiano y
por otra en cirílico. O sea, que no trata con pringados como nosotros, sólo con
gente con pasta de verdad.
Otra señora de color negro me dijo que
había nacido en Venezuela. Le pregunté si estaba de luto o contenta y me
respondió que indiferente porque llevaba toda la vida fuera del país. Creo que
es la única ocasión que voy a tener estos días de hablar en español.
El restaurante Papon está en un edificio
histórico, donde desde el siglo XVI hasta los años setenta se guardaron los
archivos de la ciudad. La sala donde cenamos era una cámara subterránea con
unos muros de más de un metro de grosor.
Cenamos requetebién, con un primero
compuesto por foie y varias cosas extrañas alrededor y un segundo de pescado
con mouse de guisantes, puré de patata, verduritas en tempura y un tomate
cherry. Tenía un hambre tremenda. Entre el primer plato y el segundo hubo
discursos, así que casi me como el mantel esperando más comida. De postre, un
bizcocho de pera con helado de chocolate.
A las once y pico, con ganas ya de
mandarlos a todos a la mierda, nos levantamos de la mesa y volvimos al hotel en
taxi, con mi maleta y mi mochila a cuestas.
En recepción volvimos loca a la
recepcionista oriental porque mis colegas no son muy tecnológicas y no eran
capaces de conectar sus móviles al wifi del hotel.
Por fin subimos a las habitaciones. La mía
está bastante bien, aunque el cuarto de baño lo han dividido en dos estancias
diferentes, en lados opuestos de un corto pasillo. Como en Inglaterra, el
retrete está en una sala para él solo, aunque aquí va acompañado de un lavavo,
y en la otra sala hay una bañera y un lavabo. Un poco molesto. El armario es muy
grande. Hacía tiempo que no disfrutaba de un armario de hotel tan grande.
Me duché con un poco de estrés porque había
seis botes de seis cosas diferentes dentro de la bañera y sin gafas me costó
averiguar lo que era cada uno. Por otro lado, los grifos son de estos modernos
que no sabes muy bien si son grifos o percheros, así que tarde un buen rato en
conseguir agua a la temperatura ideal.
La habitación está caliente como un horno.
Enchufar el ordenador a la corriente ha
sido algo complicado. Aquí los enchufes tienen tres dientes y el adaptador que
me dieron en recepción no acepta un enchufe gordo de ordenador, así que me he
tenido que inventar un apaño con otro adaptador que traje yo por mi cuenta. No sé si acabará explotándome en la cara.
Hoy duermo sola. Hay que aprovechar porque mañana
llegan Eleftheria y su iPhone 3.
Todavía no he visto una vaca, ni morada ni
blanca. Estoy preocupada.
Buenas noches desde Ginebra.
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