8 mar 2013

Una cateta en Suiza (Ginebra, día 1)

Quiero aclarar antes de empezar este relato que estoy en Ginebra, una ciudad que se llama Ginebra, que no estoy sumergida en una bañera llena de ginebra ni poniéndome ciega de ginebra, que os conozco.
Estoy en Suiza, el país de las vacas suizas, los bollos suizos y el chocolate suizo. Yo, que mato por una onza de chocolate, y si es praliné, con metralleta. Es posible que que no vuelva.
Llegar hasta aquí ha sido casi un milagro por culpa de Iberia. Compré el billete hace dos meses y hasta el jueves pasado no supe si venía o no venía por culpa de la huelga.  Como cuando el año pasado quebró Spanair y no se me cortó la digestión porque eran las nueve de la noche y estaba con el estómago vacío.
En principio tenía pensado llegar aquí hoy a las once de la mañana porque tenía una cena a las seis y media. Finalmente encontré una opción llegando a las seis de la tarde. Peor era no venir.
Mi taxista favorito me recogió en casa a las 10:36 hrs, no porque llegara tarde, sino porque así lo acordamos ya que venía de hacer otro servicio. Tengo que aclararlo porque el hombre es muy formal y no quiere que lean que llegó tarde, que no llegó tarde, que no.
Nos cayó el diluvio universal por el camino, así que tardamos un poco más de lo normal. En lugar de desayunar en la cafetería del aeropuerto, como eran las doce, me tomé el aperitivo. Mi taxista favorito, sin embargo, desayunó.
Tuve que esperar hasta las dos menos cuarto para poder facturar la maleta, así que me senté a leer pacientemente en un banco. El aeropuerto estaba casi desierto.

Apareció una familia de aldeanos acompañando a un joven que viajaba en el mismo avión que yo. Metieron el equipaje de mano en el artefacto ese que hay donde facturación para ver si tiene las dimensiones correctas. Muy correctas no eran porque la maleta se quedó enganchada dentro y arrastraron el aparato por medio aeropuerto hasta que consiguieron sacar aquella maleta de allí. Una de las acompañantes, de no menos de 25 años, confesó en voz alta que era la primera vez que pisaba un aeropuerto. España cañí.
Tardamos la misma vida en facturar. Iban muchas familias de suizos con niños suizos de vuelta a casa. Ahora tienen las vacaciones de invierno. Han tenido la oportunidad de disfrutar la lluvia en Sevilla, que es una maravilla.

Al llegar al control de seguridad me encontré con una excursión del Inserso. Llevaban lo que llamaban “el picnic”, que es la comida que les prepara el hotel cuando van de excursión o hacen el viaje de vuelta. Entre otras cosas, una botella de agua mineral. La chica del control, cuando los vio llegar, empezó a gritar: “Las botellas de agua no pueden pasar. Las botellas de agua no pueden pasar.”

Una de las señoras, justo delante de mí en la cola, le dijo al marido: “Llevamos agua. Tenemos que tirarla.” Y el marido le dijo: “Tú calla”. Y pasó la mochila por el escáner como si el escáner no detectara botellas de agua. Se formó un atasco porque no era el único que quiso pasarse de listo. Otra de las señoras le dijo a la de seguridad: “Entonces, ¿para qué nos dan botellas de agua en el hotel?”. La pobre chica de seguridad muy pacientemente le contestó: “Para que se las beban antes de llegar aquí, señora.”
Una vez dentro, con media hora de tiempo antes de embarcar, pasé por la cafetería a comer algo. Primero escogí un bocadillo de tortilla de patata pero luego vi unos croque monsieur y cambié de idea. Error. Seguro que la tortilla estaba más rica.
Entré un momento a ver el duty free, una cosa que nunca veo en el aeropuerto de Sevilla porque vuelo tan temprano que no están ni las calles puestas.
Siempre os hablo de los souvenirs que veo en el extranjero pero es que los nuestros no tienen desperdicio.Como ejemplo, este magnífico traje de faralaes con zapatos a juego.
Salió el avión con cinco minutos de retraso. Se notó mucho el viento al despegar y sólo tuvimos unos cinco minutos de turbulencias no muy fuertes. Con la previsión meteorológica, esperaba un viaje mucho más movido.

El trayecto duró una hora y cincuenta minutos. Mi fila de asientos iba vacía, así que no tengo nada que contar de mis compañeros de viaje. Los niños suizos son como los niños suecos. Van como muertos en los aviones.

Cuando íbamos descendiendo, vi Ginebra desde el cielo. La identifiqué por el chorro de agua gigante que hay en el lago, que es el símbolo de la ciudad. Nos pasamos de largo y fuimos navegando con el lago a nuestra izquierda. El lago Leman es enorme, gigantesco. Hay muchas poblaciones en la orilla y puertos deportivos con yates cada pocos kilómetros.

El avión giró de vuelta hacia Ginebra para tomar rumbo al aeropuerto dejando entonces a nuestra izquierda un paisaje impresionante: los Alpes nevados. Fue fácil identificar el Mont Blanc entre las montañas. Es imponente.

Aterrizamos sin mayor novedad. Hacía sol y unos 14ºC.

Ya en la terminal tardé en recuperar mi maleta porque salió una de las últimas.

Busqué la taquilla automática de billetes de tren y cogí uno para ir hasta Ginebra. Son gratis para los turistas. Y también en los hoteles te dan una tarjeta de transporte para que circules gratis durante los días de tu estancia. ¡Viva Suiza!

Hacía tiempo que no veía un tren tan viejo, de aquellos que tenías que subir tres escalones estrechos con la maleta en peso rezando para que no se te cayera entre el tren y el andén porque hay un hueco enorme entre ambos. Una vez me pasó en Madrid con una bolsa de viaje que se me descolgó del hombro y no os quiero contar la odisea para recuperarla.

Llegamos a Ginebra en cinco minutos. En la estación había trenes modernos, como el AVE.

Salí a la calle y tomé un taxi que me llevó al restaurante Papon, en la zona antigua de la ciudad. Allí se celebraba la cena que el Propeller Club de Ginebra daba en honor de WISTA. Tuve que salir de casa con la ropa de la cena ya puesta porque sabía que no me iba a dar tiempo de pasar por el hotel.
Menos mal que no cogí taxi del aeropuerto al restaurante. Fue una auténtica clavada. Primer ejemplo de lo caro que es este país, que no sabe lo que significa la palabra “crisis”.

El Propeller Club es un grupo de señores muy estirados que se reúnen de vez en cuando para cenar y hablar de cosas relacionadas con el mundo marítimo. Hay Propeller Clubs en muchos países. El primero se fundó en Estados Unidos.

Allí había gente no sólo del sector marítimo. De hecho, conocí a una señora que trabaja en el banco BNP Paribas, cuya tarjeta de visita decía “Gestión de Fortunas”. Directora regional de estados bálticos y CIS. CIS son los países que antes componían la Unión Soviética. La tarjeta estaba escrita por las dos caras. Por una en cristiano y por otra en cirílico. O sea, que no trata con pringados como nosotros, sólo con gente con pasta de verdad.

Otra señora de color negro me dijo que había nacido en Venezuela. Le pregunté si estaba de luto o contenta y me respondió que indiferente porque llevaba toda la vida fuera del país. Creo que es la única ocasión que voy a tener estos días de hablar en español.
El restaurante Papon está en un edificio histórico, donde desde el siglo XVI hasta los años setenta se guardaron los archivos de la ciudad. La sala donde cenamos era una cámara subterránea con unos muros de más de un metro de grosor.

Cenamos requetebién, con un primero compuesto por foie y varias cosas extrañas alrededor y un segundo de pescado con mouse de guisantes, puré de patata, verduritas en tempura y un tomate cherry. Tenía un hambre tremenda. Entre el primer plato y el segundo hubo discursos, así que casi me como el mantel esperando más comida. De postre, un bizcocho de pera con helado de chocolate.

A las once y pico, con ganas ya de mandarlos a todos a la mierda, nos levantamos de la mesa y volvimos al hotel en taxi, con mi maleta y mi mochila a cuestas.
En recepción volvimos loca a la recepcionista oriental porque mis colegas no son muy tecnológicas y no eran capaces de conectar sus móviles al wifi del hotel.

Por fin subimos a las habitaciones. La mía está bastante bien, aunque el cuarto de baño lo han dividido en dos estancias diferentes, en lados opuestos de un corto pasillo. Como en Inglaterra, el retrete está en una sala para él solo, aunque aquí va acompañado de un lavavo, y en la otra sala hay una bañera y un lavabo. Un poco molesto. El armario es muy grande. Hacía tiempo que no disfrutaba de un armario de hotel tan grande.
Me duché con un poco de estrés porque había seis botes de seis cosas diferentes dentro de la bañera y sin gafas me costó averiguar lo que era cada uno. Por otro lado, los grifos son de estos modernos que no sabes muy bien si son grifos o percheros, así que tarde un buen rato en conseguir agua a la temperatura ideal.
La habitación está caliente como un horno.
Enchufar el ordenador a la corriente ha sido algo complicado. Aquí los enchufes tienen tres dientes y el adaptador que me dieron en recepción no acepta un enchufe gordo de ordenador, así que me he tenido que inventar un apaño con otro adaptador que traje yo por mi cuenta. No sé si acabará explotándome en la cara.
Hoy duermo sola. Hay que aprovechar porque mañana llegan Eleftheria y su iPhone 3.
Todavía no he visto una vaca, ni morada ni blanca. Estoy preocupada.
Buenas noches desde Ginebra.
 
 

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