06:00. Me voy a ir de Canadá justo cuando estoy a
punto de conseguir adaptarme al horario. Una lástima.
Quedamos a las nueve y media en la habitación de
Marisol para dejar allí las maletas. Ella se quedaba hasta hoy.
A las diez fuimos capaces de salir del hotel. ¡Qué
difícil es mover a tanta gente! Fuimos las cuatro españolas, Belén la argentina
y Carolina la italiana a desayunar a la panadería donde el sábado pasado comí
aquel croissant tan rico. Por el camino nos encontramos con una de las
americanas, de origen paquistaní, que se unió a nosotras. Es compañera de la
ponente que el jueves nos contó los detalles del reflotamiento del Costa
Concordia. En diciembre estuvo allí e incluso subió al casco del buque.
Cuando por fin pudimos arrancar, nos despedimos de
Carolina y de la americana y fuimos a Forever 21, una tienda estadounidense de
ropa con unos precios alucinantes. Triunfé. No nos quedó más remedio que volver
al hotel a dejar las bolsas. Mientras Mercedes, Marisol y yo las subíamos a la
habitación, Laura y Belén entraron a visitar la catedral católica, que está
justo al lado del hotel.
Nos pusimos en marcha hacia el viejo Montreal haciendo
una parada en la Basílica Notre-Dame-de-Montréal para que la vieran Laura,
Marisol y Belén. Mientras ellas la visitaban, Mercedes y yo entramos en una
tienda de objetos de Navidad que abre todo el año. Mercedes compró su bola para
el árbol que compra allá donde vamos. Esta no cuenta para el futuro sobrepeso de
su maleta.
Como eran casi la dos, buscamos un sitio donde comer.
Encontramos un restaurante de comida americana donde estaban retransmitiendo en
varios televisores partidos de la liga de fútbol inglesa y de fútbol americano.
Me he quedado con la ganas de ir a un partido de hockey sobre hielo. El estadio
está detrás del hotel. Se han jugado dos partidos estando yo aquí.
De manera sorprendente, las griegas Danae y Eleonora
aparecieron por el restaurante. Según Danae, nos tiene puesto un localizador
para tenernos controladas.
Mientras esperábamos la comida, llamamos por FaceTime
a su hermana Christina, que no ha podido venir porque da a luz este mes. Nos
enseñó la barriga por el iPhone.
Después de comer, caminamos hacia el ayuntamiento,
haciendo una parada en los jardines del Château Ramezay para sacarnos unas
fotos. Nos colamos dentro del ayuntamiento porque vimos un coche
antiguo decorado para una boda y dos limusinas blancas. Finalmente no vimos la
boda pero sí al personaje de la foto luciendo un extrañísimo look capilar.
Bajamos hacia el puerto a pasear por la zona que se ha
recuperado para uso lúdico. Los árboles se reflejaban en el agua dejando una
imagen relinda, como diría Belén.
Entramos en el mercado de Bonsecours. Allí encontré
unas orejeras que llevo años buscando. Son de fieltro negro y se sujetan con un
alambre que hay en el interior, de modo que no hay que llevar ningún cachirulo sobre
la cabeza. Yo es que sufro mucho de las orejas en invierno.
A las seis decidimos volver al hotel. Belén y Eleonora
se fueron a ver el parque olímpico, así que nos despedimos de ellas.
A las seis y cuarto, como ya eran las doce y cuarto de
la noche en España, le cantamos cumpleaños feliz a Laura en medio de la calle.
En el hall del hotel nos despedimos de Danae.
En el ascensor nos encontramos con el personaje de la
foto que venía de la piscina del hotel con su padre.
Laura, Mercedes y yo descansamos unos minutos en la
habitación de Marisol, embutimos las compras en las maletas como pudimos y
partimos con destino a la acera de enfrente a tomar el autobús 747 rumbo al
aeropuerto. Apareció a los diez minutos. Nos habían dicho que teníamos que
llevar el importe exacto. Lo que no sabíamos es que tiene que ser en monedas
porque hay que meterlas por una ranura y sale el billete automáticamente. En
principio, el conductor no estaba por la labor de llevarnos. Finalmente, viendo
nuestras caras de desesperación, nos dijo que metiéramos en la ranura todas las
monedas que tuviéramos. Al resto nos invitaba. Es la tercera vez que me pasa.
La primera fue en Atenas y la segunda en Washington. La técnica de la turista
desvalida no falla. La voy perfeccionando con el tiempo.
Llegamos al aeropuerto en aproximadamente media hora.
Facturamos enseguida en uno de los trescientos mostradores de Air Transat. De
la maleta de Mercedes tuvimos que sacar cosas porque se pasaba cuatro kilos del
peso límite y le querían cobrar setenta y cinco dólares de penalización. Al
final nos la dejaron facturar con un kilo de más. Mercedes está de acuerdo
conmigo en que lo de que las maletas pesen más a la vuelta que a la ida es como
el milagro de la Virgen de Fátima. No tiene nada que ver el hecho de que vaya
cargada de regalos para su marido y sus cuatro hijos y que en la conferencia
nos hayan regalado una bolsa llena de puñetas. Por cierto, que voy de vuelta
con mejunjes varios fabricados con sirope de arce. Estaban en la bolsa. Yo no
he sido.
Al pasar el control de seguridad ni me miraron. Laura,
sin embargo, tuvo que hacerse un escáner corporal.
O nos perdimos algo o la zona de tiendas del
aeropuerto era una mierda. Sólo vimos un stand de sirope de arce, una pequeña
tienda de souvenirs con hojas de arce y una de revistas.
Nos sentamos a cenar en un sitio que parecía un bar de
copas. La zona de la barra cambiaba de color de vez en cuando. Fue blanca,
verde, rosa y azul mientras estuvimos allí.
En mis últimos minutos en Canadá por fin pude ver a un
policía montado del Canadá. No iba montado en nada, pero llevaba el sombrero.
Me despedí de las hojas de arce hasta más ver. Están
por todas partes: en la bandera del país, en camisetas, jerséis, calzoncillos,
en los logotipos de las empresas, en las piruletas, tiradas por la calles e
incluso en las sillas de ruedas.
El avión resultó ser sólo un poco peor que el
anterior. Era un Airbus 310, sin pantallas individuales, pero con unos asientos
comodísimos. Los motores tampoco eran Rolls Royce como en el Airbus 330.
Una de las azafatas, negra con gafas negras, lucía el
pelo a lo afro. No entiendo cómo le permiten llevarlo así. Seguro que
alguien del pasaje acaba comiendo pelo afro. Gracias a Dios no atendió a
nuestra fila.
Dormí una media hora antes de que nos sirvieran la
cena. Fue comer por comer porque ya habíamos cenado. De las tres opciones elegí
pollo con espagueti y queso. Estaba rico a pesar de las dificultades de comer espagueti
en un avión. La ensalada quedó sin abrir. El postre era una magdalena que
necesitó mucha agua para bajar.
Sólo dormí dos horas, hasta que anunciaron el
desayuno, una caja de cartón con un yogur, un bollito de canela y un zumo de
naranja.
Aterrizamos en Barcelona a las doce menos diez hora
local, seis menos diez de la mañana hora canadiense.
Tras recoger el equipaje, Laura nos llevó en su coche
a la T1 y siguió viaje a Tarragona.
Mercedes tenía menos de dos horas para coger el puente
aéreo. Nos lo pusieron tan fácil que le faltó el canto de un duro para perder
el vuelo.
También estuvimos a punto de ser atropelladas por un
autobús en un paso cebra y en la acera por un individuo empujando carritos de
maletas. Bienvenidas a España.
Nos despedimos y fui a facturar mi maleta de nuevo. Al
pasar por del control de seguridad, pité y me sometieron al habitual masaje
corporal. Ya estoy en casa.
Me senté a escribiros. A las tres de la tarde me
obligué a comer, aunque mi cuerpo aún pensaba que eran las nueve de la mañana.
Di una vuelta por el aeropuerto para estirar las piernas. A las cinco y media
embarqué en el vuelo para Sevilla. Tan pronto despegamos, me puse el antifaz y
estuve mirando para dentro durante una hora, a pesar de que los dos sevillanos
de detrás no pararon de hablar de neumáticos en todo el camino.
Aterrizamos diez minutos antes de la hora. La maleta
salió sana y salva. Me esperaba mi taxista favorito que me depositó en la
puerta de casa al cabo de una hora y poco. Puerta de mi casa que no pude abrir
porque cambiaron la cerradura en mi ausencia. Menos mal que llegué a las nueve
y media de la noche y no a las tres de la mañana, porque me hubiera visto
durmiendo en la acera.
Conclusiones:
- Para visitar Canadá como es debido hay que tomarse
un año sabático e invertir los ahorros de toda la vida. Antes de venir se me
ocurrió mirar cuánto se tarda en tren desde Toronto a Vancouver, en la costa
del Pacífico. Tres días y medio. Eso da una idea de lo ancho que es.
- Si en algún momento tuve la tentación de no volver,
rápidamente recapacité al oír historias de días de invierno a veinte grados
bajo cero.
- He visto un alce, he visto un policía montado del
Canadá y he comido sirope de arce. Misión cumplida.
Mis zapatillas y yo hemos vivido un reencuentro
emocionante hace poco.
No reconozco ni mis pies ni mis tobillos. Estos son de
una señora gorda.
Los calcetines han ido andando solos a lavadora.
Buenas noches desde mi casita.