6 oct 2013

Una cateta en Canadá (Días 15 y 16)

06:00. Me voy a ir de Canadá justo cuando estoy a punto de conseguir adaptarme al horario. Una lástima.
Quedamos a las nueve y media en la habitación de Marisol para dejar allí las maletas. Ella se quedaba hasta hoy.
A las diez fuimos capaces de salir del hotel. ¡Qué difícil es mover a tanta gente! Fuimos las cuatro españolas, Belén la argentina y Carolina la italiana a desayunar a la panadería donde el sábado pasado comí aquel croissant tan rico. Por el camino nos encontramos con una de las americanas, de origen paquistaní, que se unió a nosotras. Es compañera de la ponente que el jueves nos contó los detalles del reflotamiento del Costa Concordia. En diciembre estuvo allí e incluso subió al casco del buque.
Cuando por fin pudimos arrancar, nos despedimos de Carolina y de la americana y fuimos a Forever 21, una tienda estadounidense de ropa con unos precios alucinantes. Triunfé. No nos quedó más remedio que volver al hotel a dejar las bolsas. Mientras Mercedes, Marisol y yo las subíamos a la habitación, Laura y Belén entraron a visitar la catedral católica, que está justo al lado del hotel.
Nos pusimos en marcha hacia el viejo Montreal haciendo una parada en la Basílica Notre-Dame-de-Montréal para que la vieran Laura, Marisol y Belén. Mientras ellas la visitaban, Mercedes y yo entramos en una tienda de objetos de Navidad que abre todo el año. Mercedes compró su bola para el árbol que compra allá donde vamos. Esta no  cuenta para el futuro sobrepeso de su maleta.
Como eran casi la dos, buscamos un sitio donde comer. Encontramos un restaurante de comida americana donde estaban retransmitiendo en varios televisores partidos de la liga de fútbol inglesa y de fútbol americano. Me he quedado con la ganas de ir a un partido de hockey sobre hielo. El estadio está detrás del hotel. Se han jugado dos partidos estando yo aquí.
De manera sorprendente, las griegas Danae y Eleonora aparecieron por el restaurante. Según Danae, nos tiene puesto un localizador para tenernos controladas.
Mientras esperábamos la comida, llamamos por FaceTime a su hermana Christina, que no ha podido venir porque da a luz este mes. Nos enseñó la barriga por el iPhone.
Después de comer, caminamos hacia el ayuntamiento, haciendo una parada en los jardines del Château Ramezay para sacarnos unas fotos. Nos colamos dentro del ayuntamiento porque vimos un coche antiguo decorado para una boda y dos limusinas blancas. Finalmente no vimos la boda pero sí al personaje de la foto luciendo un extrañísimo look capilar.
Bajamos hacia el puerto a pasear por la zona que se ha recuperado para uso lúdico. Los árboles se reflejaban en el agua dejando una imagen relinda, como diría Belén.
Entramos en el mercado de Bonsecours. Allí encontré unas orejeras que llevo años buscando. Son de fieltro negro y se sujetan con un alambre que hay en el interior, de modo que no hay que llevar ningún cachirulo sobre la cabeza. Yo es que sufro mucho de las orejas en invierno.
A las seis decidimos volver al hotel. Belén y Eleonora se fueron a ver el parque olímpico, así que nos despedimos de ellas.
A las seis y cuarto, como ya eran las doce y cuarto de la noche en España, le cantamos cumpleaños feliz a Laura en medio de la calle.
En el hall del hotel nos despedimos de Danae.
En el ascensor nos encontramos con el personaje de la foto que venía de la piscina del hotel con su padre.
Laura, Mercedes y yo descansamos unos minutos en la habitación de Marisol, embutimos las compras en las maletas como pudimos y partimos con destino a la acera de enfrente a tomar el autobús 747 rumbo al aeropuerto. Apareció a los diez minutos. Nos habían dicho que teníamos que llevar el importe exacto. Lo que no sabíamos es que tiene que ser en monedas porque hay que meterlas por una ranura y sale el billete automáticamente. En principio, el conductor no estaba por la labor de llevarnos. Finalmente, viendo nuestras caras de desesperación, nos dijo que metiéramos en la ranura todas las monedas que tuviéramos. Al resto nos invitaba. Es la tercera vez que me pasa. La primera fue en Atenas y la segunda en Washington. La técnica de la turista desvalida no falla. La voy perfeccionando con el tiempo.
Llegamos al aeropuerto en aproximadamente media hora. Facturamos enseguida en uno de los trescientos mostradores de Air Transat. De la maleta de Mercedes tuvimos que sacar cosas porque se pasaba cuatro kilos del peso límite y le querían cobrar setenta y cinco dólares de penalización. Al final nos la dejaron facturar con un kilo de más. Mercedes está de acuerdo conmigo en que lo de que las maletas pesen más a la vuelta que a la ida es como el milagro de la Virgen de Fátima. No tiene nada que ver el hecho de que vaya cargada de regalos para su marido y sus cuatro hijos y que en la conferencia nos hayan regalado una bolsa llena de puñetas. Por cierto, que voy de vuelta con mejunjes varios fabricados con sirope de arce. Estaban en la bolsa. Yo no he sido.
Al pasar el control de seguridad ni me miraron. Laura, sin embargo, tuvo que hacerse un escáner corporal.
O nos perdimos algo o la zona de tiendas del aeropuerto era una mierda. Sólo vimos un stand de sirope de arce, una pequeña tienda de souvenirs con hojas de arce y una de revistas.
Nos sentamos a cenar en un sitio que parecía un bar de copas. La zona de la barra cambiaba de color de vez en cuando. Fue blanca, verde, rosa y azul mientras estuvimos allí.
En mis últimos minutos en Canadá por fin pude ver a un policía montado del Canadá. No iba montado en nada, pero llevaba el sombrero.
Me despedí de las hojas de arce hasta más ver. Están por todas partes: en la bandera del país, en camisetas, jerséis, calzoncillos, en los logotipos de las empresas, en las piruletas, tiradas por la calles e incluso en las sillas de ruedas.
A las diez menos cinco comenzamos a embarcar. Salimos puntualmente una hora más tarde.
El avión resultó ser sólo un poco peor que el anterior. Era un Airbus 310, sin pantallas individuales, pero con unos asientos comodísimos. Los motores tampoco eran Rolls Royce como en el Airbus 330.
Una de las azafatas, negra con gafas negras, lucía el pelo a lo afro. No entiendo cómo le permiten llevarlo así. Seguro que alguien del pasaje acaba comiendo pelo afro. Gracias a Dios no atendió a nuestra fila.
Dormí una media hora antes de que nos sirvieran la cena. Fue comer por comer porque ya habíamos cenado. De las tres opciones elegí pollo con espagueti y queso. Estaba rico a pesar de las dificultades de comer espagueti en un avión. La ensalada quedó sin abrir. El postre era una magdalena que necesitó mucha agua para bajar.
Sólo dormí dos horas, hasta que anunciaron el desayuno, una caja de cartón con un yogur, un bollito de canela y un zumo de naranja.
Aterrizamos en Barcelona a las doce menos diez hora local, seis menos diez de la mañana hora canadiense.
Tras recoger el equipaje, Laura nos llevó en su coche a la T1 y siguió viaje a Tarragona.
Mercedes tenía menos de dos horas para coger el puente aéreo. Nos lo pusieron tan fácil que le faltó el canto de un duro para perder el vuelo.
También estuvimos a punto de ser atropelladas por un autobús en un paso cebra y en la acera por un individuo empujando carritos de maletas. Bienvenidas a España.
Nos despedimos y fui a facturar mi maleta de nuevo. Al pasar por del control de seguridad, pité y me sometieron al habitual masaje corporal. Ya estoy en casa.
Me senté a escribiros. A las tres de la tarde me obligué a comer, aunque mi cuerpo aún pensaba que eran las nueve de la mañana. Di una vuelta por el aeropuerto para estirar las piernas. A las cinco y media embarqué en el vuelo para Sevilla. Tan pronto despegamos, me puse el antifaz y estuve mirando para dentro durante una hora, a pesar de que los dos sevillanos de detrás no pararon de hablar de neumáticos en todo el camino.
Aterrizamos diez minutos antes de la hora. La maleta salió sana y salva. Me esperaba mi taxista favorito que me depositó en la puerta de casa al cabo de una hora y poco. Puerta de mi casa que no pude abrir porque cambiaron la cerradura en mi ausencia. Menos mal que llegué a las nueve y media de la noche y no a las tres de la mañana, porque me hubiera visto durmiendo en la acera. 
Conclusiones:
- Para visitar Canadá como es debido hay que tomarse un año sabático e invertir los ahorros de toda la vida. Antes de venir se me ocurrió mirar cuánto se tarda en tren desde Toronto a Vancouver, en la costa del Pacífico. Tres días y medio. Eso da una idea de lo ancho que es.
- Si en algún momento tuve la tentación de no volver, rápidamente recapacité al oír historias de días de invierno a veinte grados bajo cero.
- He visto un alce, he visto un policía montado del Canadá y he comido sirope de arce. Misión cumplida.
Mis zapatillas y yo hemos vivido un reencuentro emocionante hace poco.
No reconozco ni mis pies ni mis tobillos. Estos son de una señora gorda.
Los calcetines han ido andando solos a lavadora. 
Buenas noches desde mi casita.


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