28 mar 2017

Una cateta en el SAS (Día 2 – Segunda parte)

Domingo 19 de marzo.
Ayer a última hora de la noche, poco después de publicar el último episodio, recibí una amenaza de muerte virtual por parte de mi madre. Mi madre pasa a ser a partir de este momento mi joven madre.
A las once de la mañana mi joven madre llamó desde mi casa. Pasé un rato guiándola mientras cogía de mis cajones y armarios los diversos objetos de primera necesidad que debía llevarme al hospital a la una de la tarde, durante el horario de visitas.
Asomé la nariz al pasillo dispuesta a aventurarme a inspeccionar los alrededores en pijama, bata, zapatillas de deporte y el bolso colgando porque aún no tenía claras las intenciones de María José y el autista.
Los alrededores se componían de un largo pasillo con habitaciones dobles a un lado, un par de habitaciones individuales al otro, y varias salas cerradas donde el personal del hospital entraba y salía constantemente. En una había estanterías cargadas de pijamas, sábanas, toallas, estropajos, etc. En otra guardaban material médico. En una tercera guardaban el material de limpieza, incluyendo una fregona que tuve que utilizar varias veces porque cada vez que me duchaba inundaba el cuarto de baño. Hacia la mitad del pasillo se encontraba el mostrador de enfermeras y una habitación donde se escondían de nosotros. En un extremo había una sala con un par de mesas y varias sillas pegadas unas a otras. Adjunta a esta sala había una terraza donde tanto enfermos como visitantes fumaban a escondidas usando una botella medio llena de agua como cenicero. Allí venían las oscuras golondrinas sus nidos a colgar.
El otro extremo del pasillo lo ocupaban un ventanal, una hilera de sillas pegadas, una máquina expendedora de agua y zumos, cuatro ascensores, y una escalera que conducían a la libertad.
Pronto se hizo evidente que el horario de visitas era tomado a pitorreo. Aparecieron varios parientes de María José mucho antes de la hora permitida, así como parientes y amigos de casi todos los inquilinos de la planta.
Unos minutos antes de la una nos trajeron nuevas bandejas con la comida, provocando aplausos por mi parte. Estaba hambrienta. Antes de destapar la mía sufrí un terror momentáneo pensando si en lugar de balneario barato sería aquello una clínica de adelgazamiento. Se oyen contar historias terribles sobre el trato y las comidas en los hospitales públicos.
Armándome de valor elevé la tapa de plástico. Inmediatamente invadió mi nariz un delicioso olor. Potaje de judías blancas con trocitos de chorizo, morcilla y pollo flotando, otro plato con fritos de pescado en adobo y flan de postre. Una comida la mar de adecuada para un enfermo. Me volví a mirar la bandeja de María José. “No he tenido tanta suerte. Estoy a dieta blanda”- me dijo.
Aparecieron mis jóvenes padres por la puerta de la habitación portando mis cremas hidratantes, mis cables, mi ropa interior limpia, mi cepillo de dientes de verdad. Por fin podía sentirme como en casa.
También se presentó el marido de María José, un señor con barriga cervecera que pasó la tarde entera con ella. El autista desapareció para siempre.
Tan pronto finalicé de devorar la comida, llevé a mis jóvenes padres a la sala contigua a la terraza para poder charlar un rato en la intimidad.
Sobre las dos se marcharon a comer, con la promesa de volver por la tarde.
Volví a la habitación a echarme un rato. Misión imposible. El marido de María José se quedaba dormido cada poco en la butaca azul. Roncaba como un animal. Estaba previsto que durmiera con nosotras esa noche. No podía creerlo. Iba a ser totalmente imposible pegar ojo con aquel bicho en la habitación.
Estuve leyendo a ratos y a ratos dormitando, sobresaltándome por los ruidos procedentes de aquel cuerpo extraño que descansaba en la butaca azul.
En el cuarto de baño descubrí que las enfermeras debieron de acudir a muchas tiradas de cadena antes de tomar drásticas medidas.
A las cinco nos llevaron una nueva bandeja conteniendo la misma bañera de leche y un paquete de galletas. Utilicé la otra mitad del sobre de Nesquik en lugar del sobre de café.
Durante toda la tarde los pasillos fueron un hervidero de gente. A la puerta de una habitación conté once visitantes, la mayoría con aspecto de labriegos con sus caras curtidas por el trabajo en el campo, evidentemente incómodos embutidos en sus ropas de domingo y con sus pelos engominados.
Sobre las seis me visitaron de nuevo mis jóvenes padres y un rato más tarde Alberto, su mujer Pilar y su hijo Alberto Jr. Alberto Jr. aparece con antifaz en la cara porque no tengo ninguna aplicación para pixelar caras de menores de edad.
Pilar, que también es radióloga, me comunicó que al día siguiente estaría de guardia en mi hospital, así que nos veríamos y hablaría con el neurólogo para que me tratara bien. Igualmente Andrea, nuestra amiga psicóloga, hablaría con él.
Pasamos un rato charlando en la terraza. Hacía una tarde estupenda.
Estando allí me llamó mi amado jefe para interesarse por mi salud.
Poco antes de las ocho, estando charlando con mis jóvenes padres a la puerta de la habitación, llegó un sujeto a inyectarme Heparina, un anticoagulante. Levanté la camisa del pijama y allí mismo, de pie, me clavó la aguja en la barriga. De repente me entró un intenso dolor agudo, tremendo. Comenzaron a zumbarme los oídos y empecé a marearme de tal manera que tuve que tomar asiento en una de las butacas azules. Poco a poco me recuperé.
Mientras tanto, habían traído ya la cena. Me encantan los horarios del balneario. Desayuno a las nueve, comida a la una, merienda a las cinco y cena a las ocho. Me encantan.
Cogí a mis jóvenes padres y a la bandeja y me los llevé a todos a la sala junto a la terraza para comerme allí un filete de pollo empanado y un yogur. No pude con la sopa ni con el segundo filete. Fueron acompañados por una pastilla y un botecito de cristal cuyo contenido sabía igual que cuando tragas agua en el mar.
El que me clavó la aguja asomó la cabeza y respiró tranquilo. “He ido a verte a la habitación para ver cómo estabas y no te he encontrado. Ya pensaba que me había cargado a una paciente con Heparina.”
Poco después de cenar mis jóvenes padres se marcharon dejándome allí abandonada a mi suerte.
Al volver a la habitación me encontré con una agradable sorpresa. El marido de María José había sido sustituido por el joven hermano de María José, un chico encantador, ligeramente amanerado, que pasaría la noche con nosotras.
Pronto descubrimos que teníamos algo importante en común, nuestros iPhone 7 Plus. Ante la atónita mirada de María José, comenzamos a charlar como dos cotorras sobre nuestros amados aparatos. Iván, que así se llamaba el joven, acabó comprando por internet el mismo protector que tengo yo en el iPhone.
Sobre las diez salieron a dar un paseo por el pasillo. Yo aproveché para acomodarme en la cama y echarme a dormir. Cuando volvieron les murmuré con la cara pegada a la almohada que por mí no se preocuparan, que yo tenía pensado entrar en coma en breve y que podían charlar o ver la tele sin problema.






1 comentario:

Meredith Cliff dijo...

Withfloor, eres divertida como la madre que te parió, hija mía!!! Yo creo que en el fondo tú te lo estás pasando bien, ¿que no? Un beso, bonita!!!