Domingo 19 de marzo.
Ayer a última hora de la noche, poco
después de publicar el último episodio, recibí una amenaza de muerte virtual
por parte de mi madre. Mi madre pasa a ser a partir de este momento mi joven
madre.
A las once de la mañana mi joven madre
llamó desde mi casa. Pasé un rato guiándola mientras cogía de mis cajones y
armarios los diversos objetos de primera necesidad que debía llevarme al
hospital a la una de la tarde, durante el horario de visitas.
Asomé la nariz al pasillo dispuesta a
aventurarme a inspeccionar los alrededores en pijama, bata, zapatillas de
deporte y el bolso colgando porque aún no tenía claras las intenciones de María
José y el autista.
Los alrededores se componían de un largo
pasillo con habitaciones dobles a un lado, un par de habitaciones individuales
al otro, y varias salas cerradas donde el personal del hospital entraba y salía
constantemente. En una había estanterías cargadas de pijamas, sábanas, toallas,
estropajos, etc. En otra guardaban material médico. En una tercera guardaban el
material de limpieza, incluyendo una fregona que tuve que utilizar varias veces
porque cada vez que me duchaba inundaba el cuarto de baño. Hacia la mitad del
pasillo se encontraba el mostrador de enfermeras y una habitación donde se
escondían de nosotros. En un extremo había una sala con un par de mesas y
varias sillas pegadas unas a otras. Adjunta a esta sala había una terraza donde
tanto enfermos como visitantes fumaban a escondidas usando una botella medio
llena de agua como cenicero. Allí venían las oscuras golondrinas sus nidos a
colgar.
El otro extremo del pasillo lo ocupaban un
ventanal, una hilera de sillas pegadas, una máquina expendedora de agua y zumos,
cuatro ascensores, y una escalera que conducían a la libertad.
Pronto se hizo evidente que el horario de
visitas era tomado a pitorreo. Aparecieron varios parientes de María José mucho
antes de la hora permitida, así como parientes y amigos de casi todos los
inquilinos de la planta.
Unos minutos antes de la una nos trajeron
nuevas bandejas con la comida, provocando aplausos por mi parte. Estaba
hambrienta. Antes de destapar la mía sufrí un terror momentáneo pensando si en
lugar de balneario barato sería aquello una clínica de adelgazamiento. Se oyen
contar historias terribles sobre el trato y las comidas en los hospitales
públicos.
Armándome de valor elevé la tapa de
plástico. Inmediatamente invadió mi nariz un delicioso olor. Potaje de judías
blancas con trocitos de chorizo, morcilla y pollo flotando, otro plato con
fritos de pescado en adobo y flan de postre. Una comida la mar de adecuada para
un enfermo. Me volví a mirar la bandeja de María José. “No he tenido tanta
suerte. Estoy a dieta blanda”- me dijo.
Aparecieron mis jóvenes padres por la
puerta de la habitación portando mis cremas hidratantes, mis cables, mi ropa
interior limpia, mi cepillo de dientes de verdad. Por fin podía sentirme como
en casa.
También se presentó el marido de María
José, un señor con barriga cervecera que pasó la tarde entera con ella. El
autista desapareció para siempre.
Tan pronto finalicé de devorar la comida,
llevé a mis jóvenes padres a la sala contigua a la terraza para poder charlar
un rato en la intimidad.
Volví a la habitación a echarme un rato.
Misión imposible. El marido de María José se quedaba dormido cada poco en la
butaca azul. Roncaba como un animal. Estaba previsto que durmiera con nosotras
esa noche. No podía creerlo. Iba a ser totalmente imposible pegar ojo con aquel
bicho en la habitación.
Estuve leyendo a ratos y a ratos dormitando,
sobresaltándome por los ruidos procedentes de aquel cuerpo extraño que
descansaba en la butaca azul.
En el cuarto de baño descubrí que las
enfermeras debieron de acudir a muchas tiradas de cadena antes de tomar
drásticas medidas.
A las cinco nos llevaron una nueva bandeja
conteniendo la misma bañera de leche y un paquete de galletas. Utilicé la otra
mitad del sobre de Nesquik en lugar del sobre de café.
Durante toda la tarde los pasillos fueron
un hervidero de gente. A la puerta de una habitación conté once visitantes, la
mayoría con aspecto de labriegos con sus caras curtidas por el trabajo en el
campo, evidentemente incómodos embutidos en sus ropas de domingo y con sus pelos
engominados.
Sobre las seis me visitaron de nuevo mis
jóvenes padres y un rato más tarde Alberto, su mujer Pilar y su hijo Alberto
Jr. Alberto Jr. aparece con antifaz en la cara porque no tengo
ninguna aplicación para pixelar caras de menores de edad.
Pilar, que también es radióloga, me
comunicó que al día siguiente estaría de guardia en mi hospital, así que nos
veríamos y hablaría con el neurólogo para que me tratara bien. Igualmente
Andrea, nuestra amiga psicóloga, hablaría con él.
Pasamos un rato charlando en la terraza.
Hacía una tarde estupenda.
Estando allí me llamó mi amado jefe para interesarse por mi salud.
Poco antes de las ocho, estando charlando
con mis jóvenes padres a la puerta de la habitación, llegó un sujeto a
inyectarme Heparina, un anticoagulante. Levanté la camisa del pijama y allí
mismo, de pie, me clavó la aguja en la barriga. De repente me entró un intenso dolor
agudo, tremendo. Comenzaron a zumbarme los oídos y empecé a marearme de tal
manera que tuve que tomar asiento en una de las butacas azules. Poco a poco me
recuperé.
Mientras tanto, habían traído ya la cena.
Me encantan los horarios del balneario. Desayuno a las nueve, comida a la una,
merienda a las cinco y cena a las ocho. Me encantan.
Cogí a mis jóvenes padres y a la bandeja y
me los llevé a todos a la sala junto a la terraza para comerme allí un filete
de pollo empanado y un yogur. No pude con la sopa ni con el segundo filete.
Fueron acompañados por una pastilla y un botecito de cristal cuyo contenido
sabía igual que cuando tragas agua en el mar.
El que me clavó la aguja asomó la cabeza y
respiró tranquilo. “He ido a verte a la habitación para ver cómo estabas y no
te he encontrado. Ya pensaba que me había cargado a una paciente con Heparina.”
Poco después de cenar mis jóvenes padres se
marcharon dejándome allí abandonada a mi suerte.
Al volver a la habitación me encontré con
una agradable sorpresa. El marido de María José había sido sustituido por el
joven hermano de María José, un chico encantador, ligeramente amanerado, que
pasaría la noche con nosotras.
Pronto descubrimos que teníamos algo
importante en común, nuestros iPhone 7 Plus. Ante la atónita mirada de María
José, comenzamos a charlar como dos cotorras sobre nuestros amados aparatos.
Iván, que así se llamaba el joven, acabó comprando por internet el mismo
protector que tengo yo en el iPhone.
Sobre las diez salieron a dar un paseo por
el pasillo. Yo aproveché para acomodarme en la cama y echarme a dormir. Cuando
volvieron les murmuré con la cara pegada a la almohada que por mí no se
preocuparan, que yo tenía pensado entrar en coma en breve y que podían charlar
o ver la tele sin problema.
1 comentario:
Withfloor, eres divertida como la madre que te parió, hija mía!!! Yo creo que en el fondo tú te lo estás pasando bien, ¿que no? Un beso, bonita!!!
Publicar un comentario