4 nov 2019

Una cateta en Miami e Islas Caimán (Días 12 y 13)

Antes de meterme en la cama ayer sobre las once y media, me asomé a la ventana a cotillear los alrededores. Un grupo de adultos celebraba una fiestuqui dentro del jacuzzi mientras varios jóvenes llegaban a la piscina para bañarse.  La temperatura durante la noche invita.
El despertador sonó a las cinco en punto. Sé que un rato antes un gallo lo intentó desde los jardines del hotel, aunque no me despertó del todo. Hubo intentos de gallocidio estos días por parte de las miembros que estaban en este hotel y en el Marriott por culpa de los cantos a altas horas de la madrugada.
Me duché con agua templada. Debe ser que a esas horas todavía no tienen el calentador encendido. Ayer por la noche salía caliente.
Cerré el equipaje como pude. La maleta va un poco hinchada. No me explico qué pasa cuando vuelvo de los sitios, que pesa como un ataúd a punto de estallar. 
Bajé a recepción a las seis menos veinticinco. Me entregaron una bolsa de papel con una manzana, una barrita de cereales y una botella de agua como desayuno, ya que el comedor no abría hasta las siete. Todo un detalle.
La taxista era una jamaicana coja. Me llevó en su minivan junto a otro huésped de Nueva Inglaterra. La coja le preguntó dónde está eso de Nueva Inglaterra. El contestó: “Boston”. Y ella: “Ah”. No sé si le quedó claro o era por no seguir preguntando.
El trayecto desde el hotel al aeropuerto fue de unos diez minutos, pero nos cobró como si nos hubiera llevado a la luna. 
Al bajar del vehículo me encontré con dos gallinas marrones de charla en la puerta de la terminal. Espero que no anden por la pista dando paseos.
Hice el check-in en una máquina automática. La maleta pesó 24,5 kgs, pero no me dijeron nada. Conseguí cambiar a pasillo el asiento del vuelo Miami/Madrid. Ayer me asignaron uno en la fila del centro, entre dos personas. Si los dos se echan a dormir y tienes que ir al baño, estás jodida.
El control de pasajeros fue rápido y sin incidentes.
Aún siendo un aeropuerto de juguete, está muy bien preparado. Pude rellenar mi botella de agua y hubiera podido cargar el móvil. Debajo de los asientos había enchufes. 
Todavía me acuerdo de una vez hace muchos años en el aeropuerto de Gatwick cuando un pasajero conectó su móvil en un enchufe que encontró en la pared y que seguramente estaba allí para los aspiradores. Apareció rápidamente un policía que le increpó diciendo que estaba robando la electricidad de su majestad.
A las 07:40, un minuto antes de la hora prevista, despegamos del aeropuerto Owen Roberts.
Me ha causado muy buena impresión la isla. Limpia, verde, llana, gente amable, pollo, tortugas carnívoras. Ha llovido todos los días, pero un rato solamente. Lo justo para mantener el verdor y no molestar. No se puede decir que la lluvia refresque. Aumenta la sensación de calor húmedo.
El trayecto fue de una hora y cuarto aproximadamente. Pasamos por encima de Cuba y Los Cayos antes de aterrizar en Miami. Nos dieron zumo y unas galletas para desayunar. Me ha gustado la experiencia de volar con American Airlines.
En el avión tuve que ponerme el jersey porque hacía frigolín. La primera vez que me lo pongo en doce días.
En el aeropuerto de Miami hacía más frío que en Siberia. Me crucé con gente vistiendo chaquetones de plumas. 
El control de pasaportes fue más sencillo al ser pasajera en tránsito. En la máquina donde te hacen preguntas y te sacan una foto, dudé si poner sí o no donde pregunta si has estado en una granja últimamente. Lo de las tortugas carnívoras era una granja (Turtle Farm). Mejor no. Si por un bocadillo de jamón te montan un circo, imaginad si les cuento que me mordió un bicho.
Aunque no salí de la zona de pasajeros, tuve que pasar un nuevo control donde me hicieron quitar los zapatos y pasar por un escáner corporal.
Recorrí la terminal norte del aeropuerto de cabo a rabo, inspeccionando una a una todas las tiendas.
Me tuve que poner el forro polar encima del jersey. 
No sé qué rayos había dentro de la lavadora del apartamento que me ha dejado el forro lleno de pelusa como si lo hubieran utilizado para limpiar el suelo.
A la una no pude resistir comer una grasienta hamburguesa en Wendy’s.
Me senté a esperar el embarque de mi vuelo a Madrid con más de una hora de antelación. Llegaron dos chicas de color marrón con rastas. A una de ellas le llegaban a la cintura, de color marrón claro. Parecían cuerdas. Le saqué una foto, o eso pensaba. No la encuentro en mi teléfono. 
Recé para que no se sentara en el avión junto a mí. En esa melena tiene que vivir fauna y flora.
La azafata que nos controló a la entrada del avión tenía un ojo albino.
El avión resultó ser de American Airlines, Me senté en la antepenúltima fila junto a una señora de Costa Rica y otra de Guatemala. La costarricense no se quitó el chaquetón de plumas en todo el viaje. Yo me eché la manta por encima.
Despegamos puntualmente a las cuatro de la tarde. 
Tan pronto alcanzamos altura comenzaron a servir la cena. Cuando llegaron con el carro a mi altura eran las cinco y media de la tarde. Sólo quedaba pollo y no tenía hambre.  Acepté la bandeja para comer más tarde el bollín de pan con queso cheddar y el postre. Bebí una Coca Cola. Los americanos no se andan con tonterías. Te dan la lata de tamaño normal, no como otras compañías que las llevan de tamaño enano.
La azafata que servía las bebidas se lleva el record de edad. Recuerdo que me llamó la atención una muy mayor hace tiempo también en un viaje a Estados Unidos, pero es que esta americana era aún más vieja.
La oferta de películas en la pantalla del respaldo era bastante buena. Estuve viendo “Erase una vez en Hollywood”, la última de Tarantino. Hacia el final, cuando llega la parte gore, me entró un ataque de risa que no podía parar. Supongo que los que estaban viendo lo que pasaba en mi pantalla y me veían carcajearme de aquello pensarían que estoy como una cabra. Recomendable.
Me hubiera gustado ver otra película pero el sentido común me dijo que había que intentar dormir algo. 
Fui al baño. En los Boeing son un poco más grandes que en los Airbus. Es porque en Estados Unidos los gordos son gordos de verdad. No hay término medio, no hay gorditos, hay gordos de 150 kilos y basta. Juzgando por las porquerías que venden en las tiendas del aeropuerto y en los supermercados, que visité estos días, no me extraña.
Me coloqué el antifaz y unos discos de música clásica. Cerré los ojos y entré en modo standby, como los ordenadores, que siguen con el motor encendido y en el momento que mueves el ratón se enciende la pantalla.
No pude reclinar el asiento porque la persona que ocupaba el asiento detrás de mí había abierto la bandeja y se había acostado sobre ella con la manta por encima de la cabeza. Cada vez que me quedaba traspuesta se me iba la cabeza hacia delante y despertaba de nuevo.
Sufrimos turbulencias casi todo el camino. Hacia las nueve dimos dos botes seguidos que despertaron a todo el pasaje. Aproveché para reclinar el asiento un poco. Si la persona a mi espalda no despertó con aquello, es que estaba muerta. Muerta estaba yo a esa hora, igual que el bebé que viajaba en la última fila. Le entró una llorera tremenda cuando botamos. A más de uno le habría gustado llorar también, pero somos adultos y hay que controlar.
A las diez y media de la noche nos sirvieron el desayuno, un sobre conteniendo un yogur al que se le podía echar granola, una galleta rellena de higo y un zumo. 
Entramos en España por la zona entre La Coruña y Vigo, según el seguimiento de vuelo de la pantalla.
A las doce menos cuarto de la noche, seis menos cuarto de la mañana en España, aterrizamos en el aeropuerto Madrid-Barajas-Adolfo Suárez. Todo eso.
Desde que tocamos tierra hasta que salí por la puerta del avión pasó media hora. Paseamos por todo Madrid antes de aparcar junto al finger y tuve que esperar a que saliera todo el mundo para poder alcanzar la puerta.
En el control electrónico de pasaportes tuve que leer en la pantalla que el mío no pertenecía a un país aceptado. Hay que joderse. Paso doce días en el extranjero y ya me repudian. Al segundo intento me dejó pasar.
Mi maleta estaba paseando por la cinta cuando llegué a buscarla. Este es su primer viaje por el mundo pero parece que le ha dado la vuelta siete veces. Está arañada, golpeada y con más mierda que la cola de una vaca.
A las siete y cuarto subí al tren del aeropuerto a Chamartín. En esa estación estaban estropeados tanto las escaleras mecánicas como el ascensor para bajar al andén del tren con destino a Atocha, a donde llegué a las ocho menos diez. 
Anuncian que el túnel de Recoletos abre en noviembre. Ya es noviembre y seguimos con el túnel cerrado al tráfico.
Intenté cambiar el billete para salir a las nueve. Lamentablemente no había plazas libre. 
Me senté a escribiros en un mostrador muy mono para que la gente trabaje mientas espera el tren.
A las diez partió el AVE con destino a Sevilla, conmigo dentro y tres señoras cotorras indias a mi alrededor. Me enchufé los auriculares con música para no oirlas, el antifaz y la almohada cervical. Dormí algo más de una hora. Nunca había dormido en un AVE. Esas butacas no están preparadas.
Fui al baño, donde me encontré con los restos de un holocausto caníbal extraterrestre.
A las doce y media llegamos a Sevilla. Mis ancianos padres me esperaban para llevarme en coche a casa a la velocidad del viento, del viento que soplaba de cola, porque por pisar el acelerador no fue.
En total han sido 27 horas de viaje puerta a puerta. 
Me ha molado esto del Caribe.
Buenas tardes desde mi casita.

P.S. Mis ahorros siguen en España.










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