25 nov 2019

Una cateta en Viena (Día 3)

A las siete menos veinte el despertador me sacó del coma profundo en el que me encontraba. Después de empaquetar todos mis trastos en la mochila y despedirme de la caja, bajé a recepción a devolver la tarjeta y pedir un Uber para que me llevara a xxxxx para la cita que tenía con xxxxx.
Por si alguien tiene curiosidad, la caja no se podía abrir.
Escogí Uber para ir a mi destino porque ofrecían un precio bastante decente. Lo que se suponía iba a ser una espera de cuatro minutos, se convirtió en más de diez. Veía en la pantalla del móvil el coche venir hacia el hotel y pasar de largo, y de nuevo venir hacia el hotel desde otra dirección y pasar de largo. Nuevo y extranjero, seguro.
La última vez que lo vi venir lo paré brazo en alto en la esquina de la calle porque hubiera tenido que pasar de nuevo de largo ya que era dirección contraria.
Nada más subir al vehículo oí la voz del navegador hablándole en turco. Como los turcos me caen muy bien, tengo unas cuantas amigas turcas y me encanta Turquía, entablé conversación con el conductor. Tuvimos que comunicarnos en alemán. Si su alemán era macarrónico, el mío más. Sin embargo, nos entendimos. 
Me dijo que era búlgaro/turco, que llevaba cuatro meses en la ciudad, que no estaba contento porque los vieneses son agresivos. Los españoles le resultan mucho más simpáticos.
No me extraña un pelo que lo traten mal. Si se dedica a pasar con el coche por delante de los clientes haciendo cosas raras, lo pondrán de vuelta y media. Yo fui muy paciente esta mañana porque iba con tiempo de sobra y porque con la edad se me están calmando los instintos asesinos.
Durante el camino no perdí de vista la pantalla de mi teléfono, siguiendo la ruta por donde me llevaba, por si las moscas. Cuando nos acercábamos al edificio de oficinas donde tenía mi cita con xxxxx, se lo señalé para que supiera exactamente dónde debía parar. 
El asunto que me llevó a Viena se resolvió rápida y satisfactoriamente. 
Para ir al aeropuerto, en lugar de tomar el tren de los pobres, elegí el CAT, un servicio directo de 16 minutos de duración. Incluso puedes facturar el equipaje en la estación de tren y desentenderte de él. No era mi caso. La mochila no se iba a separar de mí.
La estación del aeropuerto se encuentra en la terminal 3. La pared que separa a los que llegan de los que esperan es una enorme pantalla donde aparecen detalles de las llegadas. Una idea estupenda.
Para ir a la terminal 1 hay que caminar un rato, salir a la calle por una puerta y entrar por otra contigua. No entendí en ese momento que no hubiera un pasillo que te evitara la congelación instantánea de manos y nariz. La sensación térmica en el exterior era de 1ºC. Más tarde vi en la terminal 1 una pared de madera con un letrero en el que decían que estaban trabajando para mejorar las instalaciones, bla, bla, bla. 
Pasé el control de pasajeros sin incidencias.
En ningún momento me pidieron prueba de identidad en el aeropuerto, sólo la tarjeta de embarque en tres ocasiones. 
La afluencia de personajes con rasgos balcánicos era importante.
Tuve tiempo de recorrer todas las tiendas del duty free. No eran muchas. 
Vi estuches con cara de pocos amigos, una tienda de souvenirs donde podías comprar un traje completo de tirolés para tu hijo, historiadísimas jarras de cerveza con tapa y Mozartkugeln (bolas de chocolate y mazapán que vi en muchas tiendas de Viena). Dejo lo mejor para el final: botellas de licor con la cabeza de Sisí como tapa. ¡Por el amor de Diosssssss! ¿Quién se gasta cinco euros con noventa y nueve céntimos en esa aberración?
En otra tienda me entretuve mirando una exposición de dispensadores de caramelos Pez. De pequeña tuve uno con la cabeza de Mickey Mouse.
Desde una cristalera estuve observando los diferentes aviones que había paseando o aparcados en la pista. Tanto a la llegada como hoy vi aviones de compañías aéreas de las que no había oído hablar en mi vida: Lever, Fegasus Airlines, Eva Air, People, Luxair. Y otros de los que había oído hablar pero no recuerdo haber visto anteriormente, como los de Lauda, la compañía del piloto Niki Lauda. 
Manner tiene su propia tienda en el aeropuerto. Aparte de vender variedad de chocolates y galletas rellenas de crema de avellana, cuenta con una sección de merchandising de la marca. Fue fundada en el siglo XIX. Entonces puede que ese color que no es ni rosa ni naranja fuera guay, pero ya no. Vendían maletas, camisetas, chanclas, toallas, bolsas, imanes.
El vuelo de Iberia salió puntual a las doce y media. Hoy no volé con Eurowings vía Faro porque no vuelan allí los lunes.
Me he librado del mal tiempo justo por una semana. El próximo finde se espera nieve.
Embarqué casi la última, seguida por una pareja compuesta por un argentino y una madrileña con una niña pequeña. El llegó un poco tarde. Perdió tiempo en una cola comprando algo de comer. Me encantó la frase que pronunció al llegar: “soy un caballero encabronado” (póngase el correspondiente acento argentino).
Al llegar a mi fila, al fondo del avión, encontré a una señora argentina acomodada en mi asiento de ventanilla como si fuera suyo. Tardé en convencerla de que allí me tenía que sentar yo y no ella. Nuestra vecina del asiento de pasillo, una austriaca que también viajaba sola, intercambiaba miradas solidarias conmigo mientras yo negociaba con la otra, que pasó todo el viaje con la chaqueta de cuero puesta y el bolso colgado del hombro y bien sujeto con ambas manos, como si la austriaca o yo misma fuéramos a robárselo. 
Dado que esta vez no tenía que estudiar nada durante el trayecto y estaba bastante cansada (la vida de turista es agotadora), me chupé tres episodios seguidos de The Morning Show en el iPad. Estoy enganchada con la serie.
Intenté comer en el avión, pero el pimiento me lo impidió. Cuando el carro de comida llegó a mi altura, sólo tenían a la venta unos bocadillos de pollo con pimiento y tortellini rellenos de queso con tomate por encima. Descarté los tortellini por no apestar todo el avión y el bocadillo porque no puedo con los pimientos. 
Desde la ventanilla que intentó quitarme la argentina estuve observando los Alpes italianos, que en algunas zonas sobresalían por encima de las nubes.
Aterrizamos en Barajas a las tres y diez de la tarde.
Tomé el tren de cercanías que une el aeropuerto con la estación de Atocha. Por fin reabrieron la semana pasada el túnel de Recoletos y se puede hacer el trayecto directo sin hacer transbordo en Chamartín.
En Atocha me encontré con la sorpresa de que mi tren a casa salía desde la planta baja en lugar de la planta primera como es habitual. Iba soñando con un sándwich de Rodilla que tiene la tienda arriba. Mi gozo en un pozo. 
La planta baja no tiene zona de escritorios, hay menos asientos y sólo un par de mini cafeterías donde te extraen un riñón a cambio de un bocadillo de jamón y una Coca Cola. No los voy a pagar yo, pero me duele igualmente el gasto. Era eso o caer desmayada víctima de la inanición. 
Caso curioso, me encontré con un grupo de militares españoles vestidos con uniforme de campaña. No es algo habitual. Luego salió de un tren otro grupo de oficiales de alto rango vestidos de uniforme de diario (no sé cómo se dice cuando van con guerrera). Más tarde vi a un grupo de miembros de la Guardia Civil con forros polares del cuerpo.
Y lo peor, se me cruzó una mujer de edad indeterminada con la cara completamente quemada. Le faltaban la nariz y toda la zona de los labios, dejando los dientes al aire. Sujetaba un móvil donde algún día hubo una oreja, con una mano que era puro esqueleto. Impresionante.
A las seis y seis minutos, con uno de retraso, partimos hacia el sur en el chucuchú. 
Viajé en preferente porque el viernes compré de oferta el billete. Éramos pocos en el vagón, pero suficientes. La señora que viajaba en la fila individual delante de mí estuvo viendo videos de internet con el sonido a toda pastilla, en algún lugar indeterminado del vagón viajaba un perro que no paró de llorar, mi vecina de asiento llevaba los rabillos de los ojos pintados como si fuera una faraona, un matrimonio de un pueblo de la costa no dejó de reírse de todo, sobre todo de un pasajero que viajaba con una caja llena de perdices; a la señora que se cayó en el andén cuando trataba de subir al tren le sonó la Salve Rociera dos veces como timbre del teléfono. Quince minutos antes de llegar a una de las paradas, el sistema de megafonía pegó una explosión sonora que nos infartó a todos. A continuación se oyó “les rogamos coloquen sus equipajes” para cortar inmediatamente el sonido y reanudarlo con “próxima estación”, aún quedando un cuarto de hora para llegar a esa estación.
A las diez menos cinco llegamos a destino. El perro, un enorme cachorro de labrador,  salió del tren en brazos de su dueña.
Llegué al portal de casa a las diez y cuarto, cuando entraba mi vecino de arriba en chanclas, procedente del gimnasio. ¡Viva el clima mediterráneo!

Gute Nacht desde mi casa.









2 comentarios:

Unknown dijo...

Que viaje tan rodeado de argentinos!!!!!

Anónimo dijo...

Haga el favor de prodigarse un poco más, oiga...