24 nov 2019

Una cateta en Viena (Día 2)

Dormí bastante bien toda la noche. Sólo medio desperté un par de veces al darme cuenta de que tenía un pie fuera del edredón, y eso es catarro seguro para mí. 
A los viajes llevo siempre pijama de verano, vaya al círculo polar o al trópico. En todo hotel que se precie hay una temperatura estándar.
Lástima que haya venido sólo con la mochila. Este edredón merece salir escondido en una maleta.
A las seis de la mañana estaba con los ojos como platos, no porque hubiera ruido, que esto es como estar hospedada en un cementerio, sino porque entraba luz por una esquina de la cortina, justo detrás del respaldo de silla que sale del cojín. En este pueblo no hay persianas. Como mucho he visto contraventanas de madera en los edificios antiguos. Como éste es de acero y cristal, no lleva persianas.
Aguanté hasta las siete en la cama. Estuve trasteando por la habitación hasta poco antes de las ocho y media. 
De camino a la estación de tren y metro casi muero de un pasmo por el frío que hacía. La sensación térmica, según el iPhone, era de 2ºC, con brisa. Gracias al gorro andino ha sido soportable. Con la cabeza caliente se puede ir a cualquier parte. 
A las nueve menos dos minutos salí de las profundidades de la tierra en Stephansplatz, frente a la catedral. Entraba gente con prisa. “Misa de nueve”, me dije. Y entré justo cuando los tres curas que concelebraron se presentaban en el altar para comenzar. La idea original era asistir a la de doce, pero me pareció mejor así, para no cortar el día.



Oír misa en alemán fue toda una experiencia. Pude seguir la eucaristía gracias a unos libretos que había en los bancos. Lo de la homilía fue otra cosa. Sólo entendí pequeños trozos sueltos de lo que decía el cura. En el banco de atrás tuve a una familia de sudamericanos que no se cortaron un pelo y rezaban en voz alta en español. Acompañó la ceremonia un organista.
A la hora de comulgar pude observar lo variopinto de la parroquia. Una señora coja que se ayudaba con unos bastones de marcha nórdica se posicionó en mitad del pasillo central un rato antes de la comunión para ser la primera en recibirla. Una individua con un caso grave de anorexia se paseó por entre los bancos tras recibir la comunión, sin destino determinado. Un matrimonio con dos hijos pequeños inició una discusión nada más darle la espalda al cura, a la vista de todo el mundo. Un sujeto en pantalón de chándal, zapatos de cuero negro y camisa de rayas por toda prenda de abrigo se acercó al altar mientras miraba a todo el mundo con cara de ir buscando guerra.
Al salir de la catedral fui dando un paseo hacia la orilla del Danubio. Poco antes de llegar me encontré con un puesto ambulante del autobús turístico que recorre la ciudad. Desde ayer andaba dándole vueltas al tema. No me lo pensé dos veces. Con el frío y las distancias a recorrer no iba a ser capaz de cubrirlo todo en un día. 
A los quince minutos estaba sentada confortablemente y calentita en la planta de arriba del autobús. Los de Viena tienen el piso superior acristalado. Ir al descubierto hubiera sido un suicidio.
Comencé la ruta en la línea roja. Dimos vuelta al Ringstrasse, que no es una calle, sino varias que forman un anillo, descrito como el bulevar más bello del mundo. Contiene edificios señoriales, palacios, monumentos y jardines en unas avenidas amplísimas. Todo está perfectamente conservado. 
Uno de los monumentos está dedicado al Mariscal Radetzky, el de la marcha.
El único pero que le puedo poner a Viena son los cables que cuelgan por todos lados. En lugar de farolas, en muchos casos las lámparas están en mitad de la calle sostenidas en el aire.
Pasamos por Prater en Leopoldstadt, el parque de atracciones donde se encuentra la noria de la película “El tercer hombre”. Allí sigue, aunque sólo quedan quince de las treinta góndolas originales. Por los auriculares nos iban comentando el paseo. Nos pusieron la banda sonora de Anton Karas. 
También, cuando pasamos por el barrio donde los niños cantores tienen su sede, nos pusieron un rato de niños cantando.
Prater proviene del español “prado”.
Lo que más me impactó no fue la noria, sino el cerdo rosa cajero automático a la entrada del parque.
Cruzamos el Danubio por el único puente que sobrevivió a la II Guerra Mundial pero que se hundió un domingo por la mañana en los años setenta. La guía decía que menos mal que fue un domingo por la mañana. “Japuta, hoy es domingo por la mañana”, pensé para mis adentros.
El Danubio ni es bonito ni es azul. Digo lo de bonito porque el nombre original del vals es “an der schönen blauen Donau” (en el bonito Danubio azul). Es verde y bajaba revuelto por culpa del viento. Pobres viajeros que estaban embarcando en uno de los muchos cruceros fluviales que había atracados en los muelles. Tienen que estar arrepentidos a esta hora de haberse metido en esa aventura en pleno mes de noviembre.
En la otra orilla se encuentra UNO City, un complejo de edificios que alberga la sede de las Naciones Unidas. En esa zona, igual que en la de mi hotel, se pueden construir edificios altos. No así en el centro, donde el límite es de cinco plantas.
Volvimos a cruzar a este lado del río camino de la zona de la Opera, pasando por el Stadtpark, el parque de la ciudad. En la puerta del hotel Sacher volvía a haber colas para entrar a comer tarta.
Cambié de autobús para hacer la ruta azul. Me deshice de las cuatro italianas que parloteaban a voz en grito sin interrupción en el autobús anterior, no haciendo caso de los instructivos comentarios que nos hacían por los auriculares.
La primera parte fue un poco cutre porque pasamos por calles normales y corrientes, aunque de vez en cuando te sorprendía algún edificio fuera de lo normal. 
Llegamos al Palacio Schönbrunn, antigua propiedad de la dinastía Habsburgo, que contiene el zoo más antiguo del mundo y unos jardines que quitan el hipo. Quedaban menos de dos horas para la puesta de sol, iba a hacer un frío de impresión al aire libre, estaba sin comer y aún me quedaba parte del recorrido por hacer. No hice la visita con gran pena por mi parte.
Circulamos después por otra zona carente de interés, hasta llegar a la estación principal de tren. Incluso pasamos por la esquina de la calle donde está mi hotel. 
A poca distancia se encuentra Belvedere, palacio y jardines que fueron residencia de verano de Eugenio de Saboya.
Volvimos a entrar en zona interesante, con la estupendísima embajada de Francia entre otros edificios magníficos.
Llegamos de nuevo a la zona de la Opera, donde me bajé del autobús al borde de la inanición.
En ambos recorridos vimos iglesias de los cristianos coptos. Ni había parada organizada ni estaban abiertas. Me hubiera gustado echarles un vistazo porque es la primera vez que las veo.
Desde Grecia me escribió esta mañana María Christina K. para reñirme por haber cenado ayer en un MacDonalds, recomendándome que fuera a comer el schnitzel a Figlmüller. Por las fotos que acompañaban a su mensaje supe que o el schnitzel me comía a mí o yo moría en el intento.
El destino puso en mi camino una pizarra anunciando schnitzel en la puerta de un restaurante con un aspecto bastante bueno a pocos metros de la parada del autobús. El hambre y la necesidad de ir al baño me hicieron decidir rápidamente que mejor schnitzel en mano que ciento volando. Cola garantizada en Figlmüller por lo que pude leer en internet mientras iba en el autobús.
Nada más abrir el menú supe que me encontraba en un moderno restaurante turco. La primera bebida en la lista de refrescos era Ayran. Conozco el Ayran de mis visitas a Estambul. Es un yogur agrio líquido que me encanta. Al pasar a la sección de platos allí estaba el köfte, esas bolas de carne de ternera con especias que tanto me gustan. Pero yo había entrado allí a comer schnitzel y fue lo que pedí, sabiendo que no me iban a defraudar. Los turcos se toman la carne muy en serio.
El plato era del tamaño de una fuente, pero no me arredré lo más mínimo. Me lo comí todo de una sentada. Burp. Hacía años que no degustaba una ternera tan rica. Casi no hacía falta masticarla.
De postre hubiera podido comer imitación de tarta Sacher pero me contuve a tiempo. Hubiera sido vomitona nocturna segura.
Volví a la misma parada de autobús para tomar el de la línea roja de nuevo. No me importó esperar diez minutos a la intemperie. El schnitzel me había quitado el frío de golpe. 
Quería ir a Rathausplatz a ver el mercado navideño. Rathaus significa ayuntamiento en alemán. No cabía más gente en aquella plaza. Los puestos navideños vendían adornos, regalos, comida, ponche, sopa dentro de bollos de pan, pretzels enormes rellenos de todo tipo de cosas, pizzas en forma de cono, plátanos cubiertos de chocolate, donuts, y yo con el estómago lleno.
Los jardines estaban adornados con corazones rojos iluminados, bolas gigantes de colores, árboles de navidad. En ningún momento vi alusión cristiana alguna.
Parte de la plaza está ocupada por una pista de patinaje sobre hielo. Además de un rectángulo hay caminos de hielo que rodean los jardines. Está todo perfectamente organizado, con taquillas manuales y automáticas para vender entradas, taquillas para guardar los zapatos y objetos personales, filas de bancos para sentarse a cambiarse de calzado, el suelo de madera para no dañar las cuchillas de los patines. Orden, organización, limpieza, ni una voz más alta que otra. Me gustan estos austriacos.
Tras estudiar detenidamente la zona fui andando hasta Stephansplatz, cruzándome por el camino con cientos de personas de vuelta a casa, otros dos mercados navideños un poco más pequeños, una convención de papás noeles, un edificio aparentemente en llamas que en realidad era una performance llamada Niebla Amarilla, de un artista llamado Olafur Eliasson.
Con el gorro andino pierdo completamente la visión lateral. Cuando cambio de rumbo choco con la gente y tengo que mirar con cuidado cuando cruzo las calles para no ser atropellada por un tranvía como Gaudí.
En el metro de Viena no hay tornos. Tras comprar el billete tienes que validarlo en unas máquinas que encuentras un poco antes de bajar a los andenes. Es cuestión de civismo y buena voluntad. Hubiera podido viajar gratis porque no he visto controles por ningún sitio.
La estación central de tren estaba hasta las trancas de gente.
No quiero imaginarme lo que tiene que ser esto en pleno verano, con las hordas de turistas de todas partes del mundo invadiendo la ciudad.
Entré en la tienda de Manner de la estación. Venden unos barquillos rellenos de crema de avellana que te hacen pensar que los Huesitos son una mierda.
A las seis estaba de vuelta en el hotel. 
Pedí en recepción/bar de copas que me llenaran de hielo una de las tazas que hay en la habitación.
Estoy degustando una Coca Cola con unos barquillos Manner mientras os escribo desde debajo de la manta eléctrica.

Gute Nacht aus Wien.












1 comentario:

Unknown dijo...

Espero que hoy lunes tengas oportunidad de deleitarte con una porcion de sachertorte!!!!