23 nov 2019

Una cateta en Viena (Día 1)

¡Sorpresaaaaaaa! ¿A que no esperabais a la cateta de viaje otra vez tan pronto? La cateta tampoco lo esperaba. De hecho, hoy tenía que haber asistido a la fiesta sorpresa de cumpleaños de Vilma en Israel, pero no se me pasó por la cabeza pedir vacaciones para desaparecer de nuevo de la oficina.
Ayer a las seis de la tarde tuve que poner la maquinaria en marcha para venir a Viena porque el lunes por la mañana tengo que estar en xxxx para xxxx. Un tema de trabajo que surgió por sorpresa.
¿Y qué tiene que ver Austria, en mitad de Europa, que no huele el mar ni de lejos, con el sector marítimo? Misterios del mundo de los negocios. 
El caso es que recuerdo haber tenido en puerto hace años un barco con bandera austriaca.
En circunstancias normales, dos meses antes de irme tengo todo perfectamente estudiado: rutas, billetes, hoteles, visitas, historia del lugar.
Confieso que montar el chiringuito con doce horas de antelación me causó varios micro infartos durante la tarde/noche. 
¡Viena! ¿Qué sabía yo de Viena ayer por la tarde? Me venían a la cabeza “El tercer hombre”, opera, bollo de pan, Danubio, Sisí, Mozart, niños cantores, tarta Sacher, vals, Strauss, Klimt, y poco más.
Encontré entre mis guías de viaje electrónicas dos referentes a Viena, una a Austria y un manual de alemán para tontos. Los cargué todos en mi nuevo iPad, que aún no puede salir a la calle porque está sin abrigo. Lo encargué en AliExpress tan pronto llegué de Cayman, pero como las cosas de AliExpress las trae un chino debajo del brazo andando desde China, hay que esperar unos días pacientemente. De momento, lo he envuelto de mala manera en una funda de neopreno que me regaló Nuvara y que le queda enorme. Cuando lo saco tengo que sujetarlo con mucho cuidado para evitar una tragedia.
A las seis y diez, cinco minutos antes de sonar el despertador, desperté.
A las siete y media me recogió puntualmente mi taxista favorito. 
Paramos en la gasolinera de CEPSA cerca de Faro a pagar el peaje y tomar un pastel de nata y hojaldre. Yo no les veo la nata por ninguna parte. Veo crema. En cualquier caso, están riquísimos los pasteles de nata portugueses.
A las nueve menos diez, hora española, me depositó en la puerta del aeropuerto de Faro. 
Al contrario de la última vez, hoy estaba la cosa tranquila. Viajo con una mochila con lo imprescindible, de modo que pasé directamente al control de pasajeros sin pasar por facturación. Coloqué la mochila y el chaquetón en una bandeja y el ordenador y el iPad en otra para pasar por el escáner. Al salir, la bandeja del ordenador y el iPad vinieron en mi dirección, pero la otra bandeja salió por otra ruta, hacia un mostrador donde había una empleada de Prosegur desbaratando equipajes de mano. “Ya la hemos liado”, pensé.
Mira que tuve cuidado de no meter armas de destrucción masiva en la mochila. Incluso dejé en casa las pinzas de depilar, porque me parecieron potencialmente peligrosas. Se le pueden sacar los ojos al piloto, clavárselas en la yugular a la sobrecargo, hacer un agujero en la ventanilla a base de insistir haciendo rosca durante todo el trayecto. No sé, se me ocurren muchas funciones para ellas aparte de arrancarme los pelos del entrecejo.
La empleada de Prosegur abrió todas las cremalleras de la mochila, que mira que tiene cremalleras esa mochila, hasta que encontró el neceser transparente que preparé con sumo cuidado. Lo miró y lo volvió a meter de mala manera en el interior. Luego agarró mi botella de agua, a la que le quedaba dentro menos de un dedo de líquido. La sostuvo mirándome acusadoramente. Le dije que me bebería el dedo de agua, pero que no tirara la botella, porfa, porfa. Se dio la vuelta botella en mano y caminó hacia el exterior del control. Abrió la botella, vertió el contenido en el contenedor de botellas abandonadas y volvió con mi botella rellenable y una sonrisa. Aún queda gente buena en el mundo.
Me dio tiempo de ver las tiendas del duty free tranquilamente. Cristiano Ronaldo ahora vende zapatos además de calzoncillos.
Me senté a esperar el anuncio de mi puerta de embarque con el iPad cuidadosamente sujetado para comenzar el cursillo acelerado de Viena.
A las nueve y media, ocho y media hora local, apareció mi puerta en pantalla. Tuve que subir unas escaleras, señal de que nos iban a embarcar por un finger. 
El control estaba justo a la entrada de la sala de embarque, de modo que cuando nos llamaron para entrar en el avión fue todo muy rápido.
Antes de embarcar aproveché para ir al baño. Muy grande y muy limpio, pero ninguna percha para colgar la mochila. Como no me gusta depositarla en el suelo, la coloqué encima del lavabo, momento en el que se masticó la tragedia. El grifo se activaba automáticamente al detectar una presencia, que en este caso era mi mochila, no mis manos buscando una ablución. Salió un chorro de agua a presión que mojó todo un lateral de la mochila, mochila que es como un bazar chino lleno de aparatos electrónicos que mueren si se mojan. Mochila que llevaba en su interior las pocas prendas de ropa de que disponía para todo el viaje. La sequé rápidamente con el secador de manos. No caló al interior, gracias a Dios.
Hice el viaje de Faro a Viena en un vuelo directo de Eurowings, compañía que conocía sólo de vista, a la que no había prestado nunca la más mínima atención. 49,50 euros por un billete sin maleta. No está del todo mal para un vuelo de tres horas y media, que finalmente duró tres porque nos dio el viento con alegría durante casi todo el camino.
Desde que se empezaron a reunir austriacos en la sala de embarque me comenzaron a caer bien los austriacos. El único austriaco que recuerdo en mi vida fue un estudiante que coincidió en la misma casa que yo en Inglaterra. Era un descerebrado, pero no me sirve como ejemplo porque la madre era oriental.
Estos austriacos de hoy eran gente sonriente, hablaban alemán con un acento más suave que los alemanes. No parecía que te fueran a matar o a escupir en la cara. Gente de bien.
El idioma alemán y yo tenemos una historia trágica en común. Consiguió dominarme él a mí antes que yo a él.
El avión llevaba 156 asientos, un tercio de los cuales vacíos de personas. Yo me senté en la penúltima fila, en ventanilla, con un joven de gorra, gafas y barba en el asiento del pasillo. Detrás de nosotros no iba nadie. El sujeto en cuestión durmió casi todo el trayecto con la gorra puesta mientras yo hacía un curso acelerado de Viena con el iPad bien sujeto con las dos manos. Tan acelerado que me dio tiempo de ver un rato un episodio de una serie en el iPad. Con la compra del aparato me han regalado un año de suscripción a Apple TV+, el canal de televisión de pago de Apple. De momento tienen un catálogo muy reducido, con algunas series de producción propia, como “The Morning Show”, que es la que estoy viendo ahora. Muy buena.
Poco antes de aterrizar me llegó un efluvio sospechoso a la nariz, a la vez que veía a una azafata hacer acopio de papel higiénico y pañuelos de papel. Alguien había vomitado en las primeras filas. No es de extrañar, ya que parte del viaje fue como ir en una olla de bacalao al pil pil.
A las tres y media de la tarde aterrizamos en la soleada Viena. Pasamos por encima de campos verdes y un sitio donde se juntaban varias decenas de vías de tren. Nunca había visto tantas juntas. No es de extrañar. Estando donde está, Viena tiene que ser un nudo ferroviario donde convergen vías de toda Europa.
Salir del aeropuerto no fue complicado. Tomé un tren hacia la ciudad. Tuve que hacer transbordo para poder llegar a la estación más cercana a mi hotel. No está el hotel en un sitio ideal. Se encuentra al sur de la ciudad, a pocos metros de la estación principal de tren, en una zona moderna de edificios de cristal, a tres estaciones de metro de la zona turística. Me hubiera gustado estar más en el centro. Todos los hoteles estaban a tope ayer por la tarde cuando me puse a buscar. Me da la impresión de que mucha gente ha aprovechado para venir a pasar el fin de semana porque el tiempo iba a estar bueno. Aquí se puede venir desde muchos sitios en tren o en avión en poco tiempo. 
Gracias a la aplicación Moovit me pude mover desde el aeropuerto y desde el hotel al centro sin perderme. Te avisa cuando tienes que bajarte de los trenes, de las combinaciones con andenes y horas incluidos. 
El hotel es uno de esos modernos sin armario, con la ducha a la vista de la habitación, un banco con un respaldo de silla saliendo del asiento y una caja de madera en el suelo que no se sabe para qué sirve. Eso sí, la cama es de esas que te abrazan, y el edredón parece una manta eléctrica. Ahora mismo os estoy escribiendo desde dentro. Me arden las rodillas.
Junto a recepción hay una máquina donde puedes comprar BitCoins. 
Tan pronto llegué al hotel vacié todo el contenido de la mochila que no necesitaba conmigo y salí zumbando hacia el centro para aprovechar el poco rato de luz que quedaba. Poco después de las cuatro se hizo de noche. Hacía un frío tremendo. Aunque el termómetro del iPhone marcaba 7ºC, también decía que la sensación era de 3. Entre los edificios era más o menos soportable, pero en las esquinas corría una brisa que cortaba el cutis.
Comí un sándwich infecto comprado en un Spar mientras viajaba en el metro.
Me bajé en Stephansplatz, donde está la catedral de San Esteban, un edificio cuyo origen data del año 1137. La pobre ha sufrido todo tipo de desgracias. Es una maravilla tanto por dentro como por fuera. Detalle importante: es gratis entrar.
Desde allí fui paseando por todos los alrededores, donde se encuentra la zona comercial. Quise dedicarle la tarde de hoy porque parece ser que mañana cierran porque es domingo, como buenos católicos que son.
Hay pasta en Viena. Hay sucursales de todas las tiendas caras del mundo mundial. Sucursales de buen tamaño. En Gucci había cola para entrar.
La iluminación navideña y los mercadillos de Navidad están en pleno funcionamiento. Había gente por todas partes, incluso sentada en las terrazas a pesar de la temperatura.
Que la música clásica es importante en Viena te queda claro desde el momento que llegas. Hay oferta de conciertos por todas partes. Te los ofrecen por la calle como en otros sitios te salen los camareros con el menú en la mano invitándote a entrar en sus restaurantes.
Sin querer me encontré con el Palacio de Hofburg, un complejo de edificios que contiene el museo de Sisí o la Escuela Ecuestre Española. Se podían ver desde fuera las cuadras de los caballos. Tengo que volver mañana porque estaba muy oscuro para verlo con detenimiento.
Allí también está la Hofmusikkapelle, que es donde cantan los Niños Cantores de Viena durante la misa del domingo. Intenté sacar entradas. Agotadas con ocho semanas de antelación.
Al salir me encontré con una pareja que llevaba a su mascota en una mochila maquinando la huida. 
Fui dando un paseo hasta el edificio de la Opera. Me ofrecieron entradas para un concierto. Estuve tentada, pero me di cuenta de que no lo iba a disfrutar porque iba a estar cansada para esa hora.
Ilusa de mí, pensé en merendar en el Hotel Sacher para probar la auténtica tarta Sacher. Me comí una mierda. Aunque la cola no era de asustar, el frío sí lo era. La tranquilidad con que se veía a los afortunados disfrutar de sus tartas en el interior del hotel me dejó claro que iba a ser cuestión de horas. Hay tienda en el edificio, pero yo si la como la como allí, no con los dedos en la habitación del hotel.
Volví paseando hacia Stephansplatz cruzándome con los coches de caballos ya de retirada.
Un para de señoras con aspecto de haber escapado de una reserva india tuvieron la amabilidad de sacarme una foto como prueba de mi presencia en la ciudad. Yo lo de los selfies lo llevo regular.
Cené temprano en un MacDonalds, aunque me hubiera apetecido un Schnitzel. Los que vi anunciados eran una monstruosidad, se escapaban del plato. Mañana a lo mejor lo intento.
Me retiré a las siete a mi hotel, a donde llegué sana y salva, con las orejas intactas gracias a que ayer por la noche tuve una iluminación que me llevó a recordar que mi gorro andino me iba a ser imprescindible.

Gute Nacht aus Wien.












1 comentario:

Unknown dijo...

Como me haces reir!!!!!