22 ene 2011

Una cateta en la Pérfida Albión (Londres, día 3)

De nuevo desperté a las seis y por fin a las siete. Me arreglé y encendí la tele. En la esquina inferior de las noticias de la BBC aparecía la hora: 06:20 de la mañana. ¡Maldición! Ayer por la noche cambié de reloj y estaba con la hora española. Podía haber dormido una hora más. Bueno, qué se le va a hacer. Estuve leyendo hasta las ocho, hora en la que salimos del hotel caminando hacia Piccadilly. Día húmedo pero un poco menos frío, pero sólo un poco.
Por más que busco no encuentro termómetros en la calle. Seguramente no los instalan para no alarmar a la población.
Llegamos a la Patisserie Valerie y volví a zamparme dos huevos escalfados con cuatro tostadas regados con una taza de chocolate. Me entró un calor por dentro que me duró hasta las tres de la tarde.
Comenzamos la reunión a las nueve y cuarto y no paramos hasta terminar. Ni siquiera comimos. A media mañana le eché valor y me comí una lápida-galleta, sin efectos secundarios aparentes por el momento. Estas extranjeras no tienen corazón. No se dan cuenta de que un español no puede saltarse la comida de mediodía así como así.
Justo enfrente de la Egyptian House está Old Bond Street, en cuya esquina está la joyería De Beers. En la calle, Yves Saint Laurent, Cartier, Tiffany, Prada, Chanel; todas esas tiendas donde acostumbramos a comprar a diario, ya sabéis. No pasé de la esquina. Demasiado ocupada con otras cosas.
Al terminar la reunión, nos separamos en dos grupos. Yo fui con la de Singapur y la de WISTA Dinamarca que vive en Suecia y nació en Persia. Estuvimos primero en Fortnum and Mason comprando té. Quiero aclarar que fueron ellas las que compraron té. Mamá, no te he comprado té. No sé, allí podía haber treinta tipos de té, o cuarenta, sabe Dios. A mí el té como que me da un poco de lado, así que me aburrí como una ostra ese rato. Tuve que entretenerme viendo los terrones de azúcar en forma de corazón y las piruletas de chocolate a 4,75 libras la unidad. Luego estuvimos en una librería, en una camisería y en el mercadillo de una iglesia. A los ingleses les encanta montar películas en las iglesias. Cuando no es un concierto en el que te sirven té y scones que te puedes comer sentado en los bancos, organizan una tómbola o un mercadillo. La cuestión es estar entretenidos.
La de Singapur se despidió de nosotras al poco tiempo. Tiene el vuelo de vuelta esta misma noche porque mañana al atardecer tiene que asistir a una boda. Con el cambio de horario, va a llegar justo para cambiarse de ropa y salir pitando a la ceremonia. Debe de querer mucho a los novios. No encuentro otra explicación.
Justo antes de decirnos adiós nos quedamos embobadas viendo pasar un Audi R8 de acero inoxidable. Tal cual, brillante y reluciente. Macarra al volante, por supuesto.
La persa y yo volvimos caminando al hotel. Las hordas de trabajadores han sido sustituidas por turistas de fin de semana. El puente de Westminster, a pesar del frío, estaba hasta las trancas de gente. La mayoría cámara en mano sacando fotos del Big Ben e interrumpiendo el paso de los viandantes.
Un turista en pantalón corto y chanclas. Seguro que esta noche le tienen que amputar un par de dedos del pie izquierdo.
Llegamos al hotel y nos separamos. Estuve en la habitación un rato descansando y llamé a nuestra presidenta para quedar para cenar a las siete. Eran las cinco y cuarto. Imposible aguantar hasta esa hora sin morir de inanición. Aquí puedes encontrar la muerte con facilidad. Si no es por una cosa es por otra. Salí a la calle a buscar uno de esos paraísos de la comida basura. Encontré uno enseguida. Los hay a cientos. Una tienda estrecha y alargada. Un pasillo dedicado a las patatas fritas, otro pasillo dedicado a las chocolatinas. Al fondo, una nevera con todo tipo de refrescos, de todos los colores y sabores. Una cesta de plátanos que en España te regalarían en el mercado de pura vergüenza. Impresentables. Escogí una Coca Cola de cereza y una caja de Pringles. Pagué y volví rauda y veloz al hotel.
He olvidado contar que, al salir, coincidí en el ascensor con una madre y una hija preadolescente. Mirando al suelo observé que la cría no llevaba zapatos. Iba en calcetines, un calcetín blanco y otro no tan blanco. Aquí mucha gente anda descalza por casa porque tienen los suelos enmoquetados, así que no me resultó del todo extraño. Los fabricantes de zapatillas lo tienen crudo. A medio camino la madre se dio cuenta y gritó: “¡Lydia!”. La tal Lydia ni se inmutó. Se encogió de hombros y salió del ascensor con destino a uno de los restaurantes del hotel, a cenar con su calcetín blanco y su calcetín no tan blanco.
Devoré las patatas con verdadera ansia y me tumbé en la cama un rato a descansar. En la tele un programa de esos en que un cámara de televisión sigue a una patrulla de policía por la noche. La gente está muy, pero que muy pasada.
A las siete bajé a cenar con nuestra presidenta y la persa. Tomamos algo ligero y estuvimos charlando hasta las diez. La persa nos contó que en Suecia va a comprar a un supermercado donde no hay dependientes. Coge un escáner, va pasando el escáner por todos los artículos que mete en la cesta, llega a la caja, pasa el escáner, ella misma introduce la tarjeta de crédito, mete la compra en la bolsa y se va. Ya le dije que eso es algo impensable en España.
Nos llevaríamos la compra por la cara. Aunque he visto alguno, hay dos guardas jurado en la puerta intentando controlar el mangoneo.
Nos despedimos en el ascensor, que compartimos con dos jovenzuelas que subían en albornoz. Una de ellas sin zapatos, con unos calcetines tobilleros de muñequitos. Venían del spa.
Os mando foto del London Eye visto desde aquí.
Buenas noches.

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