24 ene 2011

Una cateta en la Pérfida Albión (Londres, día 5)

Ayer, antes de apagar la luz para dormir, abrí el cajón de la mesita de noche, por pura curiosidad. Nunca se sabe lo que se va a encontrar en un cajón desconocido. Había una Biblia. En el otro hotel no había ninguna Biblia en el cajón. No es que me vaya a sentar a leerla, pero da cierta seguridad tener una Biblia en el cajón.

Desperté sobre las siete y media pero me quedé hasta las ocho viendo la tele. El programa matinal de la BBC es muy entretenido. Bajé a desayunar. Me abstuve de comer salchichas, alubias con tomate o champiñones. Me dediqué a cosas más suaves para no tentar al demonio. Esta vez mi estómago se está portando como un campeón. La Coca Cola de cereza está creando una capa protectora en las paredes del estómago que impide cualquier tipo de malestar.

A las nueve y media cogí el metro en dirección a Oxford Street. A partir de esa hora es más barato. Puedo afirmar que entré en todas y cada una de las tiendas de la calle, exceptuando Zara, Stradivarius y Massimo Dutti. Así mismo, puedo confirmar que, de las rebajas, sólo quedaban los letreros anunciándolas, cuatro trapos inservibles o demasiado caros y las dos cosas que compré, que no son en absoluto inservibles y fueron baratas.

Encontré a una dependienta de Córdoba. Lleva año y medio viviendo aquí y dice que es incapaz de controlar el inglés, que las “x” las “s” le resultan imposibles de pronunciar. Tenía un acento fortísimo, de esos de “sai” en lugar de “seis”.

Una vez recorrida la calle arriba y abajo por ambas aceras, me senté en un pub a comer una deliciosa sopa de tomate con albahaca y una porción de tarta de manzana con natillas.

El baño de señoras estaba ocupado, literalmente ocupado, por una señora negra de gran tamaño que aparentemente se ocupaba de la limpieza del mismo. Había que hacer un esfuerzo sobrehumano para evitar el contacto físico con ella.

Después de estos reconstituyentes alimentos, me adentré en Regent Street, donde lo primero que hice fue entrar en el Apple Store a jugar con los iPad. No necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad. Estaban dando un cursillo de manejo del programa de tratamiento fotográfico Aperture 3. Me senté un rato y aprendí unas cuantas cosas que no sabía. No necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad, no necesito un iPad. Probé unos auriculares de 300 libras que demostraron su valor con creces. Enchufados a un iPod eran la pera. Sigo sin necesitar un iPad, sigo sin necesitar un iPad, sigo sin necesitar un iPad, sigo sin necesitar un iPad, sigo sin necesitar un iPad, sigo sin necesitar un iPad.

A continuación estuve en Liberty, un edificio estilo Tudor que contiene la tienda famosa por sus telas de flores. Venden otras muchas cosas, pero sus telas de flores son la marca de la casa. Había cientos de rollos de tela con diseños diferentes. El ascensor, forrado de madera labrada, debe de ser igual que una caja de muerto de las caras. Al menos es la sensación que tuve.

Entré en la tienda para buscar uno de los encargos que me han hecho para este viaje. Quede claro que no me importa en absoluto buscar lo que me pedís, es que pedís unas cosas muy raras. Entre las mejores, hasta ahora, una edición de “El Principito” en gaélico, que compré en Irlanda el año pasado, y lo que tenía que comprar en Liberty: un gorro de ducha decorado con uno de los estampados de flores de la tienda. También tuve que entrar en HMV (La voz de su amo) a buscar un disco, “Music for the Duke of Lerma”. El encargado de la sección de música clásica me miró con cara alucinada al oír el título. Lo buscó en el ordenador y existe, aunque está descatalogado. Lo siento, Ana. Yo que tú me lo bajaba de internet. No puede ser delito si has intentado comprarlo y no hay manera.

Hoy he aprendido una palabra nueva en inglés. Entré en una zapatería. Cuando quise probarme un zapato, pedí un……, un…., un….. ¿Cómo se dice calzador en inglés? Shoehorn.

Estuve en Hamley’s, la juguetería de varios pisos donde te recibe un señor con sombrero de copa, una individua vestida de Alicia en el País de las Maravillas o algo parecido, y un gigante con peluca amarilla blandiendo dos pistolas de plástico que disparaban burbujas de jabón. Al salir de la escalera mecánica en el segundo piso, un mago sacó de detrás de mi oreja una pelotita roja. Un payaso intentaba tomarle el pelo a una niña pequeña. Un dependiente hacía demostraciones de un coche teledirigido espectacular. En la penúltima planta, la sección de Harry Potter. Una vitrina contenía la escoba. Otra vitrina contenía las varitas mágicas de todos los personajes de los libros. Todas diferentes y etiquetadas con una chapa con el nombre del propietario. Una reproducción de Dobby las vigilaba atentamente.

Al llegar a Piccadilly Circus tomé el metro con destino a Victoria para buscar una tienda donde no vendían lo que estaba buscando, así que decidí volver al hotel a descansar un rato. Después de comer bajó mucho la temperatura. Al salir del metro en Lancaster Gate estaba la calle mojada. Había llovido.

A las siete y media volví a salir. Tomé el metro con destino a la Torre de Londres. A las 21:25 hrs estaba citada en la puerta oeste para presenciar la Ceremonia de las Llaves. Si llegas un minuto tarde ya no te dejan entrar. Fui con tiempo para ver exactamente por dónde se entraba. Mi intención era echar un vistazo, buscar un sitio para cenar y volver a la hora convenida.

En el metro me dediqué a observar al público. Es curioso lo del metro. Ves gente de todos los países del mundo y de varios colores distintos. En el metro la gente hace de todo. Muchos van leyendo, otros comen o cenan mientras van de un lado a otro. Me parece una porquería, con la mierda que se pilla en el metro. Hay quien va jugando a algo super emocionante en su iPhone. La emoción les hace pulsar la pantalla de tal manera que la van a romper cualquier día. Hay quien vende cuadros. Hay quien va durmiendo, quien va rezando, quien se ríe solo. Ayer hubo uno que incluso dijo en voz alta: “Bloody tourists!” (¡Malditos turistas!) y se ganó la mirada asesina de una veintena de turistas, yo incluida.

Estábamos en la Ceremonia de las Llaves. Llegué sobre las ocho y cuarto y encontré el lugar exacto enseguida. Pregunté al policía que vigilaba la verja para estar segura del todo. Controlada la situación, empecé a buscar un sitio para cenar. Imposible misión. Todos los lugares de comida rápida estaban cerrados a cal y canto, habiendo pasado ya la hora del tumulto de turistas. Escoger un restaurante en la cercana St. Katherine’s Docks hubiera supuesto llegar tarde a la ceremonia. Quedarme quieta hubiera acabado con mi muerte por congelación. Decidí pasear. Fui andando hasta Tower Bridge. Un poco antes de llegar a la mitad del puente te puedes parar a observar la vista. Atracado a poca distancia estaba el HMS Belfast, barco de guerra de la 2ª Guerra Mundial. A la izquierda, el edificio de cristal del Gobierno de Londres. Después de un rato allí cogiendo un frío de muerte, volví a la Torre de Londres a esperar que fueran las 21:25 horas exactamente. Me senté en un bloque de hormigón que sirve de banco o de cubito de hielo, según la época del año. Fueron llegando las otras 14 personas invitadas a la ceremonia. Las entradas se solicitan por correo con meses de antelación. Te las envían con tu nombre impreso. Tengo que agradecer a María Dixon que se encargara de conseguírmela.

Llegada la hora exacta, uno de los guardianes de la Torre, que se llaman Beefeaters

como el whisky, aunque es el whisky el que se llama como los Beefeaters, vino a buscarnos a la reja llamándonos uno a uno por el nombre. El tío, muy serio, nos fue llevando por el interior de la Torre explicándonos detalles de la misma. Poco a poco su seriedad se convirtió en buen humor y acabamos riéndonos con él.

La ceremonia consiste en cerrar las puertas de la Torre igual que se ha hecho durante los últimos 700 años, sin faltar un día. Participan dos Beefeaters y un grupo de soldados de esos que llevan el gorro alto de pelo negro. Resulta que los del gorro de pelo no son simples soldaditos de plomo de adorno. Los de esta noche acaban de volver de Afganistán. Tan pronto como finaliza la ceremonia, se visten de camuflaje y patrullan por la Torre con sus ametralladoras. Uno de ellos, al oír llegar a los Beefeaters, que hacen ruido al pisar el suelo empredrado como si llevaran zapatos de claqué, saca el fusil y se establece un diálogo entre él y un Beefeater:

-“¿Quién anda ahí?”

- “Las llaves”

- “¿Qué llaves?”

- “Las llaves de la Reina Isabel”

- “Que pasen las llaves de la Reina Isabel. Todo está bien.”

Suben por una escalera y desde lo alto de la misma un soldado toca la trompeta. Exactamente a esa hora comienzan a sonar las diez campanadas en el reloj de la Torre. El trompetista debía de estar tan aterido de frío como nosotros porque no le salió la melodía muy afinada. Allí terminó la historia. El Beefeater nos acompañó a la puerta de salida contándonos anécdotas de la vida en la Torre. Treinta y tantos Beefeaters viven allí con sus familias. A partir de las doce de la noche está terminantemente prohibido entrar o salir. Quiere decir que el adolescente hijo de Beefeater tiene una vida social muy limitada.

A las diez y diez estábamos saliendo de allí. En el metro fui entrando en calor después de estar a la intemperie a dos grados de temperatura durante más de una hora. Menos mal que se me ocurrió llevar mi gorro andino para protegerme las orejas. Pero mereció la pena aguantar el frío para presenciar algo tan único.

La tienda de porquerías que hay a la salida del metro me solucionó el problema de la cena.

De la pulmonía, sin embargo, no me libra nadie.

Buenas noches.










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