12 may 2011

Una cateta en Constantinopla (Estambul, día 2)

A las ocho de la mañana tuvo que venir Nuvara a despertarme porque estaba durmiendo a pata suelta. He de decir que a las seis y media me despertaron unos niños que salían para el colegio. Las seis y media. Pobrecitos. Luego caí en coma hasta que fui despertada sin piedad.
En este pueblo no hay persianas, así que me temo que será el último día que no despierte al amanecer.
Nuvara se tomó el día libre para enseñarme Estambul. Es hija de yugoslavos musulmanes que vinieron a vivir a Turquía cuando empezaron a olerse que iba a haber una limpieza étnica en los Balcanes. No le cabe más amabilidad en el cuerpo. Hasta me ha dado un móvil para tenerme localizada mañana en caso de emergencia.
Salimos a las nueve y cuarto de casa y fuimos andando al Palacio Beylerbeyi, al borde del río en la zona asiática. Fue construido como palacio de verano para el sultán en el siglo XIX. Hacía un frío siberiano allí dentro. En el exterior soplaba el viento y había oleaje. El interior del palacio estaba lleno de salones para recibir a las visitas con gigantescas lámparas de cristal colgando del techo. Tuvimos que recorrerlo con fundas de plástico en los zapatos para no estropear las alfombras. El guía no hablaba inglés, así que me tuve que enterar de todo a través de un guía francés que acompañaba a los pasajeros del crucero MSC Magnifica. Por cierto, enorme el barco. Como un edificio de quince plantas en movimiento.
Desayunamos en el restaurante del palacio al llegar. Le dije a Nuvara que escogiera ella el menú. Error, craso error. Como no me entero de lo que habla con los camareros me encontré con lo que aparece en la foto. Aceitunas negras para desayunar. ¡Por Dios! Pepino. ¡Por Dios! ¿Y eso verde alargado qué es, por Dios?
Salimos de allí y tomamos un autobús hacia Uskudar para cruzar en barco a la zona europea. El autobús iba lleno de señoras con pañuelo en la cabeza y señores con bigote. El viaje en barco duró unos quince minutos hasta Eminonu. Allí entramos en la estación de Sirkeci, a donde llegaba el Orient Express. Aún conserva el aire de la época. En la acera situada enfrente de la entrada principal había grupos de hombres vestidos de negro sin actividad aparente. Nuvara no supo explicarme qué hacían allí.
Tomamos el tranvía hasta Sultanahmet y entramos a ver la Cisterna de la Basílica. Imaginad la mezquita de Córdoba construida en un subterráneo y con un palmo de agua en el suelo. Eso es la Cisterna, un depósito de agua subterráneo construido por Justiniano en el siglo VI cuya bóveda está sostenida por 336 columnas. Se supone que disfrutas del paseo con música clásica de fondo, pero había tal cantidad de escolares allí abajo que era imposible oír nada. En el palmo de agua viven peces. Si los del estanque del Retiro son grandes, estos eran monstruosos, gordos como vacas y con los ojos saltones y bigote.
Fuimos caminando hasta la Mezquita de Sultan Ahmet o Mezquita Azul. Azul por la cantidad de azulejos de ese color que hay en el interior. Nos tuvimos que quitar los zapatos y ponernos un pañuelo en la cabeza. Esta cateta parecía una aldeana correteando por aquella alfombra en calcetines. Adjunto foto para vuestro disfrute. Nos sentamos un rato a observar cómo los hombres rezaban mirando a la Meca. Las mujeres rezan también, pero tienen que quedarse por los rincones. Era la primera vez que entraba en una mezquita, así que aluciné en colores.
El muecín se encarga de llamar al rezo cinco veces al día. Ya no es como antes, que el tío se subía a uno de los minaretes y daba alaridos desde allí. Ahora tienen altavoces, que es mejor para despertarte a las cinco de la madrugada.
En los costados de la mezquita tienen unos grifos y unos banquitos de mármol donde los hombres se sientan a lavarse los pies antes de rezar. También se pasan las manos mojadas por detrás de las orejas. Ninguno llevaba toalla, así que hacían juegos malabares para secarse los pies y las manos con las perneras de los pantalones o con los mismos calcetines.
Comimos por allí cerca en un sitio famoso por sus bolas de carne. ¡Qué rico, qué rico, qué rico!
Una vez repuestas fuerzas fuimos al Gran Bazar. Previamente Nuvara movilizó a todos sus conocidos para averiguar dónde podía yo comprar relojes y bolsos de calidad. Con las direcciones bien anotadas nos adentramos en el paraíso. Un laberinto de tiendas bajo un techo abovedado que funciona desde el siglo XV. ¿Creen los americanos de verdad que ellos inventaron los centros comerciales? Los comerciantes inmediatamente saben de qué país eres y te hablan en tu idioma. Tengo cara de española. Hoy me ha quedado claro. Triunfo absoluto y rotundo. Mi regateadora personal mantuvo duras negociaciones con los tenderos para conseguirme descuentos de hasta el 70% en todo lo que compré. Lástima lo de la tienda de bolsos. Tanto el cuero como los precios eran de nivel superior. El sábado vamos a volver con todas las miembros de WISTA que llegan a partir de mañana. Si conseguimos que arrasen en la tienda es probable que consiga el bolso que quiero a un precio razonable. Tienen valor estas turcas. Van a perder a la mitad de la excursión allí dentro.
Cuando conseguimos salir del bazar, muy a mi pesar, entramos en el otro bazar, el de las especias. Te entran los olores por la nariz y los colores por los ojos. Tenían viagra turca, que a mí me parecieron higos secos con nueces dentro, pero bueno.
Nuvara me demostró nuevamente sus dotes, consiguiéndome un precioso caftán por un precio estupendo.
Nuvara, mis bolsas de compras y yo atravesamos el cuerno de oro por el puente Gálata a pie y a continuación subimos en el funicular subterráneo hasta Karaköi. Recorrimos la calle peatonal Istiklal, abarrotada de gente que subía, bajaba, entraba y salía de las tiendas. Llegamos a la plaza Taksim, donde a mi padre le robaron la cartera, y buscamos un sitio donde cenar. Más carne. Adjunto foto. Esta vez escogí yo personalmente lo que quería comer.
Muertas después de doce horas sin parar, cogimos un curioso transporte para volver a casa. Hay unas furgonetas amarillas de nueve plazas por toda la plaza Taksim. Subes y cuando se llena de gente se cierra la puerta corredera automática y sale el chófer disparado hacia su destino. El nuestro era justo al final del puente sobre el Bósforo. Unos cien metros antes de llegar, en pleno puente, a más de cien por hora, el conductor accionó la puerta corredera automática y allí llegamos jugándonos la vida porque ninguno de nosotros llevaba puesto el cinturón de seguridad.
Sanas y salvas llegamos a casa para ver el final del partido de la final de la Copa de Turquía, que ganó el Besiktas, para regocijo de Nuvara. En el camino a casa pasamos por el estadio del equipo. En los alrededores había una pantalla gigante donde cientos de aficionados veían el partido, que se jugaba en algún lugar de Anatolia.
Ahora estoy sentada en el sofá con el ventanal delante mirando cómo el puente sobre el Bósforo cambia de color cada cinco minutos. Está iluminado y ahora es rosa y antes era verde y dentro de un momento creo que va a ser morado.
Estoy molida. La vida del turista es muy dura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Desde que aquel Capitán te escribió un esbozo de lo que es el Islam. (No había quien lo entendiera), Te noto más afín con los símbolos externos. (Velo, burka). JL