12 sept 2011

Una cateta en Estocolmo (Día 3)

Desperté y no me molesté en averiguar la hora. Di media vuelta y seguí durmiendo. Aguanté hasta las siete y media en la cama. Puse las noticias de la BBC y las vi cuatro veces hasta que me cansé y apagué la tele.
Bajé a desayunar. Mismo plan de ayer, pero ya iba yo preparada para escoger tipo de leche, tipo de cereales, tipo de yogur, tipo de pan y tipo de mermelada. Di buena cuenta de las galletas. ¡Qué galletas, qué galletas!
Volví a la habitación a cerrar el equipaje y dejé la maleta en recepción. Hoy me traslado al hotel donde se va a celebrar la conferencia anual de WISTA. Está lejos del centro, por eso no me he hospedado allí desde el principio.
Salí a la calle y me encontré con que llovía violentamente. No hay otra manera de describirlo, violentamente. Y yo sin paraguas.
En la puerta del hotel había un taxi eléctrico enchufado a la corriente. Estos suecos están obsesionados con la ecología, el reciclaje y la comida orgánica. Leche orgánica, cereales orgánicos, tomates orgánicos. Son la pera estos suecos. En la habitación del hotel hay un cubo de basura con tres compartimentos para reciclar. Vas por la calle y no hay un solo papel por el suelo, ni una caca de perro, nadie se salta un semáforo, no tocan el claxon, no corren, no gritan, están muertos.
Como no me iba a quedar en la puerta del hotel todo el día esperando a que parase de llover, me lancé en dirección a la zona comercial. En Estocolmo parece que no hay cornisas donde guarecerse. A mitad de camino tuve que meterme en una galería comercial. Entré en Zara, por hacer tiempo. Nunca entro en Zara cuando salgo al extranjero. Aluciné. Un chaquetón que estuve mirando en España hace cuatro días y que costaba 49 euros, aquí cuesta el equivalente a 74. Probablemente los precios españoles sean demasiado baratos para Suecia. Se dice que cuando Zara abrió tienda en París, en La Madeleine, donde están las boutiques caras, nadie entraba porque los precios del escaparate eran muy bajos. Los subieron y se les llenó la tienda de gente.
Me lancé de nuevo a la calle. Al cabo de cinco minutos me corría el agua por la cara, por las gafas, por las orejas. Llegué por fin a NK, unos grandes almacenes de lujo, y busqué el cuarto de baño soñando con un secador de manos de esos que echan viento caliente. Pues no, fui a dar con el único cuarto de baño de Suecia donde en lugar de secador de viento había una de esas toallas enrolladas de las que vas tirando y se va enrollando y misteriosamente sigue saliendo un trozo de toalla limpio cada vez que tiras. Como no había nadie a la vista, tiré de la toalla todo lo que pude y me sequé la cabeza y la cara. Me peiné como pude y volví a adquirir un aspecto medianamente respetable.
Recorrí los almacenes sin tocar nada porque era todo muy caro. Encontré una cafetería de esas que parece que estás en el salón de casa, con butacas, sofás, mesas altas y mesas bajas y gente compartiendo sitio como si se conocieran de algo. Pedí un chocolate caliente y me lo dieron con nubes flotando. Había wifi, así que me entretuve un rato con Facebook y el correo electrónico. Me fijé que todo el mundo tiene Macs de 13 pulgadas.
Me asomé a la calle. Había dejado de llover. Salí a dar un paseo por la calle peatonal Drottninggatan, pero por el tramo que no había visto el sábado por la tarde. Entré en muchas tiendas. Estuve en una especie de chino gigante pero en versión sueca, de diseño. Se llama Clas Ohlson y vende de todo, desde hachas a fundas para el iPad. Todo a precios estupendos. Le compré una funda nueva a mi iPhone, que la que tenía se estaba cayendo de vieja. Antes, en otra tienda, tuve en la mano una funda preciosa de piel suavísima. Se le cayó una etiqueta de dentro. “Fabricado en Ubrique”. No, no he venido a Suecia a comprar una funda para el iPhone hecha en Ubrique, así que la dejé allí.
Después de ver todas las tiendas empecé a buscar dónde comer. Decidí volver a la cafetería de NK y comer una ensalada César que había visto por la mañana. Normalmente, cuando pides una de esas ensaladas, ves que todo lo rico está encima y debajo sólo hay lechuga. En este caso había cosas ricas por arriba y por abajo. Es que estos suecos son muy legales.
Después de comer di un paseo. Había salido el sol como si no hubiera llovido nunca. Temperatura: 16ºC.
A las cuatro decidí acercarme a visitar el parque enfrente del hotel, Humlegarden. Allí está la biblioteca nacional. Estaban todos los suecos puestos al sol, paseando a sus suequitos y a sus perros.
A las cinco recogí la maleta del hotel y subí a un taxi en la puerta. “Vamos al hotel Scandic Hasselbacken”, le dije. Miró para mí y se quedó como si le hubiera mandado ir a la luna. Saqué la hoja donde tenía escrita la dirección, se la enseñé, le dije que estaba entre el museo Vasa y el parque de atracciones Gröna Lund, tuvo que venir otro taxista a explicarle el camino y por fin arrancamos. Ahí fue cuando le pregunté de dónde era. “Kurdo”, me contestó. “Ave María Purísima”, pensé yo.  A ver dónde acabamos el kurdo y yo. A los cinco minutos nos dimos cuenta el kurdo y yo de que por allí no se iba al hotel Hasselbacken. Paró el taxímetro, paró el coche y puso en marcha el navegador, que era lo primero que tenía que haber hecho. Apuntó la dirección con bastante dificultad y seguimos la ruta que indicaba el aparato. Llegamos enseguida, pero el kurdo no tenía muy claro que había llegado porque me miró y me preguntó: “¿Aquí?”. Sí, hijo, sí, aquí era.
Me bajé del taxi, hice el registro en recepción y subí a mi habitación en la primera planta, aunque en el ascensor dice que es la tercera. Da a la parte de atrás del hotel pero no me quejo porque es muy tranquila.
A los cinco minutos tuve que volver a bajar para pedir más perchas, un mando a distancia nuevo para la tele y las claves para acceder a internet. El armario es tan pequeño que no te puedes esconder dentro. No caben los zapatos, no tiene estanterías, no tiene cajones. Me río yo de las que llegan mañana y comparten habitación. Estoy pensando en dos griegas que en Estambul tuvieron que pedir una habitación más grande porque no les cabía la ropa en el armario. Mañana se van a enterar de lo que es un armario de diseño.
La ventana no se puede abrir del todo. Tiene un tope de cuerda. No lo entiendo. En Nueva York tampoco podíamos abrir el balcón pero tiene su explicación, a la gente le da por tirarse. Aquí no creo que sea el caso. Lo más que puede pasar es que aplaste las hortensias que hay abajo.
Tuve que ponerme a planchar porque toda la ropa estaba hecha un trapo, después de pasar tres días dentro de la maleta y vivir la terrible experiencia de ser prensada y venir en un carro de heno.
A las seis y media llegó Nuvara, la turca. Estuvimos charlando un rato en su habitación y decidimos salir a dar una vuelta. Como en esta isla sólo hay museos, un circo en la acera de enfrente y el parque de atracciones, decidimos tomar un barquito hasta Gamla Stan, la isla más antigua. Tardamos ocho minutos en llegar y estuvimos dando un paseo. Oscureció enseguida. Fue chulísimo, porque empezaron a encenderse las luces de los ventanales de las casas y quedaba precioso.
Encontramos un restaurante italiano muy bonito y cenamos allí una pizza entre las dos. Al salir, volvimos a dar otro paseo hasta el Palacio Real, la catedral y las callejuelas de los alrededores. Aunque no había mucha gente, la sensación de seguridad era total.
Caminamos de vuelta al embarcadero y tomamos el mismo barco. El cobrador estuvo charlando con nosotras todo el camino. Es el primer sueco simpático que encuentro. Según Nuvara es que no era sueco, porque no era rubio ni antipático.
A las diez menos cuarto estábamos de vuelta en el hotel.
Mañana a las nueve tenemos la reunión del Comité Ejecutivo, así que hay que levantarse pronto.

Buenas noches.

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