Seis y media de la mañana. Suena el despertador y casi salgo de la cama bailando. No me pasa lo mismo cuando me molesta para ir a trabajar. Curioso.
A las ocho menos cuarto tenía a mi taxista favorito en la puerta de casa. Tengo que aclarar, después de diversas preguntas al respecto, que mi taxista favorito y mi padre son dos personas diferentes. Mi taxista favorito es un atractivo taxista de treinta y tantos años y mi padre es mi padre de ochenta años. Ambos me llevan al aeropuerto en distintas ocasiones y a distintas velocidades.
Aclarada la duda, partimos en el taxi de mi taxista favorito con rumbo al aeropuerto de Faro.
Conseguí un vuelo estupendo a un precio estupendo Faro-Estocolmo con la compañía Norwegian, de la que no había oído hablar en mi vida, pero que parece ser muy popular en los países escandinavos.
No encontramos tráfico, así que a las nueve estábamos aparcando en el aeropuerto. Tras comprobar que mi vuelo existía de verdad y no era un tongo de internet, fuimos a desayunar una tosta mixta a la cafetería. Una tosta mixta, como bien saben todos aquellos aficionados a visitar Portugal, es un sándwich de jamón y queso fundido con mucha mantequilla. No sé qué le hacen los portugueses a la tosta mixta, que por mucho que lo intentes en casa, nunca te va a salir tan rica. De hecho, jamás como sándwiches de jamón y queso en España.
A las nueve y media facturé mi maleta (13,5 kgs), le dije adiós y accedí a la zona de pasajeros. En la cola para facturar había tres pasajeros con perros. No perros falderos de esos que llevas en un bolsito. No, perros de verdad, de los grandes, metidos en unas jaulas de plástico enormes.
El aeropuerto estaba hasta arriba de turistas extranjeros. Ingleses, daneses, holandeses, suecos. Todos bronceados, en camiseta y pantalón pirata. Tan pronto subimos al avión los 140 suecos, los tres perros y yo, empezaron a ponerse los calcetines y los jerseys porque nos colocaron temperatura sueca para ir haciéndonos el cuerpo. El avión se llamaba “Greta Garbo”.
Salimos puntualmente a las once y cuarto, hora española. El avión iba lleno de parejas jóvenes con niños pequeños. No se oyó en todo el trayecto un grito, un llanto, una carrera ni una voz más alta que otra. Miedo me dan estos suecos.
He de confesar que mi relación con esta raza superior no es muy fluida. En el trabajo tengo que tratar con ellos de vez en cuando y no me gusta un pelo su tono condescendiente y despectivo. Otra cosa que me pone atacada es cómo hablan. Tienen un idioma gutural, irritante para el oído. Cuando dicen “sí”, en lugar de expirar la palabra, la inspiran. Probad a decir “Ja” (pronunciado “ya”) aspirando el aire. ¿A que es muy desagradable?
La señora sentada inmediatamente detrás de mí tenía el pie metido por el hueco entre los asientos, es decir, rozando mi brazo. Y no olía.
Decidí volar hoy sábado para aprovechar un par de días haciendo turismo. Mañana no es un buen día para volar. 11 de Septiembre. No es cuestión de tentar a la suerte. Venir a Suecia no me hacía saltar de alegría, pero si hay que venir se viene y punto.
En el avión comimos pagando. Un panini relleno de pollo con queso y salsa con hierbas. Bastante rico. Por megafonía nos informaron que un pasajero era extremadamente alérgico a los cacahuetes, que si alguno de nosotros llevaba cacahuetes encima, se abstuviera de sacarlos para no cometer un cacahuicidio.
Aterrizamos en el aeropuerto de Arlanda sobre las tres y cuarto. Cuando íbamos descendiendo pude ver por la ventanilla un paisaje fascinante. Bosques y lagos hasta donde la vista alcanzaba salpicados de vez en cuando por casitas de madera con tejados a dos aguas. Vaya, me va gustando Suecia.
Las maletas tardaron bastante en salir. La mía apareció como si la hubieran metido en una prensa y a continuación hubiera hecho el viaje en un carromato de heno. Al menos llegó.
Me dirigí a la estación de tren en el sótano del aeropuerto y tomé el Arlanda Express, exactamente seis minutos después de llegar al andén. Tardamos veinte minutos, que me parecieron diez. Había wifi en el tren.
En la Estación Central cogí un taxi hasta el hotel. Al poco tiempo de estar dentro del taxi me di cuenta de algo: el silencio. El silencio dentro del taxi. Ni ruido del motor, ni ruido de la radio, ni ruido exterior. El coche era eléctrico y en la calle no se oía una mosca, a pesar de ser sábado por la tarde, hacer un tiempo estupendo y estar las calles llenas de viandantes. Los suecos también son insonoros.
Llegamos a la puerta del hotel, vi en la pantalla del taxímetro 153. Pregunté al taxista: ¿153 coronas? Y su respuesta fue: vale con 150. ¡Toma ya! Si el tío hasta paró en un paso cebra para que cruzaran los peatones.
El hotel, de la cadena Scandic, está en pleno centro de Estocolmo. Para la conferencia de WISTA tengo que trasladarme a otro de la misma cadena que está en las afueras. Tomé posesión de la habitación, metí en la caja fuerte todos los chismes electrónicos y artículos varios y me lancé a la calle para aprovechar la tarde de sol.
Encontré una tienda de souvenirs abierta. Ya sabéis que me gusta visitarlas para contaros las curiosidades que venden. El objeto estrella es un caballito de madera pintado de rojo con decoraciones de otros colores. No lo veo encima de mi televisor, no acabo de verlo. Pero lo que más llamó mi atención fue el objeto cuya foto os adjunto, un plato con la imagen de la princesa Victoria y su marido psicópata. ¿Quién lo quiere para ponerlo en una estantería del salón?
Me di una ducha y salí al pasillo en pijama a buscar hielo para mi Coca Cola. Si Patricia fue capaz de salir en pijama por Manhattan, ¿no voy a poder salir yo al pasillo en Estocolmo? Lástima, no encontré testigos de mi hazaña.
Buenas noches desde el colmo de Estocolmo.
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