11 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 6)


Ocho y cuarto de la mañana. Suena el despertador. Dormí como un tronco, como si fuera de Singapur de toda la vida.

Desayuné con Nuvara, Karin, Elisa y Swanhilde. Nos despedimos de Swanhilde, que viajaba a Filipinas a las dos de la tarde para seguir su ruta por Asia. Swanhilde es una holandesa simpatiquísima que pertenece a WISTA Holanda y ha coincidido aquí con nosotras por motivos laborales.

Todos los días me dejan el periódico local en la puerta de la habitación. Sólo me da tiempo de echarle un vistazo rápido antes de salir. En el de ayer aparecía en la portada la foto de una maestra jubilada en el balcón de su casa en un altísimo edificio. El titular decía algo así: “Están construyendo un rascacielos frente a mi casa y me va a quitar la vista pero no me molesta.” Claramente propaganda del estado. Otro: “Estamos ayudando a los pobres pero ellos tienen que colaborar con sus propios recursos.” Y así sigue todo el periódico.

A las diez nos fuimos a hacer turismo. Cogimos un taxi entre las cuatro y fuimos a Kampong Glam, el barrio árabe. Lo recorrimos en un pispás. Está compuesto por calles estrechas con casas de una planta pintadas de colores y con las ventanas decoradas con motivos árabes. Visitamos la mezquita del Sultán. Tuvimos que quitarnos los zapatos en la puerta. Los dejamos sin vigilancia en una estantería porque parecía una zona segura. La mezquita es mucho más aparente por fuera que por dentro. Es del siglo XX.

Encontramos poca gente por la calle, la mayoría hombres. Desde un bar sin alcohol nos miraron pasar con curiosidad.

Desde allí fuimos caminando hasta Little India. Eso sí que fue un shock. Fue como entrar en la India de verdad, con los olores, los colores, la suciedad. No es que estuviera asqueroso, es que pasar de la más absoluta pulcritud de la zona moderna a aquello fue un cambio impresionante. Hacía un calor terrible. Con aquello doy la India por vista.

Por las calles había mucha gente, lo mismo que en las pequeñas tiendas. En una joyería había decenas de indios comprando oro como si lo regalaran.

Pasamos junto a dos ancianos sentados a la sombra. Atención a la posturita del que está a la derecha. Un anciano de los nuestros se descoyunta si intenta hacer eso.

Fuimos a visitar un templo hindú que se llama Sri Veeramakaliamman. Los muros exteriores estaban decorados con estatuas de vacas. Allí también hay que quitarse los zapatos. Tuvimos que entrar en dos turnos porque esta vez no nos atrevimos a dejarlos solos. Esa gente hace tiempo que no le echa el ojo a  unos buenos zapatos de cuero españoles. No paraban de entrar indios que se acercaban al altar principal a hacer gestos de respeto a una deidad de la que sólo se veía un trozo de cabeza porque le habían puesto por el cuello más collares de flores de la cuenta. Unos señores  muy mayores envueltos en tela de cintura para abajo cuidaban de otros altares laterales.  A uno de ellos le saqué una foto y me puso muy mala cara.

De no haber llevado calcetines no entro allí ni a punta de pistola. El suelo, a pesar de que todo el mundo entraba descalzo, necesitaba un buen fregado.

Las mujeres se sentaban en el suelo a un costado y sacaban unos cartuchos donde había arroz amarillo con sabrá Dios qué más. Lo comían con los dedos mugrientos. Unas sospechosas palomas paseaban cerca para pillar los restos.

Del templo, aún no recuperada de la impresión, pasamos a un centro comercial en versión hindú. En la planta baja estaba la zona restaurante, por llamarla de alguna manera. Indios por todos lados comiendo cosas raras con los dedos. Nos sentamos a beber unos zumos de mango en un sitio aparentemente limpio. Subimos a la planta superior. Allí sólo vendían vestidos de mujer al estilo indio en unos tenderetes como si fuera un mercadillo. Eran baratísimos y muy vistosos. Nuvara se compró uno y Elisa otro para una sobrina. Yo no compré ninguno porque no uso vestidos. Desde la planta de arriba pudimos ver la otra zona de la planta baja, un mercado de pollos y pescado que olía a perro muerto. Fijaos bien en la foto, justo detrás del cartel que dice CHAI FRESH & FROZEN CHICKEN. Esas manchas grises y los cartones sobre los puestos llenos de manchas grises. Son cagadas de paloma. Es decir, que las palomas cagan encima de la mercancía. Así no me extraña que cojan las enfermedades que cogen, que si la gripe aviar, la fiebre aftosa y la peste negra.

Dimos una vuelta por las calles colindantes. Había un mercado lleno de gente comprando frutas, verduras y capullos de flores ensartados en collares para el tiemplo. Todo de muchos colores, como las casas, cada una pintada en un tono diferente.

Hacia las dos de la tarde decidimos volver a la civilización. Tardamos más de media hora en encontrar un taxi que nos devolviera al aire acondicionado, la limpieza y el orden. Uno que pasó nos dijo que no nos podía llevar porque iba a….. No sabemos a dónde iba porque no lo entendimos. Estos orientales hablan inglés con un fuerte acento. Los de Singapur son los que mejor se entienden, si tienen estudios. Las clases bajas son otra historia. Llevo varios días con la mano pegada a la oreja para intentar entender mejor lo que me dicen.

El taxi nos depositó en uno de los centros comerciales cerca del hotel. Allí comimos en una zona llena de restaurantes donde puedes acercarte a pedir en cualquier mostrador y luego te reúnes en las mesas comunes para comer. Fui incapaz de encontrar nada sin picante, así que pasé de bravuconadas y me comí un sándwich de jamón y queso con una botella de agua mineral.

Las otras tres se fueron a la piscina del hotel, aunque llevaba un rato lloviendo. Yo me fui a la feria de la tecnología que hay aquí este fin de semana. No sé cómo explicaros lo que era aquello. Tres plantas enteras de un centro comercial convertidas en centro de convenciones, grandes como naves industriales llenas de stands de marcas de aparatos. Estaban todos los que tienen que estar excepto Apple, que no necesita estar en una feria porque es gente seria la que compra en Apple, no los papafritas que van a las ferias y compran sin ton ni son. No cabía allí un alfiler. El ruido era atronador. Casi todos los stands tenían un animador que hablaba por un micrófono y contaba las maravillas de sus productos y lo baratos que estaban. Barato para ellos. Fui a la zona de Samsung a preguntar el precio de unas gafas 3D y me pidieron tres veces más de lo que me pueden costar en España.

Cuando pude salir de allí, sin haber sido pisoteada ni empujada, aún no sé cómo porque en España una marabunta similar me hubiera pasado por encima como un rebaño de búfalos, fui al hotel sin pisar la calle, usando los pasajes que lo unen todo. Seguía lloviendo.

Subí a la quinta planta donde está la piscina de agua mineral. Ni rastro de Karin y Elisa, que se habían ido a dormir un rato porque esta noche vuelan a las doce. Nuvara estaba tan feliz metida en el agua, como si no estuviera lloviendo. La temperatura era estupenda para bañarse pero no me apeteció. Me fui a mi habitación a hacer la maleta. Quedamos a las cinco y media.

Fuimos dando un paseo hasta el hotel Marina Bay Sands, el de los tres edificios con eso que parece una tabla de surf en lo alto. Ya no llovía. Después de varios pasillos, visita al casino (a mí no me dejaron entrar porque no llevaba el pasaporte encima), escaleras abajo y escaleras arriba, llegamos al ascensor que conduce al piso 57, donde está la plataforma superior que llaman Skypark. Los no residentes en el hotel tienen que pagar 20 dólares para subir allí arriba. Nosotras aún no sé cómo nos las arreglamos pero subimos sin que nadie nos hiciera pagar la entrada.

Mientras contemplaba las magníficas vistas, mi teléfono recibió un mensaje: “Estimado cliente de Vodafone. Bienvenido a Indonesia…” ¿Cómorrrrr? Y es que Indonesia era aquello que se veía allí cerca.

Una zona vallada y vigilada por un malayo muy simpático, nos separaba de los clientes del hotel. Estaban metidos en la piscina, justo al borde del abismo, contemplando las vistas, o tumbados en las hamacas al mismo borde del agua. Acabo de mirar en internet y la habitación más barata cuesta 312 leuros la noche.

Esperamos a que anocheciera en un bar de estos donde la gente guay va a tomarse las bebidas y te cobran 25 euros por copa porque sí, porque les da la gana.

Salimos otra vez al mirador pero llovía, así que la vista nocturna se nos chafó un poco.

Tuvimos que volver al hotel en taxi. Los taxis aquí son bastante baratos de día. Eso y comer medio decente es bastante asequible comparado con los precios de las casas, los coches y las gafas 3D de Samsung.

Nos encontramos con Karin y Elisa. Estuvimos un rato sentadas en el bar del hotel y a las ocho y media nos despedimos de ellas. Fuimos por el pasaje secreto al centro comercial de enfrente, donde cenamos. Al chino del mostrador le dije que tenía una enfermedad que me impedía comer picante, así que me iba a hacer un favor tremendo si me ponía pato chino con arroz sin ninguna sorpresa. Al chino le hizo mucha gracia lo de mi enfermedad y me preparó  el plato sin cosas raras. “Especialmente para usted”, me dijo muy sonriente cuando me lo entregó. Continué mi máster en palillos haciendo uso de ellos para comérmelo.

Volvimos al hotel por el pasadizo secreto. Tuvimos que llevar con nosotras a un cliente del hotel que también lo estaba buscando y no lo encontraba.

Subimos a la habitación de Nuvara a intercambiar las fotos de nuestras cámaras y nos despedimos hasta mañana.

Os dejo, que aquí ya es a una de la madrugada del lunes.



Buenas noches desde Singapur.








No hay comentarios: