13 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Singapur, día 8)

Tomamos un taxi hasta el aeropuerto a las ocho y cuarto de la noche. Pillamos algo de tráfico. En la zona de facturación nos encontramos con la misma loca que viajó con nosotras a la ida. Tomó posesión del mostrador de clase Business y estuvo allí discutiendo con la azafata desde que nos pusimos en la cola hasta que entramos en la zona de pasajeros. No volvimos a saber más de ella, a Dios gracias. La facturación de cada pasajero fue como un parto. Menos mal que tenían cuatro mostradores abiertos. Comprobaban y recomprobaban cada detalle y cada cosa que tecleaban. Mi maleta pesó 17.5 kgs. Esto es muy misterioso, muy misterioso. No compré nada en Singapur. El único objeto adicional es un reloj de mesa que nos regaló Joyce Tan, y no pesa tres kilos y medio.

Pasé el control de entrada sin que me escanearan el equipaje de mano por primera vez en mi vida. A Nuvara sí la hicieron pasar por el aro.

Estuvimos echando un vistazo al duty free sin mucho éxito. Me quedaban por gastar unos dólares, así que los invertí en una camiseta que se ríe de la estricta normativa del país.

El souvenir que hay por todas partes es la imagen del Merlion, el símbolo de Singapur. Es un animal con cabeza de león y cuerpo de pez. Lo del pez es porque originariamente era un pueblo pesquero. Lo del león no lo recuerdo bien, pero tiene que ver con alguien que vio un león pero no podía ser un león porque en Singapur no había leones, así que tuvo que ser un tigre.

Empezamos a ver grupos de gente todos vestidos iguales. En una puerta de embarque estaban todos los que veis en la foto esperando el vuelo para Sri Lanka.

Unos minutos antes un par de individuos de este grupo vaciaron la estantería de donuts del Dunkin Donuts. Los compraron todos excepto dos. Iban cargados de cajas. Supongo que en Sri Lanka no hay Dunkin Donuts.

Para acceder a la puerta de embarque del vuelo de Turkish Airlines con destino a Estambul tuvimos que pasar control de pasaportes y escáner. No tuve que quitarme el cinturón, ni el reloj ni el anillo. El funcionario que me cogió el pasaporte dijo: “Ahhhh, Epoti Diyón”. Y yo dije: “No, Dijon está en Francia”. Y él dijo: “Equipo de fútbol, Diyón”. Y entonces caí en la cuenta de que había visto mi lugar de nacimiento y se refería al Sporting de Gijón. Gran equipo, famoso hasta en Singapur. Gran equipo.

Embarcamos inmediatamente, aunque faltaban cuarenta y cinco minutos para la salida. Con diez minutos de antelación estábamos todos a bordo y rodando por las pistas.

El avión iba completamente lleno. Ibamos rodeadas de gente vestida con la misma camisa, las mujeres con un pañuelo blanco en la cabeza. No pude resistir la tentación y me asomé a preguntar a las dos que tenía sentadas detrás. En un inglés defectuoso me explicaron que eran de Indonesia e iban a la Meca de peregrinación. Lo mismo que si te vistes de gitana para ir al Rocío, más o menos. Les hizo mucha gracia que les preguntara. Nos estuvimos sacando fotos mutuamente hasta que las azafatas pusieron orden.

En la misma fila que Nuvara y yo pero en los asientos del centro viajaba un anciano del grupo con un gorrito haciendo juego con la camisa que no paraba de asomar la cabeza para mirarme. Llegó un momento en que, cada vez que lo pillaba mirando, lo saludaba con la mano y él inclinaba la cabeza también saludando. Una cosa cómica cómica.

Al lado del viejo iba un chico más joven que confundió el antifaz con una mascarilla para la boca y la nariz. Fue todo el camino con él puesto en los morros, excepto los momentos en que comió.

Nos trajeron la cena. Escogí köfte en lugar de salmón. Error. Como la comida estaba hecha en Singapur, siguiendo receta turca, era un intento de bola de carne pero sabía a chino y estaba apelmazada. Sólo comí un poco. Me concentré en la ensalada y en el bizcocho de postre.

Estuve viendo una película, la del Sr. Popper  y los pingüinos. Me gustó mucho. A las dos de la mañana cerré el antifaz y me eché a dormir. Desperté cada poco porque no era capaz de encontrar postura. Iba en un asiento junto a la ventanilla, sin posibilidad de estirar las piernas ni dar vueltas ni nada de nada. No sé qué le pusieron al aire que despertaba cada dos por tres con la garganta seca y tenía que beber de la botella que nos dieron las azafatas.

El collarín hinchable que me dejó mi madre se desinflaba cada poco. Debe de estar picado. Tenía que volver a hincharlo cada vez que me despertaba.

Uno de los indonesios hablaba en sueños y tenían que mandarlo callar de vez en cuando. Una de las veces se puso a repetir dos palabras sin parar hasta que alguien lo despertó.

Hacia las seis me quedé dormida profundamente y abrí los ojos sobre las diez menos diez, cuando sobrevolábamos Batumi, que para los que no lo sabéis, es la capital de Georgia. Un momento después vinieron con el desayuno. Ensalada de frutas, quesos y una tortilla con queso. Con la tortilla no pude porque el estómago lo tenía un poco damnificado, aunque no de gravedad.

A las once y media aterrizamos en Estambul, y de repente eran las cinco y media de la mañana otra vez. Doce horas de viaje exactamente.

En lugar de desembarcar por un finger nos dejaron en pista y tuvimos que ir en autobús. Horror de los horrores. Yo, vestida con una camiseta y una sudadera fina a cinco grados de temperatura. Corrí todo lo que pude a refugiarme en el autobús y lo mismo hice del autobús a la terminal cuando llegamos.

Nuvara y yo nos despedimos a la salida. Ella ya había llegado a destino. Yo tenía que esperar el vuelo a Madrid de las ocho y diez.

Entré en el baño y me encontré con tres peregrinas, éstas vestidas de blanco, lavándose los pies en los lavabos. Lo curioso de la situación no era que se lavaran los pies, era que eran gordas como toneles y subían aquellas piernacas con gran dificultad. Una azafata que andaba por allí las miraba horrorizada. Una de las peregrinas llevaba los dos pies teñidos de marrón claro, como si los hubiera metido en yodo.

Me senté un rato cerca de la puerta de la sala VIP del Turkiye Bankasi. Como tenía las claves de acceso al wifi de la sala que nos facilitaron cuando estuvimos allí antes del viaje de ida, estuve un rato navegando por internet.

A las siete y cuarto me acerqué a la puerta de embarque. Ya estaban pasando el control de pasaportes los viajeros. En la cola un español contaba que en el baño de caballeros se había encontrado con al menos veinte tíos lavándose los pies en los lavabos.

Una vez pasé a la sala de espera, que estaba vacía, me salió al encuentro un individuo diciendo: “Madrid, corre, corre”. Miré el reloj y pensé que me había equivocado al cambiar la hora porque aún faltaba casi una hora para la salida. Corrí detrás del empleado del aeropuerto bajando por una escalera en lugar de acceder a un finger. Otra vez autobús y otra vez carreras para no helarme. El autobús ya estaba lleno. Tan pronto como entré salimos hacia el avión. Tardamos un rato en llegar porque estaba aparcado justo al lado de las pistas de despegue.

No tenía la hora equivocada. Era el primero de dos viajes del autobús. Cuando ya pensaba que me iba a quedar con toda la fila de asientos para mí sola apareció un chino vestido de negro y se sentó en el lado del pasillo, dejando un asiento entre los dos. El vuelo iba lleno de chinos. Parece que no me voy a librar de ellos fácilmente.

Estuvimos más de una hora metidos en el avión sin movernos. Se veía bastante atasco en la pista de salida.

El chino se quedó dormido inmediatamente. ¡Qué habilidad tienen algunos!

Por fin salimos de Estambul. Al rato vinieron a traernos la carta y un paquete de almendras. Estos no han perdido las buenas costumbres. ¿Os acordáis cuando Iberia daba cacahuetes?

El menú era de desayuno. Lástima. Quería comer mi último köfte del viaje.

Los chinos y yo desayunamos con cerveza y Coca Cola porque para nosotros era la hora de comer. Esta  vez me lo comí todo.

Estoy capacitada para hacer un estudio comparativo entre los aviones Boeing y los Airbus. Las cisternas de los Boeing funcionan mejor. Las puertas de los espejos del baño de los Boeing abren y cierran sin dificultad. Los asientos de los Boeing son más cómodos. Las papeleras de los baños de los Boeing son mejores. No puedo emitir un juicio sobre los motores.

Llegamos a Madrid a las doce y media, tras pasar unos diez minutos sobrevolando Cuenca porque no nos daban pista.

Mi maleta salió después de bastante rato en un estado lamentable. Le habían arrancado una hebilla y estaba asquerosa. Fui al mostrador de reclamaciones donde me presentaron una hoja que explicaba que Turkish Airlines no se hace cargo de daños menores.

Tomé el autobús de la T1 a la T4 y facturé la maleta. Pasé el control de pasaportes y el escáner sin ser cacheada y me senté a escribiros.

Una madre peruana y su bebé se sentaron a mi lado. La peruanita quiso jugar con mi ordenador creyendo que era el suyo de Dora Exploradora, según me explicó la madre. Me quedé vigilándola cuando se quedó dormida mientras la madre iba a ver los paneles de información. La gente se fía de cualquiera, dejan a sus hijos en manos de cualquiera.

Para entonces ya no sabía si era de día, de noche, si tenía que comer, merendar o cenar. El jet lag que sufrí en Nueva York va a ser de risa comparado con éste.

El vuelo para Sevilla salió con media hora de retraso. Llegamos a las seis y cuarto. Mi taxista favorito me esperaba. Me depositó sana y salva en la puerta de casa a las siete y media.

Tuve un emotivo encuentro con mis zapatillas después de llevar los mismos zapatos puestos sin interrupción durante 32 horas.

Tiempo de viaje puerta del hotel / puerta de casa: 30 horas.

Daños colaterales: me duelen las orejas de llevar las gafas, tengo las piernas hinchadas de no ponerlas en alto en todo este tiempo, olía a difunto hasta hace diez minutos y unas agujas invisibles me están pinchando los ojos.



Adiós desde mi casa.

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