6 mar 2012

Una cateta en la quinta puñeta (Estambul, día 1)


Primera etapa de mi viaje a la quinta puñeta.

Sonó el despertador a las cuatro y diez. No sabía si era el móvil del trabajo, una pesadilla o qué rayos era aquel ruido atronador. Tras varios segundos de estupidez absoluta desperté, paré el ruido y me levanté. 

Antes de salir de casa desayuné ligero. A las cinco menos dos minutos estaba mi taxista favorito en la puerta de casa. Llegamos al aeropuerto a las seis y diez. Facturé la maleta e intenté colarme en el vuelo de las siete, pero ya estaba completo. El mío salía a las ocho y media.

Mi taxista favorito y yo fuimos a comernos una de esas magdalenas de medio kilo que venden en la cafetería del aeropuerto. La acompañé con un batido de fresa. Ñam, ñam, delicioso.

Nos despedimos a las ocho menos veinte y pasé el control de pasajeros sin mayor problema.

Saqué los billetes hace dos meses, cuando los pilotos de Iberia aún no habían decidido qué días de Marzo irían a la huelga. Intentado evitar el problema, reservé con Turkish Airlines el trayecto hasta Estambul. Sevilla/Barcelona/Estambul. El primer tramo con Spanair. Cinco días antes de irse Spanair a la mierda. Aquel viernes llegué a casa después de un día intenso en el trabajo. Empecé a preparar la cena y encendí la radio. En ese momento Carlos Alsina decía: “Y ahora les vamos a contar lo de Spanair”. Se me cayó el cuchillo de la mano y el estómago se me dio la vuelta, literalmente.

Gracias a las gestiones de mi amiga Nuvara desde Estambul, conseguí un teléfono de contacto de Turkish Airlines en Barcelona. Fueron extremadamente amables y me solucionaron el problema cambiando el viaje con el nuevo trayecto Sevilla/Madrid/Estambul, utilizando Iberia para el primer tramo sin gastos adicionales.

A las ocho y veinticinco estábamos subidos en un avión de Air Nostrum  saliendo con rumbo a la capital. En los asientos de atrás llevaba a una pareja, compañeros de trabajo. El me resultó cargante en un primer momento. Un gilipollas prepotente. Mi opinión fue cambiando a medida que lo oía hablar. Era un científico del CSIC con una historia alucinante de estudios en Cambridge, viajes alrededor del mundo y un padre con ocho hijos de cuatro mujeres diferentes. (Su padre, no él)

Como era Air Nostrum y no Iberia, nos dieron un zumo de naranja y unas galletas. O sea, tercer desayuno de la mañana.

Aterrizamos en Madrid a la hora prevista, pero bajar del avión llevó su tiempo por lo mucho que tardan los aviones desde la pista hasta la T4. Bajé zumbando a buscar la zona de recogida de equipajes. Tras casi media hora aparecieron mi maleta y una bolsa de Louis Vuitton. Los demás pasajeros debieron de facturar sus equipajes con otros destinos. A mí no me dejaron, y aunque me hubieran dejado, no lo hubiera hecho. Maleta perdida seguro. Tampoco hubiera facturado una bolsa de Louis Vuitton. Hay gente que va muy sobrada por la vida.

Siguiente destino: T1. Hay que recorrer pasillos, coger un ascensor, caminar por la calle y llegar a una parada de autobús. El autobús, servicio gratuito, te lleva por todas las terminales de Barajas. Una película.

Al llegar a la T1, después de unos 20 minutos desde que recogí la maleta, facturé enseguida porque había un mostrador especial para los que llevábamos la tarjeta de embarque impresa. La terminal estaba repleta de gente.

En los mostradores cercanos estaban facturando para Bangkok y Moscú. Tailandia, algún día.

Nuevo control de pasajeros. En el escáner miraban los equipajes con mucho detenimiento, formando una cola tremenda. Cuando era la tercera en la cola, la chica de seguridad me miró, sacó unos guantes de látex de una caja y se los colocó como diciendo: “Aquí te estoy esperando.” Y, efectivamente, me estaba esperando. Me hicieron quitar el jersey y pasarlo por el escáner, la de los guantes de látex me cacheó y se entretuvieron en mirar la imagen de mi mochila en la pantalla. Que alguien me diga de qué tengo cara exactamente. No me volví a poner el jersey. Hacía un calor tremendo, aparte del que traía yo conmigo después de las prisas para llegar lo antes posible.

Eché un vistazo a las tiendas sin encontrar nada interesante. Muchísimos chinos se paseaban por allí esperando embarcar en el vuelo para Beijing.

Me acerqué a la puerta B29, de donde salía el vuelo para Estambul. Una cola tremenda de gente ya estaba esperando para entrar. Y un olor horrible. ¡Ay, no! Era el vuelo de Ryanair para Marrakech. Menos mal, menos mal. No hubiera aguantado ese olor cuatro horas seguidas.

Di otro paseo por las tiendas y compré una chocolatina para desayunar por cuarta vez. Las emociones parecen despertarme el apetito. Por cierto, en la cafetería tenían croissants a 2.80 euros. Nos hemos vuelto locos.

En una juguetería vi la mesa infantil de Lego que podéis ver en la foto.

Comenzaron a llegar lo demás pasajeros del vuelo. Un niño turco llevaba dos muñecos casi tan grandes como él, de suficiente tamaño como para ocupar un asiento cada uno. Un grupo musical de melenudos y otro de sudamericanos. Conté seis guitarras de equipaje de mano. Uno de los melenudos me pareció una señora mayor, hasta que se dio la vuelta y le vi el bigote. Gracias a Dios no sacaron las guitarras durante el vuelo.

Embarcamos media hora tarde y nos pasearon por todas las pistas de Barajas hasta llegar a la T4. La pera. Salimos desde la T4 tras casi media hora a bordo. La pista debía de estar asfaltada de ayer o esta mañana. Estaba perfectamente limpia, excepto una caca de gaviota que vi desde la ventanilla.

Me senté en la fila 6, justo detrás de primera clase. Una decisión sabia porque la distancia entre mi asiento y el butacón de primera clase era superior a lo normal. Me

Me quedé dormida un rato, hasta que oí ruido de cubiertos. La comida, la comida. La azafata y yo mantuvimos un curioso diálogo en turco. Me miró, me hizo una pregunta y contesté: “Köfte”. Nos habían entregado un menú hacía un rato y había dos platos a elegir, bolas de carne o macarrones. Supuse que era lo que me preguntaba, así que escogí las bolitas. A los cinco minutos volvió, me soltó otra parrafada en turco y contesté: “Coca Cola”. Nuevo acierto. A la tercera le dije: “No, thank you”. Supuse que me estaba ofreciendo café. Que no vuelva una cuarta vez, porque ya no sé qué más podemos hablar ella y yo. No volvió, menos mal.

Fui al baño un poco antes de aterrizar. Como tengo que tocar todos los botones, quién me manda, había uno que decía: “Pulsar aquí para abrir el espejo”. Y yo pulsé. Se abrió el espejo, enorme espejo. Detrás sólo había rollos de papel higiénico. Intenté cerrarlo y no hubo manera. El enorme espejo se quedó abierto y se me pegaba al cuerpo mientras intentaba subirme los pantalones, a la vez que sufríamos leves turbulencias.  Con gran dificultad finalicé la maniobra, abrí la puerta del baño y salí como si no hubiera pasado nada, con cara de inocente.

Llegamos a Estambul a las seis, media hora tarde. Bajamos del avión en medio de la pista, sin finger ni nada. Frío que te cagas. Nos metieron en un autobús. Uno de los músicos sudamericanos pronunció la siguiente frase: “Me duele la cabeza por todo el cuerpo.” Ahí queda eso.

Una vez en la terminal, salí disparada a sacar el visado para evitar colas. Al llegar no había nadie esperando. La gestión duró segundos. Puse los 15 euros encima del mostrador, me pusieron la pegatina y listo. ¡Qué morro le echan!. Mi maleta ya paseaba por la cinta, en perfecto estado. Salí de allí en busca de Nuvara, que me esperaba en una cafetería cerca de la salida. Tomamos algo allí y cogimos el coche para ir a cenar a orillas del Bósforo. Dije bien claro hace días dónde quería cenar y qué quería cenar. Kebab de pistacho y baklava de postre. Nuvara había reservado mesa, así que disfrutamos de un lugar en la terraza acristalada, con vistas al Cuerno de Oro, la Torre Gálata y el Bósforo, con las varias mezquitas de los alrededores iluminadas. Espectacular. Se unió a nosotras Çagri, el marido de Nuvara. Es un tío simpatiquísimo. Está siempre de guasa.

En una mesa cercana diez americanos pidieron un kebab gigante para cenar. Hubo aplausos cuando llegó. Tuvieron que llevarlo entre tres camareros.

La cena finalizó con una deliciosa baklava, hojaldre con pistacho y miel.

Desde allí fuimos en coche hasta la Torre Gálata. Justo debajo hay un café que debe estar estupendo en verano pero en Marzo es un horror. Dos grados y viento. Tomamos algo y nos fuimos a casa. Atravesamos el puente sobre el Bósforo y entramos en Asia. Ahora estamos los tres cómodamente sentados en el salón, con la calefacción a tope y a punto de acostarnos.



Buenas noches desde Constantinopla.






1 comentario:

carnet manipulador de alimentos dijo...

jajaj me reí un montón, gracias por el relato. Un saludo!