Al bajar del avión pasamos el control de
pasaportes. Había cientos de personas haciendo cola. Tardamos casi
media hora en salir de allí. Mi maleta estaba esperándome dando vueltas en la
cinta. La pobre viene bastante damnificada del maltrato que sufrió en el barco.
Está sucia como el rabo de una vaca y tiene una pequeña rotura en la tela.
Me despedí de las exploradoras y fui a
buscar algo para cenar. El Food Halls de Marks and Spencer estaba abierto.
Compré mi sándwich favorito de jamón ahumado con mayonesa de mostaza y un
paquete de patatas fritas que me tuvo que buscar el dependiente porque en
Inglaterra lo raro es encontrar unas patatas sólo con sal, sin más porquerías.
Las había de nabo, de vinagre balsámico, chile dulce, jamón, y no sé cuántas
cosas más. Mareante.
Estuve dando una vuelta por la tienda de
WHSmith y entré en el baño.
El baño merece un capítulo aparte. Hace un
montón de años tuve que pasar la noche en Gatwick para coger un vuelo de vuelta
a España. No pude ir al baño en toda la noche porque los cubículos eran tan
pequeños que no me podía meter con la maleta y me daba miedo que me la robaran.
Hasta que no facturé no pude aliviar mi vejiga. Fue una experiencia
inolvidable. Hoy, sin embargo, he entrado en unos baños limpísimos donde cada
cubículo tiene un lavabo y un secamanos individuales de esos que metes las
manos y parece que te las va a arrancar la fuerza del viento, e incluso espacio
para el equipaje. Encima, todo decorado por Porcelanosa.
Hay una zona del aeropuerto habilitada para
desgraciados como yo que pasan la noche tirados en un aeropuerto. Una
fila de butacas con el respaldo por encima de la cabeza y sitio para poner las
piernas en alto estaba completamente ocupada. Los sofás también. Las butacas
normales también. Sólo quedaba hueco en unos taburetes alrededor de una columna
con enchufes para los móviles y los portátiles y un espacio para poder poner el
ordenador y cenar.
Personajes curiosos en la sala. Un negro
vestido de negro en chanclas con paraguas negro que paseaba entre las butacas y
me daba muy mala espina, un anciano de pelo largo blanco al que dos policías
con metralleta le pidieron la documentación, un inglés en la cincuentena
hablando por el móvil a gritos despertando a todos los que dormían en la sala,
una oriental con guantes de lana acostada ocupando un sofá entero, el primo de
Bob Marley, un malagueño hablando con un colega por el móvil, contándole todas
las fiestas a las que ha ido recientemente.
De repente apareció por el pasillo Birgit
Liodden, miembro de WISTA Noruega y secretaria general de YoungShip. Venía de
una conferencia en la sede del IMO (Organización Marítima Internacional). Había
perdido el último vuelo a Oslo. Se sentó conmigo un rato a charlar, se fue para
intentar entrar en la zona de pasajeros pero tuvo que volver porque era muy
temprano.
El negro de las chanclas y el paraguas no
dejaba de pasear blandiendo el paraguas y hablando solo.
El guarro del malagueño se comió dos dónuts
y dejó los envoltorios vacíos junto a los enchufes al marchar.
A las tres empezó a entrarme sueño, intenté
leer un rato pero viendo iba a dejar caer el iPad al suelo, fui a dar un paseo.
Había zonas del aeropuerto donde el frío era insoportable. Los pasajeros
tirados por allí estaban vestidos de invierno riguroso o envueltos en toallas
de playa, o incluso metidos en sacos de dormir.
Dejé a Birgit durmiendo en una de las
butacas con el bolso abierto enseñando su MacBook y su cartera. Estos noruegos
creen que todos somos gente honrada.
En la zona de facturación de Easy Jet había
no menos de mil personas haciendo cola para dejar sus maletas. Decidí unirme a
ellos. La cola se movió con fluidez porque abrieron al menos diez mostradores a
la vez. Una excursión de bulliciosos ancianos indios con pasaporte británico nos
tuvieron bastante entretenidos. Iban emocionados de viaje.
En la cola había gente con destino a montones
de sitios de toda Europa. La mayoría eran británicos camino de sus vacaciones.
Sólo a ellos, a mí y a los indios se nos hubiera ocurrido aparecer a facturar a
las tres de la mañana.
La maleta, misteriosamente, pesó un kilo
más en Londres que en Atenas. O me metieron un kilo de droga o una de las dos
básculas no funciona bien.
Accedí a la zona de pasajeros y visité
todas las tiendas, casi todas abiertas a esa hora. Aprovechando que el Pisuerga
pasa por Valladolid, adquirí mis queridas Wispas y un par de Coca Colas de
cereza. En el pasado hubiera cargado con un saco de libros en inglés.
Hoy día, con el iPad, ya no es necesario.
Encontré un hueco donde han instalado unos
sofás que te permiten dormir discretamente porque el respaldo termina en forma
de oreja ocultando tu cabeza del público. Me permití una siesta de quince
minutos abrazada a mi mochila antes de ir a embarcar. Puse el despertador del
iPhone para evitar un drama.
El trayecto hasta las zonas de embarque
puede ser muy largo porque es un aeropuerto enorme, así que tan pronto
anunciaron la puerta de embarque a las seis y diez fui caminando hacia allí. La
mayor parte del pasaje eran británicos. Seríamos unos ocho españoles en total.
Unos cuantos niños muy pequeños.
Embarcamos sin retraso. Cuando estábamos
todos felices y contentos pensando que ya nos íbamos, sale la voz del encantador
capitán informando que había huelga de controladores franceses pudiendo
alcanzar las tres horas de retraso en el despegue. Para no perder nuestro turno
de salida, no nos iba a dejar bajar del avión y nos aparcaría en un lugar de la
pista donde no estorbáramos. Decidí ponerme el antifaz y echarme a dormir. El
problema fue que los niños pequeños empezaron enseguida a ponerse nerviosos y
aquello fue una feria de gente pasillo arriba pasillo abajo charlando con los
amables azafatos, niños gritando, azafatos repartiendo vasos de agua, azafatos
vendiendo periódicos y el más reciente número de la revista Hello con la reina
de Inglaterra en la portada, y Consuelo levantándose para ir a conocer al
capitán. Antes del 11 de Septiembre, no era inusual que los pasajeros
visitaran la cabina del piloto y pasaran parte del viaje sentados allí. Era una
experiencia curiosa. Nunca me invitaron a aterrizar pero sé que algunos pilotos
sí lo hacían.
Volví a mi sitio a escuchar música un rato.
Al cabo de hora y media, afortunadamente, nos dieron salida. Durante el vuelo
intenté dormir a ratos. Una niña inglesa corría dando saltitos por el pasillo y
me despertaba continuamente. Lástima que la madre vigilaba desde su asiento, si
no hubiera tomado medidas drásticas al respecto.
Aterrizamos en Sevilla a las once y media.
Mi anciano padre y su señora (mi madre) llegaron unos minutos más tarde a recogerme.
Los avisé desde Londres para que no salieran de casa hasta que yo les diera luz
verde.
A mitad de camino paramos a comer algo. Yo
venía sin tomar nada desde el sándwich de Mark y Spencer.
Llegué a casa con los tobillos como
botijos. Lágrimas en los ojos cuando por fin pude darme una ducha y meterme un
rato en la cama.
Confirmo que no hay un kilo de droga en mi
maleta.
Buenas tardes desde mi camita.
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