23 sept 2013

Una cateta en Canadá (Días 1 y 2)

Para asegurarme de no perder el avión a Toronto esta mañana, ayer viajé a Barcelona en el Ave de las nueve desde Sevilla. Iban en el vagón varios niños pequeños. A la altura de Córdoba empezó a oler a caca de bebé. “La hemos cagado”, pensé, y valga la redundancia. Gracias a Dios el olor se dispersó y no volvió a aparecer en el resto del viaje.
Uno de los pequeños, de un año aproximadamente, encontró algo interesante en mi cara, pues no paró de mirarme fijamente durante horas. Yo, por mi parte, le sostuve la mirada todo lo que pude. Y no lloró.
A las dos y media de la tarde llegamos a Barcelona sin un rasguño. Mónica me estaba esperando para ir a comer juntas. Dejamos mi equipaje en el hotel junto a la estación de Sans y fuimos en metro hasta la Rambla. Comimos en la azotea terraza de un restaurante estupendísimo de la muerte. Soy incapaz de recordar el nombre, como no recuerdo nunca los nombres de los medicamentos o los champuses.
Hacía una temperatura estupenda. Fuimos caminando hasta el Mercado del Born,  donde exponen las ruinas de las edificaciones que había en la zona hacia el año 1714, cuando la Guerra de Sucesión. De todos los balcones de los alrededores colgaban señeras y enormes carteles con apellidos de personajes catalanes ilustres de la época. Escalofriante.
Volvimos hacia la plaza de Cataluña pasando por la iglesia Santa María del Mar. Entramos un momento a disfrutar del interior.
Pasamos por la catedral, donde bailaban sardanas al ritmo de una banda situada en un escenario. Estos días andan con las fiestas de la Merced.
No cabían más turistas en Barcelona. No sé de dónde sale tanta gente.
En la plaza de Cataluña era muchísimo peor. Allí había otro concierto, éste de rock. Cientos de personas pululaban por los alrededores.
Estuvimos por varias tiendas y acabamos, como no, en el fnac.
A las ocho y media me despedí de Mónica y cogí el Cercanías hasta la estación de Sans. Estaba muerta cadáver. La noche anterior salí a cenar y me acosté bastante tarde.


Al pasillo del hotel sólo le faltaba una niña en triciclo. Era largo como un día sin pan y no había un alma.
Nota para los no cinéfilos: ver “El resplandor”.
Durante la noche desperté varias veces al ritmo del chunda chunda de la discoteca o bar de copas o sus muertos del hotel. También daban alaridos por la calle jóvenes desocupados.

A las seis menos cuarto desperté por última vez. Me puse en marcha, tomando el Cercanías al aeropuerto antes de las siete de la mañana. En la estación había multitud de jovenzuelos procedentes de la movida. Se tiraban al suelo a dormir hasta que llegaba su tren. Estuve a punto de ponerme yo a dar alaridos para despertarlos. ¡Desgraciados!

A las siete y cinco estaba en el aeropuerto. Al llegar a la zona de facturación me encontré con el mostrador de Air Transat nada más salir del pasillo de la estación. Facturé en un minuto y fui a pasar el control de seguridad. Ni pité ni me cachearon. Empezamos con buen pie.
Estuve dando una vuelta por las tiendas. La mayoría estaban todavía cerradas. Pasé otro control de pasaportes y fui a sentarme a la zona de donde saldría mi vuelo.
Llegaron dos matrimonios canadienses de alrededor de 70 años. 70 años fatalmente llevados. Los dos varones tuvieron verdaderas dificultades para sentarse. Uno de ellos, justo enfrente de mí, parecía que se iba a morir de una congestión en cualquier momento. Los botones de la camisa iban a reventarle. De hecho, se estaba desinflando poco a poco a base de pequeños eructos que no era capaz de disimular.
Junto a nuestra zona de espera había pasajeros con destino a Banjul con Gambia Bird. Una señora negra como un zapato llevaba un cachirulo de chiffón en la cabeza. Me hubiera gustado ver cómo caminaba con aquello por el pasillo del avión y cómo se apoyaba en el respaldo del asiento. No pude sacarle foto porque los individuos que estaban sentados junto a ella tenían cara de malas pulgas.
Nuestro avión salió con 20 minutos de retraso. Aconsejo a quien vaya a viajar a Canadá que lo haga con Air Transat. Nos trajeron en un flamante Airbus 330 con pantallas táctiles en cada asiento, con un espacio aceptable entre las filas. Los baños estaban siempre impolutos, la comida magnífica y el personal de abordo amabilísimo. Es una línea aérea de bajo coste. Sale mucho más barato que ir con Iberia y no hay que hacer escalas.
Lo de los baños es importante porque, teniendo en cuenta que allí fuimos encerradas 343 personas durante ocho horas y veinte minutos, tiene mérito que estuvieran limpios y perfumados.
De comer ofrecieron tres platos distintos para elegir uno, y hora y media antes de llegar nos dieron pizza.
Menos mal que de postre pusieron bizcocho de chocolate. Si me llega a dar un ataque de chocolate y no tengo, me tiro del avión en marcha.
Vi dos películas seguidas en la pantalla del asiento, dos episodios de una serie en mi iPad, jugué a todos los juegos de la pantalla del asiento, leí el Elle de este mes y cuando ya no sabía cómo ponerme nos encendieron una luz azul chill out para calmarnos los nervios.
Un poco antes de servirnos la pizza empezamos a volar sobre tierra firme. Entremos por Nueva Escocia, al norte de Halifax. Lástima que me quede tan lejos porque me hubiera gustado mucho visitar la ciudad donde mi abuela pasó cinco años de su infancia. Cuando me despedí de ella por teléfono el viernes volvió a decirme lo mucho que le gustó vivir allí.
Sobrevolamos territorio USA y entramos en Canadá de nuevo por encima de las cataratas del Niágara, que vi brevemente porque había bastantes nubes. Al pasar por encima del lago Ontario aluciné en colores de lo enorme que es. Me hace gracia estar a la orilla de uno de los grandes lagos. Los tengo memorizados desde pequeña porque mi padre me repetía los nombres constantemente: Superior, Michigan, Huron, Erie y Ontario.
Aterrizamos en Toronto con media hora de antelación sobre el horario previsto.
El paso por la aduana fue rápido y sin incidentes. Me hicieron las mismas preguntas que cuando llegué Nueva York y di las mismas respuestas. Sin embargo, no me llevaron detenida.
La maleta tardó un poco en salir. Saltaban desde un tobogán cayendo sobre la cinta en filas de tres. Era difícil coger las que quedaban más lejos del borde. La mía salió en segunda fila y tuve que hacer filigranas para recuperarla. Menos mal que pesaba poco.
Al salir del aeropuerto el frío me cortó el cutis. 11 grados y mi chaquetón dentro de la maleta. Menos mal que la parada del autobús era una caja de cristal donde hacía una temperatura soportable.
Fui en el Rocket Bus que une el aeropuerto con la estación de metro más cercana, a unos 15 minutos de distancia. Allí, usando el mismo billete, seguí viaje hasta mi hotel. Tardé cerca de una hora en llegar.
Dejé el equipaje en la habitación y me lancé a la calle. Estaba muerta muerta muerta, pero no me podía meter en la cama a esa hora. Obligué a mi cuerpo a salir a hacer turismo aunque mi yo interior sabía que eran las diez de la noche en España.
Subí por la calle Yonge, donde está el hotel, hasta el elegante edificio del antiguo ayuntamiento, situado junto a las dos moles del nuevo, construido en 1965. Estuve viendo por fuera la iglesia del Holy Trinity y entré en un centro comercial descomunal que se llama Toronto Eaton Centre. Tiene plantas hacia arriba y varias subterráneas. Una cubierta de cristal lo protege del frío exterior, que en invierno no invita a pasear por la calle.
A las seis de la tarde las calles empezaron a vaciarse, aunque todavía era de día. Mi cuerpo dijo basta y volví al hotel a darme una ducha y a tumbarme.
Aquí son las ocho y media de la tarde y en España las dos y media de la madrugada, así que voy a dar por finalizado el día, que mañana hay que madrugar para ir a las cataratas.
Buenas noches desde Toronto.
 



 


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