03:55 hrs. Poco a poco voy adaptándome al
horario. El último día en Canadá seguro que ya me habré adaptado totalmente.
A las cinco desperté por segunda vez y ya
no pude volver a dormir, pero me obligué a estar en la cama con los ojos
cerrados hasta las seis menos cuarto, a ver si servía de algo.
Me arreglé y le dediqué una hora a WISTA.
Cerré la maleta, pagué la habitación y me fui caminando hasta Union Station,
sorteando por el camino a las hormigas que se dirigían al trabajo
ordenadamente, sin empujar. 9ºC y un sol brillante. ¡Qué suerte estoy teniendo
con el tiempo!
En la cola para acceder al andén nos
pesaron las maletas como si fueran a meterlas en un avión. En una cola paralela
observé a dos chicas Amish. Pero, ¿estos no tenían que viajar en coche
de caballos?
A las 09:25 en punto salió el tren. No era
tan elegante como el AVE pero estaba bastante bien. Tenían servicio wifi y
enchufe para el ordenador.
Los paisajes por el camino fueron
espectaculares. Circulamos por la orilla del lago Ontario, atravesamos bosques
de arces cuyas hojas eran de colores que iban del verde al rojo y al amarillo.
También pasamos por una fábrica de cemento. No podía ser todo perfecto.
El viaje se me hizo corto gracias a la
conexión a internet y al precioso paisaje. Llegamos a Montreal a las 14:15,
unos diez minutos antes de la hora prevista. Tan pronto bajé del tren fui
consciente de la diferencia entre Ontario y Quebec. Todo el mundo hablaba
francés, los coches hacían más ruido por la calle y algunos incluso tocaban el
claxon.
Cada vez que digo “Montreal” me sale automáticamente
“76”. No puedo evitarlo. Las Olimpiadas de Montreal 76 son las primeras que
recuerdo con claridad y se me ha quedado esa coletilla pegada al nombre de la
ciudad.
A cinco minutos andando por el Boulevard
René-Lévesque estaba mi hotel. Hice el registro de entrada pero no pude subir a
la habitación porque aún no la tenían lista. Dejé el equipaje en recepción y
salí buscar un lugar donde comer para evitar un desmayo. A nivel del suelo no
encontré ningún sitio que me gustara, así que busqué un acceso a la ciudad
subterránea. Como en invierno hace un frío tremendo, han construido poco a poco
otro Montreal bajo tierra. Es una red de pasajes de unos 30 kms que cuenta con
tiendas, restaurantes, hoteles y teatros. Se dice que puedes vivir bajo tierra
sin necesidad de salir a la superficie para nada.
Localicé un sitio donde me dieron de comer
algo de lechuga con pollo, una ensalada de pasta y otra de frutas que contenía
trozos de melón duros como piedras. Si probaran nuestros melones seguramente
morirían de la impresión.
No sé qué le echaron a la comida que me dio
un subidón turístico y me puse a caminar y a ver cosas como una loca. Tanto que
creo que he visto la mitad de lo que tenía que ver en una sola tarde.
Empecé por la catedral católica
Marie-Reine-du-Monde (No hace falta que traduzca, ¿verdad?) Por fuera es un
edificio neoclásico con un montón de santos subidos en el tejado. Por dentro es
una imitación de San Pedro, con las columnas de Bernini incluidas.
Por las calles hay una curiosa mezcla de
edificios de piedra de principios del siglo XX, grandes bloques modernos de
cristal y pequeñas iglesias con jardines. Un ejemplo del contraste es
la catedral anglicana Christ Church, situada justo delante de un
rascacielos enorme.
Entré en la oficina de turismo a coger un
plano de la ciudad. Me pilló por banda una señora que me explicó de cabo a rabo
lo que tenía que hacer estos días desde la mañana a la noche. O yo ya no hablo
francés o aquí pronuncian raro porque a mitad de la conversación le tuve que
pedir que pasáramos al inglés porque no me enteraba de la mitad de lo que me
estaba diciendo.
Salí de allí pertrechada con planos y guías
para no perderme por todo Canadá. Subí hasta la rue Sherbrook, donde quedan
algunas de las preciosas villas construidas a mitad del siglo XIX por los ricos
de la época.
Desde allí accedí al campus de la McGill
University, la más antigua de Canadá. ¡Qué ambientazo! Los jardines estaban
llenos de jóvenes tirados en la hierba disfrutando de la tarde de sol. De los
edificios de piedra salían estudiantes sin parar. Algunos me miraban pensando
qué haría esa señora de pelo blanco por allí.
Los terrenos de la universidad están en
cuesta, en la falda del parque Mont-Royal. Inicié el ascenso pero sólo llegué
hasta la mitad. Preferí dejar la visita al parque para otro momento, por si se
me hacía muy tarde allí arriba. Los árboles del camino tenían las
hojas rojas, verdes y grises.
Andando andando me planté en el Barrio de
los Espectáculos, un enorme complejo donde se encuentra el Museo de Arte
Contemporáneo, la sala de conciertos de la Sinfónica de Montreal, una plaza de
estilo moderno de cuyo suelo salían chorros de agua, y la sede de un circo que
no era el Circo del Sol pero parecido. El Circo del Sol tiene su base aquí en
Montreal pero no están en este momento ofreciendo ningún espectáculo.
Volví al hotel dando un paseo. Subí a mi
habitación a dejar la maleta y volví a salir a buscar algo para cenar.
En uno de los laterales del hotel me encontré con un callejón como los que salen en las series de policías, donde
siempre encuentran un cadáver apoyado en uno de los contenedores de basura o
incluso dentro. En el lado opuesto hay un parque de bomberos con unos camiones
rojos preciosos. Espero que a nadie se le ocurra prender fuego a su casa en las
próximas noches.
Os estoy escribiendo tirada en la cama y me
está entrando un dolor de piernas que voy a tener que alquilar una silla de
ruedas eléctrica como siga así mañana. Es que he sido muy bruta esta tarde.
Buenas noches desde Montreal.
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