06:02. Ya casi estoy. Esto ya es una hora
más normal.
Me quedé en la habitación hasta las nueve.
Hoy han aparecido músculos desconocidos en mis dos piernas. ¡Cómo me duelen al
andar!
Dejé la maleta en recepción y salí a pasear
por la calle Sherbrooke, que hace esquina con la del hotel. Por el camino me
crucé con una vagabunda borracha como una cuba. Aquí no se andan con tonterías.
En lugar del brick de Don Simón llevaba una botella de Jack Daniels.
En la calle Sherbrooke quedan algunas mansiones
de piedra del siglo XIX y hay también edificios de viviendas de lujo, con
gárgolas y fachadas decoradas. Uno, llamado Le Château, parecía un castillo
medieval. A la puerta de todos ellos había porteros vestidos con
librea. Pasé por el hotel Ritz Carlton, la joyería Tiffany’s, y todas esas
tiendas que se miran pero no se tocan, la iglesia de San Andrés y San Pablo y
el museo de Bellas Artes. En los alrededores de este museo se exponen esculturas
al aire libre. Me gustó mucho una vaca de bronce a tamaño natural.
Hacía una temperatura excelente ya que el
sol brillaba desde las seis. Las terrazas de estilo parisino estaban a rebosar
de gente tomando el brunch.
Al pasar por una panadería me llegó el olor
a croissant recién hecho y no pude
evitar la tentación de comprar uno. Fui a comerlo sentada en un banco de
la plaza Dorchester. Delicioso. Mientras estaba allí, apareció un
empleado del ayuntamiento con una bayeta. Limpió con ella todos y cada uno de
los bancos de madera de la plaza.
Recordé de repente que llevo desde el
domingo sin probar el chocolate. El último fue el que contenía el bizcocho que
nos sirvieron en la comida del avión. ¿Me estaré curando de mi adicción?
Seguí paseando por la rue Sainte-Catherine
llena de tiendas. A la puerta del Apple Store había aparcado un Ferrari color
rosa. ¿TestaRosa?
Tuve que quitarme el chaquetón porque hacía
por lo menos 15ºC.
Volví al hotel a recoger la maleta. En el
hall me crucé con un matrimonio de comedores de carne cruda. Deben de darle
bien a la carne cruda porque estaban gordos como toneles.
Caminé hasta la estación de tren, a unos
cinco minutos de distancia.
Compré un sándwich de pan de brioche
relleno de lechuga, jamón york y queso, para comer por el camino y me senté a
esperar a que nos llamaran para embarcar con destino a Québec.
Un amable empleado de la estación se acercó
a los pasajeros con maletas grandes y nos indicó que las teníamos que facturar.
A la una en punto salió el tren. El vagón
era diferente al del viaje desde Toronto. El sitio era comidísimo, con una
enorme mesa donde pude colocar el ordenador, enchufarlo y conectarme a
internet. El suelo tenía una leve inclinación para colocar los pies.
A mi lado dos señoras jugando al póker como
si fueran tahúres profesionales. ¡Qué manera de manejar las cartas!
Llegamos a Québec a las 16:15, con cinco
minutos de adelanto. Tardé en salir del andén porque sacaron las maletas del
vagón de equipajes una a una.
El hotel está a unos minutos de distancia.
Me registré y salí a pasear un rato por el viejo Québec antes de ir a cenar. Fue
como volver a Europa de repente. Calles y casas de piedra, flores por todos
lados, terrazas llenas de gente aprovechando la agradable temperatura.
A las siete fui a recoger a Karin y a
Jeanne, miembros de WISTA Holanda y USA que han coincidido aquí conmigo sin
haberlo planeado. Y lo más gracioso de todo es que su hotel es el edificio de
al lado.
Subimos a la parte alta a buscar un lugar
agradable donde cenar. Todos los restaurantes estaban hasta la bola de gente.
Encontramos sitio en uno de comida americana. Probamos el poutin, un
plato típico canadiense que consiste en patatas fritas, taquitos de queso y
salsa de carne. Una bomba.
A las diez volvimos paseando al hotel y nos
despedimos.
Desde mi habitación se ve la terminal de
cruceros. Hay uno atracado desde que llegué. Junto a él está The Image Mill, un
antiguo silo de grano donde proyectan imágenes. Hoy se ve como una cortina de
colores que se mueve al viento.
Buenas noches desde Québec.
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