05:08. A este ritmo calculo que el martes
ya estaré adaptada pero, teniendo en cuenta que a partir de hoy no me van a
dejar acostarme temprano, va a ser un desastre total.
Salí a la calle a las ocho y media. Me
dirigí a la calle Peel y empecé a subir su empinada cuesta. A ambos lados hay
pabellones de la McGill University, pequeños chalets con torreones rodeados de
jardines. Hay que pensárselo dos veces para ir a clase por la mañana. En enero
debe de ser un verdadero acto heroico por la subida y por el frío que tiene que
hacer. Llegué casi sin aliento a la entrada del Mont-Royal. Es una alta colina
boscosa bautizada así por Jacques Cartier, el primer francés que apareció por
aquí en 1535. De ahí surgió el nombre de la ciudad.
Estuve un minuto dudando si iniciar el
ascenso o no, ya que no veía a nadie por los alrededores y tuve dudas de si acabarían
encontrando mi cadáver descompuesto al final del invierno. Enseguida empezaron
a aparecer chicas solas haciendo deporte, lo cual me garantizó la seguridad del
entorno.
La subida tenía dos tramos diferentes.
Primero unas escaleras de madera y luego un camino de grava serpenteando hasta
la cima. Al llegar al final de la escalera estaba sudando como un pollo porque
soy muy burra y subí rápido y sin descansar.
No sé qué me gustó más del paseo, si los
árboles y sus diferentes colores, las ardillas que atravesaban el camino
constantemente o el intenso olor a
bosque.
Casi en la zona más alta está el chalet
Mont-Royal, un pabellón enorme con una sala vacía que supongo alquilan para
eventos. Olía a cerruno allí dentro. Delante del pabellón hay una amplia
terraza con vistas a la ciudad.
En la entrada del pabellón había unas sillas
de madera comodísimas donde me senté un rato a descansar. La paz se rompió
cuando apareció un camión con un depósito de agua. Bajó del mismo una señora
que puso en marcha una ruidosa bomba y se dedicó a regar todos los maceteros de
la terraza.
Poco después de marchar la ruidosa señora
empecé a tener frío. El sol aún no se había dignado a aparecer por entre las
nubes y yo había dejado de sudar como un pollo.
Continué el ascenso encontrándome por el
camino con varios grupos de religiosos rezando el rosario, jubilados en una
forma estupenda haciendo ejercicio y jóvenes corriendo. También, y ya van
varias veces estos días, grupos de estudiantes rodando cortos. Llevan sus
guiones en la mano con texto y dibujos y repiten las escenas una y otra vez. O
aquí están locos por el cine o hay una escuela en la universidad.
Llegué a la cima, donde hay una cruz
metálica horrorosa que en principio confundí con una torre de comunicaciones.
A partir de ahí inicié el descenso
volviendo sobre mis pasos hasta la escalera de madera. Me crucé con un matrimonio bastante mayor subiendo
con un perro de lanas que resoplaba de tal manera por el esfuerzo que no creo
que les dure mucho si se dedican a llevarlo por allí todos los días.
En lugar de bajar por el camino hacia la
calle Peel, giré hacia el norte en dirección al Plateau Mont-Royal, un barrio
que me recomendó la señora de la oficina de información turística. Tardé más de
una hora en llegar hasta allí, pero mereció la pena porque caminar entre los
árboles en silencio fue una experiencia extraordinaria. La salida del parque
por ese lado tiene unos jardines muy bonitos con una estatua dedicada al Sr.
Cartier, del que ya os hablé más arriba.
Se me ocurrió mirar hacia atrás y
al ver hasta dónde había subido y desde dónde había bajado pensé: “Si lo sé, no
vengo”.
El barrio, bohemio y multicultural, estaba
muy concurrido. Me gustaron las casas. En muchas de ellas, para subir
al primer piso tienen escaleras metálicas exteriores, con la puerta principal
en lugar de una terraza. Curioso.
Dado que las piernas ya no me respondían
correctamente y que estaba donde Cristo perdió el mechero, me metí en el metro
para bajar hasta el viejo Montreal a comer. Quería tomar algo temprano porque
hoy estaba citada para cenar a las seis y media con el comité ejecutivo de
WISTA Canadá.
Me apetecía comer un crêpe. Recordaba haber
visto ayer varios sitios donde los servían. Pedí uno de queso y champiñones que
se salía del plato.
Di un paseo por los alrededores, subí hasta
la basílica Notre-Dame-de-Montréal y desde allí poco a poco me fui acercando al
hotel.
En la puerta de una tienda de telefonía
había dos afganos con dos afganas repartiendo publicidad.
Las puertas del parque de bomberos estaban abiertas, mostrando a los viandantes los flamantes coches de bomberos y
a los flamantes bomberos. Sin comentarios.
Subí a la habitación y me tiré en la cama.
Los pies me palpitaban.
A las seis y cuarto salí hacia el
restaurante Andiamo. Cené con la presidenta de WISTA, que acababa de aterrizar
desde Amsterdam, y las organizadoras de la conferencia. Sólo conocía a la
presidenta de WISTA Canadá. Con las otras dos llevaba meses intercambiando
mensajes casi a diario. Hoy, por fin, nos pusimos cara.
La carta del restaurante se anunciaba como
mediterránea. Cierto es que en ella aparecía el gazpacho andaluz y los vinos
eran todos españoles. Comí vieiras sobre una deliciosa cama de risotto. Todo
ello regado con agua del grifo.
Durante la cena repasamos los flecos que
quedaban pendientes y todos los cotilleos referentes a la conferencia.
A las diez de la noche salimos del
restaurante. Eso es lo que tiene de bueno salir a cenar tan temprano. No acabas
a las mil quinientas.
Buenas noches desde Montreal.
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