8 abr 2014

Una cateta en Dubai (Día 2)

Como sé que habrá alguno que no tenga las ideas muy claras, voy a dar un repaso geográfico antes de continuar. Estoy en los Emiratos Arabes Unidos (UAE), al sur de la Península Arábiga, a orillas del Golfo Pérsico. Los Emiratos son siete, siendo los más conocidos y permisivos Dubai y Abu Dhabi.  Vecinos: Omán al suroeste, Qatar al oeste y Arabia Saudita al oeste y al sur, Irán a la otra orilla del Golfo. Espero que a tan ilustres vecinos no se les pase por la cabeza iniciar una guerra santa precisamente esta semana. Que lo dejen para la semana que viene, que ya es santa de por sí.

Dubai y Abu Dhabi son Sodoma y Gomorra comparados con los otros Emiratos o países vecinos, donde ya habría sido condenada por la vía rápida a morir lapidada a las puertas de una escuela coránica para servir de ejemplo, tras recibir cien latigazos en el mismo aeropuerto por haber cometido el pecado de llegar sola, en vaqueros y a cabeza descubierta. ¡Ah! Y en manga corta. Aún siendo lugar de moral relativamente relajada, antes de venir recibí una lista de instrucciones relativas a cómo vestir durante mi estancia en Dubai. Olvídate de la licra, los escotes, las minifaldas, las transparencias y las camisetas sin manga. Y a quien venga en pareja, ni un sólo gesto de cariño. Besos y abrazos son ofensivos y pueden hacerte acabar en un calabozo pestilente. Eso sí, aquí los tíos van de la mano como gesto de amistad.

Nada más salir del avión fui al baño a deslastrar. Dentro había una mujer vestida con túnica y galones de policía riñendo a un asiático que se había metido allí a cambiar los pañales de su hijo. Bronca monumental. El niño estaba con el culo al aire y aquella energúmeno pretendía que el padre saliera de allí sin más dilación.

Al entrar en uno de los cubículos sufrí un tremendo impacto, seguramente agravado por la falta de sueño. Había leído sobre estos horrores, pero no me lo esperaba en un aeropuerto tan moderno. El tema de la ducha es un asunto a tratar aparte. Las hay en absolutamente todos los baños. Después de mucho pensarlo he llegado a la conclusión de que son para lavarse los pies antes de la oración. No encuentro otra explicación más lógica.

Al salir del baño me di cuenta de que había perdido a todos los europeos que venían conmigo. Comencé a andar y andar y andar y andar por largos pasillos camino de la zona de equipajes y visados. Fui adelantando a señoras vestidas de negro, que supongo que eran señoras porque no se les veía nada más que los pies saliendo de las sábanas negras que las envolvían; familias enteras vestidas al modo islámico y hombres locales vestidos con túnica blanca y pañuelo en la cabeza. He de confesar que me puse un poquitín nerviosa, algo que achaco al desconocimiento de esta cultura. Mi único pensamiento en ese momento era no ofender, no molestar con ninguna actitud o gesto impropio.

Tras muchos minutos andando llegué a la zona de pasaportes. Los españoles no necesitamos visa para entrar en los Emiratos, así que me dirigí a la cola donde están las máquinas que leen los pasaportes electrónicos. No funcionaba ninguno. Una funcionaria a la que sólo se le veían la cara y las manos me pasó el pasaporte por un detector y me hizo mirar hacia un aparato que lee el iris.

Mi maleta circulaba solitaria por la cinta cuando fui a recogerla.

La terminal 3 del aeropuerto de Dubai es simplemente espectacular. Hasta palmeras hay dentro.

Mi intención primera era tomar el metro hasta cerca del hotel, pero el cansancio me hizo desistir y tomé un taxi. Aquí las carreras tienen precios ridículos. El taxista no abrío la boca  en todo el camino.

La zona moderna de Dubai es exactamente como me la imaginaba, grandiosa. La avenida Sheikh Zayed, de doce carriles para vehículos, es donde están los rascacielos y mi hotel, que representa dos manos en posición de saludo. Es una cadena tailandesa. Todo el edificio está decorado en ese estilo. Hay unas señoritas vestidas con sarong pululando por el hall que te saludan juntando las manos y sonriendo sin parar.

Como era muy temprano, no pudieron darme la habitación, así que pedí permiso para ir a ducharme al gimnasio situado en la planta más alta, junto a la piscina. Dentro estaban unas niñas pequeñas chapoteando vestidas todas con trajes de neopreno por aquello de la decencia.

Me despegué la ropa del cuerpo como quien quita un papel celo, tras veinticuatro horas con ella puesta.

La ducha me sentó estupendamente. Al bajar al hall me encontré con Jeanne, la americana, que lleva aquí desde ayer porque está aprovechando para visitar clientes. Jeanne es socia de un bufete de abogados de esos que salen en las pelis americanas. Está especializada en temas medioambientales marinos. No he visto nunca a nadie trabajar tanto como ella.

Tomamos un taxi juntas, quedando yo en una parada de metro a poca distancia del hotel. El metro circula sobre tierra por la avenida. Es automático, sin conductor, y hay vagones para clase superior y para mujeres y niños. Es limpio, rápido y muy moderno.

Mi primer destino: Al Karama, paraíso de las marcas falsas, según internet.

Leí mucho sobre cómo y dónde ir. Puedes acceder a las tiendas ocultas de dos maneras, llegando directamente en un taxi porque todos los taxistas saben a dónde ir exactamente, o aparecer en la parada de metro con cara de ávida turista. Esto fue lo que yo hice. Nada más bajar vi a un chico indio seguido por dos turistas inglesas. Los seguí a poca distancia. El indio no paraba de mirar a su alrededor, así que enseguida se dio cuenta de que los seguía y me hizo un gesto para que continuara con ellos. Las inglesas quisieron parar en un bar a desayunar, de modo que continué yo sola con el indio, un crío simpatiquísimo que no paraba de llamarme amigo. Varias veces le expliqué que yo era amiga, pero no hubo manera.

El sistema es el siguiente. Hay varias calles del barrio llenas de tiendas de bolsos y ropa con aspecto normal o semicutre donde no ves nada de marca. Entras en una tienda y preguntas por lo que de verdad buscas. Cogen un juego de llaves y te llevan a un piso adyacente donde tienen una habitación tienda llena de prendas de ropa, bolsos, relojes, gafas y cinturones.

La zona por donde yo me moví casi todo el tiempo tiene pinta de calle de Karachi más que de Dubai. Las casas están en muy malas condiciones. En los portales había tendederos de ropa. Las escaleras no habían visto el paso de una limpiadora en toda su vida, las paredes estaban desconchadas y había restos de escombros en las esquinas. Sólo faltaban los agujeros de bala en las fachadas. Zapatos, zapatos y chancletas usados por todas partes, en las escaleras, en las puertas de las viviendas, dentro de las viviendas. Ni rastro de sus dueños. Una cosa curiosa curiosa. No existe documento gráfico. Dudo que les hubiera hecho gracia.

La calidad de los bolsos no se acerca ni por asomo a la de Casa Pedro en Estambul, así que desistí de comprar ninguno. Me hice con un reloj chulísimo, una pashmina que me encargó mi madre y un polo de Ralf Lauren. Si me veis por la calle con él puesto haced como que es auténtico.

He empezado a controlar el arte del regateo hasta tal punto que no me reconozco. Para no perder mucho tiempo, me plantaba en un precio un poco por debajo de lo que quería pagar y les decía a los de las tiendas que en España no es costumbre regatear, que aquello era lo que estaba dispuesta a pagar y punto. Al final lo subía dos o tres euros y quedábamos en paz, contentos por ambas partes. Incluso me levanté en una ocasión y me marché de la tienda. Me hicieron volver aceptando mi oferta.

Cuando estuve harta de aquello pedí al indio que me acompañara a la parada de metro, donde me despedí de él con un apretón de manos.

Me dirigí a la plaza Baniyas en busca de mi segundo y principal objetivo, una cámara de fotos a la que le tenía echado el ojo desde hace meses.

La plaza Baniya está en Deira, una zona al este de Dubai donde sientes de verdad que no estás en ese Dubai que te venden sino más bien en El Cairo. La circulación es densa y los ruidos intensos. Hay mucha gente por la calle, gente de todos los colores y aspectos comprando compulsivamente.

Fui entrando una por una en todas las tiendas de electrónica preguntando si tenían el modelo que buscaba. En la octava, cuando ya estaba a punto de desistir, me dijeron que sí la tenían, pero que tendría que esperar unos quince minutos. Es decir, que no la tenían, que alguien la tenía que traer de otra tienda amiga. Por lo poco que pude pillar de las conversaciones telefónicas que mantuvieron, estuvieron regateando para comprarla ellos primero en otro sitio.

Les dije que volvería en media hora a buscarla. Me pidieron que dejara una señal si quería la cámara. Me negué en redondo a soltar dinero sin ver la mercancía. Comenzó un tira y afloja que acabó conmigo poniéndome la mano en el pecho diciendo: Me voy a sentar aquí, no me voy a mover hasta que la cámara llegue. Tenéis mi palabra de que si la cámara está en buenas condiciones y es auténtica, os la voy a comprar. Les encantó tanta teatralidad, así que me senté a esperar durante unos veinte minutos hasta que apareció un individuo con mi deseada cámara, por la que pagué doscientos euros menos que en El Corte Inglés.

Con mi tesoro entre las manos entré en un Kentucky a comer pollo.

Cumplida la misión fijada para el día de hoy, tomé el metro de vuelta al hotel. No os he contado que compré esta mañana una tarjeta para viajar todo el día por todas las zonas al coste de unos tres euros y medio.

Tomé posesión de mi habitación con una ventana desde la bañera a la cama. Deshice el arrugado equipaje y me dispuse a salir otra vez con destino a Dubai Mall, el centro comercial que hay detrás del hotel, con más de mil tiendas, una pista de patinaje sobre hielo descomunal y acuario. Aquí todo se publicita como lo más grande del mundo.

Ir andando queda completamente descartado porque sólo hay aceras en la avenida principal y pocas más, así que fui en dirección contraria hasta la parada de metro y viajé una estación hasta el centro comercial.

Había muchísima gente comprando, patinando, tomando refrescos en las cafeterías o simplemente paseando.

Aquí nadie huele mal. Los hombres se perfuman con fuertes olores para ocultar los posibles malos olores que el calor puede provocar. Pasas junto a uno de esos señores vestidos con la túnica blanca llamada Kandora y huele estupendamente. Estoy por preguntarles qué detergente usan porque a mí la ropa blanca no me sale así de la lavadora ni nueva. En la cabeza llevan un keffiyeh, que es el pañuelo ese que usan los palestinos pero en rojo y blanco o sólo blanco. Se ve perfectamente que los que van así vestidos son la élite. Los tratan de una manera especial en las tiendas y siempre los ves al volante de coches de alta gama.

Compré varias cosas a precios de risa comparado con España.

A las seis volví al hotel a descansar un rato y a vestirme para salir a cenar con Jeanne. Fuimos a un restaurante libanés en las Emirate Towers, donde nos sirvieron una comida deliciosa. Fuimos y volvimos en taxi. Cada carrera nos costó el equivalente a 1,98 euros.

A los vecinos de la mesa de al lado les sirvieron el plato de la foto, que no pude evitar retratar con mi nueva cámara.

A las nueve volvimos al hotel. Entré a oscuras en la habitación para poder fotografiar la vista desde mi ventana. Impresionante, ¿verdad? Os dejo la imagen tomada también de día .

A las diez y media apoyé la cabeza en la almohada y fallecí.

Buenas noches desde Dubai.

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

ay, lo que hubiera dado yo por verte de minifalda,transparencias y licra. Mónica