12 abr 2014

Una cateta en Dubai (Día 7)

04:45 hrs. Suena el teléfono: "Señora, su despertador".
Rauda y veloz me levanté, me arreglé y salí con destino al aeropuerto en un taxi con banda sonora de los Bee Gees.  No había apenas tráfico. Tardé unos quince minutos en llegar. La terminal tres, dedicada en exclusiva a los vuelos de Emirates, estaba en plena actividad, como si no fuera mitad de la noche.
Tardé más de cuarenta minutos en facturar la maleta. 18 kgs. Esta vez no hay misterio que valga. Me han hecho tantos regalos que  la maleta abulta el doble que a la ida. Hasta una daga traigo conmigo. Creo que es la primera vez en años que no vuelvo con una nueva memoria USB de propaganda de alguna empresa. 
Atravesé sin problemas el control de pasajeros. Estuve visitando cada una de las tiendas del Duty Free sin encontrar nada de interés. Aquí el Duty Free no tiene mucho interés, ya que en los Emiratos no se pagan impuestos. Los únicos que tenemos que abonarlos somos los turistas en los hoteles. Desde el 1 de abril se han inventado uno nuevo para ayudar a financiar la Exposición Universal de 2020, que habrá que venir a ver porque he dejado pagada la entrada con lo que me han cobrado. Dado que en Dubai todo se hace más grande y más impactante que en cualquier otro lugar, la Expo va a ser la pera. Garantizado. Tendrán que arreglar el problema del tráfico, sin embargo. Es el único pero que le pongo a la visita, sin hablar de la diarrea.
Ha habido momentos en los que, mirando hacia los edificios, me he sentido como si estuviera en la película de Flash Gordon.  Había uno en particular al que le salían unos tentáculos. Copiado de una película de ciencia ficción, seguro.
Cada vez que me preguntaban por mi nacionalidad, todos contestaban lo mismo: ¿Vives cerca de Marbella? Una de las miembros de WISTA me contó que vendrá de vacaciones a Marbella este verano, cuando termine el Ramadán. Es hija de un armador que tiene cuatro hijas y ningún varón, de modo que no le ha quedado más remedio que ponerlas al frente del negocio. Siempre va envuelta en negro. Aún así fue la más elegante en todo momento. Usa zapatos de tacón espectaculares, combinados con unos bolsos de impresión. Las gafas de sol de Prada que se puso para la visita al puerto fueron lo más. Lleva el rabillo de los ojos pintado como la misma Nefertiti y las cejas perfectamente depiladas.
En la cervecería que tiene Heineken montada en el aeropuerto había gente bebiendo pintas de cerveza a las seis de la mañana.
Nos embarcaron en el avión media hora antes de salir. Era el mismo modelo de Boeing del viaje de ida pero en una versión más moderna. El mando a distancia de la pantalla era como una mini consola y el baño era más amplio, con más detalles, como un bote de perfume encastrado en una base. Los compartimentos para el equipaje encima de los pasajeros eran enormes.
Esta vez vine en una fila de tres con un oriental al otro extremo y nadie entre los dos. El oriental no dio nada de guerra. Ni siquiera se levantó al baño. Aguantó las siete horas y veinte de vuelo como un campeón. Eso es una señora vejiga.
Intenté dormir un rato hasta que nos sirvieron el desayuno. Tenía una parte con pollo, rajas de tomate y queso y otra más normal con pan, mantequilla, mermelada, trozos de melón, piña, melocotón y un croissant caliente.  Del pollo y el tomate mi estómago no quiso ni oír hablar.
Tuve que ponerme el jersey y echarme por encima la pashmina gigante que te prestan por si tienes frío. Tardaron un rato largo en volver a poner la temperatura a un nivel agradable.
Seguí dando cabezadas con mi almohada cervical del chino de enfrente de la oficina medio desinflada, el antifaz y los tapones para los oídos hasta que en un momento dado la única goma que le quedaba viva al antifaz saltó de las costuras y me dejó con el artefacto colgando de media cara. Tuve que cancelar mis intenciones de dormir la mayor parte del viaje porque la luz me lo hizo imposible. En ese momento sobrevolábamos la Península del Sinaí, dejando atrás Arabia Saudita. Un alivio, porque no tiene que ser nada divertido hacer un aterrizaje por una emergencia en ese país. En Dubai comentaron que pocas mujeres van por allí de visita o por negocios. Conseguir un visado es un quebradero de cabeza y viajar con un hombre que no sea tu marido queda completamente descartado. No hace mucho una señora de 70 años tuvo problemas por viajar en un taxi con un taxista que, evidentemente, no era su marido.
En Dubai hay taxis rosa conducidos por mujeres para comodidad de aquellas mujeres que no tengan un marido taxista.
En el avión llevábamos azafatas y azafatos de trece nacionalidades diferentes. Tenía que mirar la chapita donde llevan sus nombres escritos cada vez que se acercaba uno para saber si podía hablarle en español o no.
Delante de mí, separadas por el pasillo, viajaban dos japonesas de unos sesenta años que no pararon de hablar en todo el camino, aparte de meterse entre pecho y espalda dos botellas de vino tinto cada una, la primera con el desayuno. Estuve por aplastarles la cara un poco más con la bandeja para que callaran de una vez.
Estuve viendo una película inglesa. Cuando los protagonistas caminaban por los pasillos del metro de Londres me di cuenta de que en el de Dubai no hay pobres pidiendo, ni músicos, ni chicles pegados a las tapicerías de los asientos.
Los azafatos pasaron innumerables veces con bebidas. Después del segundo zumo de mango me pasé a la Coca Cola para probar las sensaciones de mi estómago. No fue mucho porque las Coca Colas de los aviones son de juguete.
La bolsa para la basura que pasaban de vez en cuando no era como las de los aviones de Ryanair de un supermercado, sino una bolsa marrón con el logo de Emirates.
Nos dieron de comer a la una, hora de Dubai. Cuando llegaron con el carrito a mi altura sólo quedaban menús de cordero. Al abrir la tapa del recipiente mi estómago dijo que de eso ni hablar, así que comí el arroz blanco que iba acompañando al animal, unas galletas saladas con queso de untar y una magdalena de chocolate flotando en natillas.
Sobrevolamos el Canal de Suez, Tobruk, el sur de Sicilia, Carthago, Annaba y Cuenca.
Al acercarnos a las Islas Baleares comenzamos a sufrir turbulencias. A pesar de decir por megafonía que nos quedáramos sentados y bien atados, una de las japonesas se levantó para ir al baño.  Es curioso, cada vez que paso por esta zona hay turbulencias. La japonesa volvió sana y salva a su sitio. No se debió de dar un golpe en la cabeza ni nada porque siguió hablando con su amiga del otro lado del pasillo como si tal cosa. ¿Qué venían contándose las dos desde Japón, por Dios?
Aterrizamos sin novedad en el aeropuerto Adolfo Suárez, recogí mi maleta, que fue una de las últimas porque tardó como si la hubieran sacado del fondo del avión, salí de la zona de pasajeros, volví a facturar y a entrar otra vez sin novedad. Me he librado esta vez de ser manoseada.
Oí a una madre sudamericana decir a su hijo: “Juanpa, ¿quieres una carrela?” señalando al stand donde puedes tomar prestados carritos de niño mientras estás por la terminal. Ya sabéis, se llaman carrelas. Por un momento pensé que ya no entendía mi propio idioma después de casi una semana sin hablarlo.
Di un paseo por entre las tiendas y me senté a ver un episodio de Sherlock en el iPad. Comí unas galletas saladas que llevaba en la bolsa para no estar con el estómago vacío.
Me entretuve estudiando mi tatuaje. Tranquilo, papá, se borra en diez días. Pensar que hay gente que en un arrebato como el que tuve ayer en el campamento se hace uno para toda la vida.
A las seis menos cuarto nos metieron en un autobús para llevarnos al mini avión de Iberia que nos trasladaría a Sevilla. Por el camino saqué fotos del cielo con mi cámara nueva. ¡Qué contenta estoy con mi cámara nueva!
En Sevilla, al recoger la maleta, observé que había desaparecido el candado, que estoy totalmente segura que llevaba puesto cuando volví a facturar en Madrid. Cada vez que recojo mi maleta de la cinta le hago una inspección general para ver si hay algo roto. De hecho, esta maleta que tengo ahora me la tuvo que pagar Iberia tras dañar la anterior que me había dado Easy Jet por el mismo motivo. Fui al mostrador de reclamaciones, donde me dijeron que no se hacen cargo de elementos externos rotos o desaparecidos y que si faltaba algo de dentro no era problema suyo, que es como si te roban en casa. Una mierda muy gorda para Iberia. Abrí la maleta delante del sujeto. Parecía que estaba todo en orden.
Mi taxista favorito me estaba esperando. Me depositó en la puerta de casa una hora más tarde, sobre las nueve de la noche.
A partir de mañana dieta Margarita, que es la que me sienta bien.
Buenas noches desde mi camita.

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