24 jun 2014

Una cateta en Nápoles (Día 1)

A las doce menos cuatro minutos me recogieron mis ancianos padres en la puerta de casa para llevarme al aeropuerto. Tardamos exactamente una hora y veinte minutos, circulando a la despeinante velocidad de 91 km/horacon momentos en los que corríamos a la friolera de 88 km/hora, aunque he de decir en descargo del conductor que era cuesta arriba y llovía.

Comimos en una curiosa venta llamada Casa Bartolo, justo después del aeropuerto, donde vendían botos de Valverde del Camino, navajas de Albacete, jamones, garrafas de aceite y llaveros de España. Os hacéis una idea del entorno, supongo.

Sin haber abierto la boca nos plantaron en medio de la mesa una fuente con cuatro hojas de lechuga, una cebolla cortada y cuatro trozos de tomate. Creo que lo llaman ensalada. No comimos del todo mal para ser una venta llamada Bartolo junto a una gasolinera llena de camiones y camioneros.

Volvimos sobre nuestros pasos para entrar en el aeropuerto. Me puse a la cola de facturación de Ryanair nada más llegar. La verdad es que da para mucho esto de Ryanair. Estábamos los que viajábamos a Roma y los que iban a Marrakech. Mientras nosotros esperábamos, algunos de ellos iban facturando y otros sólo lo intentaban. En seguida notas quién ha leído con detenimiento las instrucciones de la web de la línea aérea y quién no ha hecho ni puñetero caso. Estaban los que llegaban a facturar sin la tarjeta de embarque imprimida. Pasen ustedes por el mostrador de la compañía que les van a meter una penalización que se van a quedar temblando. Estaban los japoneses que no sabían que para facturar equipaje hay que pagar una tarifa antes de imprimir la tarjeta en casa. Pasen ustedes por el mostrador de la compañía que les vamos a cobrar más por la maleta que por sus cuerpos. Y estaban las sevillanas que se iban de vacaciones a Marruecos con 22 kg a la ida y tuvieron que sacar las cosas más inverosímiles de la maleta para que aquello pesara los 20 kg por los que habían pagado. Esperemos que no compren mucho.

Yo saqué los billetes con 15 kg a la ida y 20 a la vuelta, por aquello del misterio que se produce cuando vuelvo a casa después de una aventura en el extranjero. La maleta pesó 9.5 kg. De verdad, de verdad, estoy haciéndome máster del universo de los equipajes.

Uno de los japoneses sacó el móvil del bolsillo. Pensé que se iba a hacer un selfie, pero no, el tío utilizaba la cámara para peinarse. Tomad nota para cuando no haya espejos cerca.

A las tres y media despaché a mis ancianos padres de vuelta para casa y atravesé a la zona de viajeros sin novedad, sin tocamientos.

Di una vuelta por las tiendas. Me encontré con un Seat 850 pintado con la bandera de España. De verdad, papá, ¿cómo hacíamos para recorrer España de punta a punta en un chisme tan pequeño? No lo recordaba tan chiquitín. Y tenía sus asientos de escay, a los que se nos pegaban las piernas cuando atravesábamos Extremadura en pleno mes de agosto de vuelta a casa. Es el tipo de experiencia que te forja el carácter o te deja traumatizada para toda la vida. No tengo claro cuál de los dos es mi caso.

Una vez recorridas todas las tiendas, las pocas tiendas que hay en el aeropuerto de Sevilla, reparé en la pantalla anunciando las salidas. Mi vuelo tenía casi una hora de retraso. Me senté a leer tranquilamente. De vez en cuando me levantaba a mirar la pantalla. Cada vez añadían cinco minutos más de retraso. Menosssss mal, menossss mal que no se me ocurrió sacar el billete de tren a Nápoles para esta misma noche porque hubiera infartado allí mismo.

Me dio tiempo de ver el comienzo del último partido de España en el Mundial. Como no vi ninguno de los otros dos me pareció oportuno al menos ver cómo es un Mundial en Brasil.

Enseguida nos llamaron para embarcar. Fuimos andando por la pista. Nos tuvieron de pie a pleno sol detrás de una pantalla metálica esperando a que aparcara otro avión junto al nuestro. No lo vimos pero lo oímos perfectamente. Fue atronador. En el hueco entre nosotros y la pantalla había una colección curiosa de objetos: tres llaves de maleta oxidadas, un tenedor de plástico, una alcayata, un vaso, una hoja impresa con unos horarios y la hebilla de una maleta. Me preocupó especialmente lo de las llaves.

A las seis y media estábamos todos hacinados en el avión. Ha perdido emoción esto de Ryanair. Ahora te asignan el asiento al imprimir la tarjeta de embarque. No es necesario correr por la pista para sentarte donde más te guste. También han eliminado a la sargento mayor que te hacía meter la maleta o la mochila en ese artefacto que mide el tamaño de tu equipaje. Incluso puedes llevar el bolso contigo.

Despegamos a las siete y cuarto, con dos horas de retraso.

Me tocó ventanilla junto a una pareja de italianos muy agradables que se querían mucho porque no dejaron de manosearse en todo el camino, al igual que a un paquete de roscos de pan que abrían de vez en cuando y comían a palo seco. A las nueve de la noche estuve a punto de arrancárselo de las manos para devorar lo que quedaba. Maldita la hora en que guardé mis galletas en la maleta en lugar de llevarlas en la mochila. Tenía un hambre de locos.

Aterrizamos a las nueve y veinte en Ciampino. Aplaudieron al piloto a rabiar y decían “bravo, bravo”. Sólo les faltó llamarlo torero. Los componentes de un cuadro flamenco se arrancaron a tocar las palmas. Uno de ellos tuvo problemas al embarcar porque quería viajar abrazado a su guitarra y le dijeron que de eso nada, que para ir con ella tenía que haberle sacado billete. A la bodega con ella.

Tardamos dos horas en hacer el trayecto que originalmente se anunciaba en tres. No me preguntéis cómo es posible porque no lo sé, aunque se me ocurre pensar que, si no hay retraso, vienen a paso de carreta para ahorrar combustible.

Mi maleta salió de las primeras, justo cinco minutos antes de la hora en que salía mi autobús para el pueblo de Ciampino, o al menos eso era lo que yo pensaba, porque al llegar a la parada me encontré con que habían tachado del panel horario el de las 21:50 con un boli. Respiré hondo y me senté pacientemente a esperar al de las 22:40. Se sentaron a mi lado un padre y una hija mochileros de Baltimore. Estuvimos charlando hasta que llegó nuestro transporte. La hija le decía al padre que le gustaría vivir aquí. Y yo pensé que a nosotros nos gustaría vivir allí.

Montamos en el autobús. En cinco minutos llegué al pueblo de Ciampino, pueblo de mala muerte donde tenía reservado hotel para esta noche justo al lado de la estación del tren.

En el mostrador del hotel me encontré con una chica negra que hablaba un inglés macarrónico y que no tenía noticias de mi reserva. Aluciné porque desde Sevilla les escribí un mensaje diciendo que llegaría más tarde y me contestaron que me estarían esperando. Le mostré en mi iPad copia de la reserva y me dijo que no era ese el hotel, sino uno con el mismo nombre en la acera de enfrente cuatro casas más arriba. Os juro que en la web daban la dirección de éste e incluso las fotos coincidían.

A la puerta del verdadero hotel estaba esperándome una chica amabilísima que me llevó a mi habitación. A ver cómo os lo explico. Es como si te quedas con varios pisos de un edificio y los conviertes en habitaciones individuales, todo muy limpio y muy moderno pero con aire casero, sin mostrador de recepción tan siquiera.

Estoy sola en toda la planta, con las llaves de la puerta principal en mis manos. Por eso pedían en la web que se avisara si llegabas un poco tarde y que había que pagar en efectivo.

Tengo todo cerrado a cal y canto, con pestillos y vuelta de llave, aunque no parece que sea un sitio en absoluto peligroso.

Buenas noches desde Ciampino.

 

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