Antes de las ocho estábamos Laura y yo
despiertas. Ella se fue a las ocho y media porque volaba a Barcelona desde
Nápoles. Yo me levanté tranquilamente y bajé a desayunar a las nueve con
Rosana, una francesa residente en Suiza, una marroquí residente en Francia, una
maltesa residente en Suiza y una griega residente en Grecia. A las nueve y
media nos despedimos, recogí la maleta de la habitación y tomé un taxi con
destino a la estación de tren. Antes de subir negocié con el taxista el precio
para evitar problemas. Quedamos en quince euros. Cuando el taxímetro llegó a
esa cantidad, paró el taxi y me bajó. Menos mal que estábamos a unos metros de
la estación. Napolitana de toda la vida y harta de tanta tontería, levanté el
brazo y paré el tráfico para atravesar el paso cebra que me llevaría a la
estación.
No sólo los coches y las motos van como
locos, también los barcos. Ayer, al salir del puerto, otro ferry nos adelantó por
babor a nosotros y a la canoa de los prácticos haciendo un giro por delante que
casi nos lo comemos.
El tren Frecciarossa salió a las once con
destino a Milán parando en Roma. Unos minutos antes de la partida, cómodamente
sentada en mi butaca, se me acercó un individuo empeñado en venderme unos
calcetines blancos. Luego pasó otro vendiendo mecheros. No me imagino una
situación igual en el AVE.
Al salir de la estación eché un último
vistazo al Vesubio, cubierto por las nubes, de modo que no tengo del todo claro
si estaba echando humo o no. No he leído nada en las noticias.
Pasó el revisor esta vez. De los seis
trenes que he cogido en Italia sólo en éste me pidieron el billete.
Cuando faltaban veinte minutos para llegar
a Roma pasaron dos camareros sirviendo aperitivos. Yo tomé una Coca Cola con
cacahuetes, por cortesía de Trenitalia.
El tren llegó puntualmente a las doce y
diez a Roma. En las pantallas del vagón anunciaban los andenes de otros
destinos, entre ellos el mío. Andén 18. En diez minutos salía mi tren con
destino a Ciampino. Tenía el billete comprado de ida y vuelta, así que fui
directamente a buscar el andén. Como he leído todos los libros de Harry Potter,
no me resultó extraño que hubiera un andén 17 y a continuación el 19. Sin
rastro del 18. Pregunté a dos señores con chalecos reflectantes utilizando la
palabra número 24 que he aprendido estos días: “binari”, que significa vías.
Al igual que el andén nueve y tres cuartos de Harry Potter, el 18 aparecía
misteriosamente caminando entre el 17 y el 19.
Subí al tren de ventanas de
guillotina y cristales opacos. A éste de hoy le han cambiado la tapicería
recientemente.
En quince minutos estábamos en Ciampino.
Estupendo, porque a la una salía el siguiente autobús con destino al aeropuerto
desde la puerta de la estación. Me senté a esperarlo al sol. Gracias a la
amabilidad de un vecino del pueblo, que tenía su red wifi en abierto, pasé la
espera conectada a internet desde el móvil. El autobús salió a la una menos
cinco, así que si alguien llegó a cogerlo con el tiempo justo se encontró con
un palmo de narices. El chófer me cobró dos billetes, uno por mí y otro por la
maleta. Había leído en internet que suelen hacerlo, aunque el de la ida sólo me
cobró uno.
A la una y diez estaba entrando en el
aeropuerto de Ciampino. El vuelo salía a las cuatro y media, así que estuve
dando vueltas, aunque vueltas casi en redondo, porque el aeropuerto es
diminuto. Está invadido por Ryanair.
Aunque en los paneles decía que no te
pusieras en la cola de facturación más de dos horas antes de tu vuelo, viendo
que no había mucho público me hice la loca y facturé. 11 kilos.
Delante de mí facturó un grupo de monjas
alemanas acompañadas de un cura que las protegía de los peligros mundanos. Una
de ellas estuvo todo el rato con el bolso abierto. Estaba en las manos
de Dios.
Pasé a la zona de pasajeros sin novedad.
Había dos mostradores vendiendo bocadillos, un duty free diminuto y una tienda
de objetos de diseño, donde me entretuve viendo memorias USB con forma de pinza
de colgar la ropa.
La zona de embarque parecía un campo de
refugiados con gente tirada por los suelos comiendo bocadillos. Todos
los destinos estaban mezclados en una única sala.
Aunque no tenía mucha hambre, a las tres y
cuarto decidí adquirir un bocadillo de jamón york y queso que me tostaron en
una plancha. Sabía a plástico. Al señor negro de plástico que viajó ayer con
nosotras a Capri seguro que le hubiera encantado.
Mi avión salió con diez minutos de retraso.
Viajaban de vuelta conmigo los integrantes del cuadro flamenco de la ida. Esta
vez habían comprado billete para la guitarra, que iba cómodamente sentada en
ventanilla. Cuando estábamos descendiendo para aterrizar, los palmeros
nos deleitaron con unos minutos de flamenco.
Me tocó al lado una señora muy cursi que
iba acompañada de una adolescente a la que no dejó de dar consejos sobre
homeopatía y nutrición. Tuve que ponerme los cascos para no darle un par de
bofetadas.
Con diez minutos de retraso aterrizamos en
Sevilla. El piloto frenó por la pista como si fuera napolitano.
Mis ancianos padres me esperaban a la
llegada.
Volvimos a casa a paso de carreta, pero no
por culpa del conductor, sino por los conos que ponen los domingos para que los
sevillanos tengan un carril más cuando vuelven de la playa.
A las nueve y cuarto estaba por fin de
vuelta.
Buenas noches desde mi casita.