A las seis de la mañana desperté sin
remedio. Estuve intentándolo hasta las seis y veinte sin éxito. Me levanté y me
asomé a la ventana. Llovía. El Vesubio no se veía bien por culpa de las nubes.
Preocupante.
La habitación tiene dos vistas diferentes.
Por un lado están el Vesubio, la bahía de Nápoles y el Castel dell’Ovo, y por
otro está la otra versión de Nápoles. Aunque esta zona es de las mejores
de la ciudad, hay callejones y rincones donde te das de bruces con la realidad.
Bajé a desayunar a las ocho y media. Tardé
en llegar al comedor exactamente un cuarto de hora. El ascensor me dejó en la
primera planta en lugar de la entreplanta. Bajé pensando que estaba allí el
comedor porque había una vitrina con unas vajillas frente a los ascensores. No,
no era allí. Intenté coger el ascensor de nuevo sin éxito. No encontraba por
ninguna parte las escaleras para bajar andando. Por fin apareció una chica
vestida de “vengo a un congreso”. Empujó la pared frente a los ascensores y
apareció una puerta que daba a las escaleras. Había gente subiendo y bajando
con el mismo problema que yo. Dado que no me esperaba nadie en ningún sitio no
me estresé lo más mínimo.
El comedor está mirando al Castel dell’Ovo.
Las mesas junto a la ventana estaban muy solicitadas. Como yo estaba sola pude
sentarme en una pequeñita con buenas vistas.
Entre otras vituallas tuve la oportunidad
de probar el sfogliatelle napolitano, una delicia para la boca.
Masticas notando todas y cada una de las hojas que componen el hojaldre. En el
centro hay un poco de crema.
Mientras masticaba observé bastante gente
haciendo deporte por el paseo marítimo, aunque la mayoría no hacía uso de la
ancha acera, sino que corrían por mitad de la calle, algunos incluso con los
auriculares puestos. Cierto es que no había mucho tráfico, pero lo había. Pasó
un furgón de policía circulando todo el tiempo por encima del carril bici, a
pesar de que en ese momento no pasaba ningún coche por donde ellos tenían que
haber circulado. Pararon delante de la entrada del castillo. Más tarde pasé por
al lado de los dos policías que lo ocupaban. Ambos estaban muy entretenidos con
sus teléfonos móviles. Creo que si les robo el furgón ni se enteran.
Subí a la habitación aún sin decidir si
iría a Pompeya o no, debido al riesgo de lluvia. Según mi iPhone estaría
nublado pero con pocas probabilidades de agua. Como lo que dice mi iPhone va a
misa, me eché la mochila a la espalda y salí en dirección a Via Toledo para
coger el metro hasta la Plaza Garibaldi. No es que el metro en Toledo esté
cerca, pero al menos me ahorraba andar la mitad del recorrido, en previsión de
las horas que pasaría caminando por Pompeya.
Me sorprendió agradablemente la estación de
metro Toledo. Es muy moderna, luminosa y sorprendentemente limpia; no así la
calle del mismo nombre. Había bolsas de basura apiladas junto a las papeleras.
¿A qué hora pasarán los basureros en este pueblo?
El billete de metro no estaba a la venta ni
en las máquinas expendedoras ni en un mostrador donde normalmente comprarías un
billete de metro. Me lo vendió la señora del kiosco de caramelos.
En Garibaldi encontré la estación
Circumvesuviana, una red de trenes que se mueven por la región. Son cutres,
incómodos, antiguos, sucios y cómicos. En mi vagón viajábamos tres
turistas, dos gitanas rumanas con una bolsa de plástico enorme llena de
croissants y lo más granado de la sociedad napolitana. Por supuesto, el aire
acondicionado consistía en abrir las ventanas de guillotina para que circulara la
brisa. A esa hora ya había 32 grados en la calle, a pesar de estar nublado.
Comenzó a sonar un acordeón y las gitanas
rumanas se volvieron al unísono para ver si era un primo suyo el que tocaba.
El tren tardó una media hora en llegar a
Pompeya. En algunas estaciones por el camino no se sabía dónde estábamos porque
los carteles estaban totalmente cubiertos con grafitis. Durante todo el
recorrido pude observar el Vesubio con detenimiento. Todo en orden.
En Pompeya tuve que esperar un rato de cola
para hacerme con la entrada a las ruinas. Cayó un poquitín de agua, lo justo
para demostrar que el iPhone tenía razón.
Hacía calor pero era soportable gracias a
que de vez en cuando soplaba algo de aire procedente del golfo. Un día al sol
en Pompeya debe ser una experiencia aterradora, casi tanto como ver venir la
lava desde el Vesubio.
Mereció la pena la visita. No se me hizo
nada pesada a pesar de las muchas horas de andar y andar entre las ruinas. Es
alucinante cómo se conservan las pizzerías, los frescos, los mosaicos,
las casas y las calles. Se ven perfectamente los surcos que las ruedas
de los carros dejaron en el suelo.
También me pareció alucinante que todo se
pueda pisar, tocar y destrozar. En días de poco público te puedes llevar un
martillo y un cincel para volver a casa con una cariátide miniatura en la
mochila. Vi a una indeseable descansando tirada encima de un trozo enorme de
mármol con los pies puestos en una pared. Me acordé de un sujeto que se subió a
los restos de una columna en Atenas para sacar una foto y la vigilante casi lo
baja de allí a patadas.
Ahora mismo me palpitan los pies. Caminar
por aquellas calles de piedras desiguales ha sido toda una experiencia
con los zapatos de turista que compré en Dubai. Una magnífica adquisición que
me ha venido estupendamente hoy. No sé cómo tendrán los pies las señoras que
iban en chanclas o en sandalias con una mínima suela de cuero. A una la vi
incluso de tacones.
A las tres puse fin a la visita. En lugar
de comer en alguno de los muchos restaurantes para turistas que había a la
entrada del recinto, decidí coger el tren de vuelta a Nápoles y probar suerte
cerca de la estación. Pasaba uno justo cuando llegué al andén, así que a las
tres y media ya estaba de vuelta en la plaza Garibaldi.
Junto a mí viajó una pareja de jóvenes
japoneses. El soltó una exclamación como las de los dibujos animados japoneses
mientras señalaba al Vesubio. Se me puso el corazón en la boca durante un
momento porque a través de los cristales casi opacos se distinguía humo por
encima del volcán. Pero no, era una nube traicionera.
Después del bendito silencio de Pompeya,
por donde de momento no circulan coches, pero todo se andará porque estos
napolitanos son capaces de todo, el estruendo de la circulación por los
alrededores de la estación me pareció insoportable.
Bajé caminando por Corso Umberto I hasta Via
Duca di S. Donato, donde está A Casa Di Federico, una pizzería que le
recomendaron a Laura y a la que teníamos pensado ir a cenar mañana. Pedí otra
Margherita más que nada para comparar con la de ayer. Esta era grande,
aunque se dejaban ver los bordes del plato. Estaba muy rica, riquísima, pero
creo que la de ayer era aún mejor. El punto que le dio la mozzarella de búfala
no lo tenía ésta. No dejé nada en el plato, sabiendo que me quedaría otra vez
sin cenar.
A las cuatro salí del restaurante y seguí
bajando por Umberto I admirando los edificios, unos muy bien restaurados y
otros muy maltratados. En la Piazza Nicola Amore los edificios tienen
señores cariátides adornando las fachadas. Los de Pompeya están mejor tratados
que éstos, a los que les hace buena falta un cepillado para quitarles la
mierda.
Volví a pasar por la oficina de correos. Sin comentarios.
Llegué a Via Toledo y bajé poco a poco
hacia el hotel. Se me ocurrió mirarme las manos porque las sentí raras. Las
tenía hinchadas como nunca en la vida me las había visto. Ni siquiera podía
cerrarlas con normalidad y el anillo lo tenía incrustado en la carne, cuando
normalmente me baila en el dedo. Consecuencia de las muchas horas de andar con
los brazos colgando sin levantarlos apenas. Continué hasta el hotel con las
manos levantadas y moviendo los dedos como si estuviera tocando unas
castañuelas. Menos mal que aquí no conozco a nadie.
Por fin en la habitación me quité los
zapatos y me tiré de cabeza a la cama. Me conecté a internet para descubrir que
Laura no llegaba hoy como estaba previsto porque le habían cancelado el vuelo
debido a una huelga de controladores en Francia. A ver si hay más suerte
mañana.
Me di una ducha que me dejó nueva y me
tumbé otro rato en la cama. A las seis y media me obligué a salir otra vez a
pasear por el lado contrario de la calle Partenope. Hay unos edificios muy
bonitos en esta calle, mirando al mar, con terrazas restaurante en los bajos.
Había mucha gente paseando, patinando y montando en bici. Todos por el lado
contrario por el que deberían ir. Descubrí por qué hay tan poco tráfico en la
calle. Está cortada por unos maceteros para los coches que vienen disparados
desde Via Francesco Caracciolo. Aún así, se nos cuelan algunos por las
bocacalles.
Paseé por los alrededores del Castel dell’Ovo. Había gente muy elegante entrando en el castillo. El viernes entraré
yo también muy elegante a cenar dentro.
A las ocho volví a entrar en el hotel para
no volver a salir. No sé si mañana seré capaz de salir de la cama.
Buenas noches desde Napoli.
1 comentario:
A room with a view of the castle, how fortunate you are. Enjoy Naples!
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