Desperté sin
despertador a las seis y cuarto por culpa de la luz que se filtraba por las
contraventanas. Me levanté, desayuné y salí del extraño hotel dejando las
llaves encima de la mesa de mi habitación, tal y como había convenido ayer con
la dueña. Dormí estupendamente, como si
estuviera en casa.
A las siete de la
mañana había una actividad tremenda en el pueblo y en la estación de tren en
particular. Utilizando las 23 palabras que conozco del idioma italiano adquirí
un billete de ida y vuelta a Roma Termini. En estas 23 no incluyo los insultos,
que conozco también unos cuantos gracias a dos hermanas de Monza que estudiaron
conmigo en Inglaterra. Normalmente se hablaban en inglés para practicar, pero
cuando se desataba tormenta, salían de aquellas bocas verdaderas barbaridades.
Incluso una vez la mayor le dio una patada a la más joven y la llamó “móngola,
espástica”.
A las siete y
cinco subí a un tren como quien sube a la máquina del tiempo. Hace por lo menos
25 años que no he visto uno igual en España. Era un artefacto con ventanas de guillotina opacas de
tanta mierda y asientos de escay. Pasamos por debajo de un acueducto romano, de
los de la época de Astérix. Tardamos diez minutos en llegar a Roma Termini, o
al menos al mismísimo principio de Roma Termini porque tuvimos que andar otros
diez minutos para llegar a la estación en sí. El edificio es de la época del
Duce. Sólo le faltaban las banderolas fascistas. En Nápoles descubrí más tarde
otros dos edificios de la época, la sede del Banco de Napoli y la oficina de
correos. Son inconfundibles.
Los trenes de
alta velocidad se llaman Frecciarossa, Frecciabianca y Frecciargento. El mío
era un Frecciarossa. Efectivamente, papá, los motores son Fiat. Estos
trenes están mezclados con los regionales, sin ningún tipo de parafernalia
especial para acceder a ellos. Ni siquiera me pidieron el billete a bordo de la
carroza. No es coña. Los vagones se llaman “carrozza” en italiano. Tienen
acceso a internet gratis y facilitan datos a tiempo real en su web.
Aún siendo las
diez y media de la mañana, me dieron la habitación. Es la primera vez que me
pasa. Un botones sin botones me subió la maleta y me mostró dónde estaba el
cuarto de baño, como si fuera difícil encontrar el cuarto de baño dentro de una
habitación de hotel.
Lo primero que
hice fue asomarme a la terraza para disfrutar de las vistas. Eso del
fondo es el Castel dell’Ovo. Hay un barco italiano con este nombre. A bordo
tuvimos hace tiempo una conversación relativa a por qué se llama así el
castillo puesto que no tiene forma de huevo. Al parecer se trata de una leyenda
relacionada con Virgilio y un huevo que si no se movía de su posición todo iba
bien. Supongo que el huevo se pudrió y alguna desgracia sucedería.
A las once salí a
la calle dispuesta a comerme a Nápoles antes de que Nápoles me comiera a mí. Mi
padre me ha visto salir con destino a los lugares más insospechados sin
inmutarse. Cuando le conté que iba a venir me dijo: “Ahí ya puedes tener
cuidado”. Y es que Nápoles cuenta con el mayor número de chorizos por metro
cuadrado de toda Europa.
La pizza era tan
grande que no se veía el plato. Me enfrenté a ella valientemente, tan
valientemente que no he podido cenar.
Al abandonar el
establecimiento recorrí la calle en ambas direcciones, primero hacia Porta
Capuana, aunque no llegué hasta allí porque poco a poco me fue pareciendo que
la zona se volvía peligrosa, aunque yo iba pegada a un cura jovencísimo con
larga sotana que seguramente hubiera dado su vida por mí sin ningún problema.
Di media vuelta y seguí a cuatro prostitutas brasileñas, a las que dejé
enseguida para girar a mano derecha y visitar el Duomo, que es la catedral,
donde tienen la sangre coagulada del patrón, San Genaro. Esta sangre tiene que
licuarse dos veces al año, en dos días concretos. Si no es así, sucede una
desgracia. Lo del Vesubio creo que no tiene nada que ver porque el tal Genaro
no había nacido.
Hay militares
destacados por toda la ciudad para mantener el orden pero ni se
inmutaron ante la escena.
Volví por el
mismo camino, bajé por Via Toledo, entré en un par de tiendas sin comprar nada,
me asomé a la famosa heladería Gay-Odin pero fui incapaz. La pizza ocupa todo
el hueco disponible. Mañana lo intentaré.
A las seis de la tarde
se hizo el silencio en las calles. Desaparecieron las motos y los hombres.
Estaban todos metidos en los bares, parados en los escaparates de las tiendas,
incluso dentro de los supermercados viendo el partido del Mundial. Yo fui
andando poco a poco hacia el hotel para quitarme la ropa que llevaba pegada
como una pegatina y el olor a camionero, dándome una ducha y poniéndome
inmediatamente en horizontal. Previamente subí a la azotea para echar un
vistazo al Vesubio desde la piscina. Todo en orden.
Italia perdió
contra Uruguay y vuelven para casa como volvimos nosotros ayer. Me alegro mucho
de estar guarecida en mi habitación, porque debe de haber mucho napolitano
rabioso por la calle en este momento.
Se me olvidaba.
En la puerta del hotel hay una moto aparcada con la matrícula hecha de cartón y
escrita a rotulador, pegada con cinta de embalar.
Buenas noches
desde Nápoles.
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