29 jun 2014

Una cateta en Nápoles (Día 7)

Antes de las ocho estábamos Laura y yo despiertas. Ella se fue a las ocho y media porque volaba a Barcelona desde Nápoles. Yo me levanté tranquilamente y bajé a desayunar a las nueve con Rosana, una francesa residente en Suiza, una marroquí residente en Francia, una maltesa residente en Suiza y una griega residente en Grecia. A las nueve y media nos despedimos, recogí la maleta de la habitación y tomé un taxi con destino a la estación de tren. Antes de subir negocié con el taxista el precio para evitar problemas. Quedamos en quince euros. Cuando el taxímetro llegó a esa cantidad, paró el taxi y me bajó. Menos mal que estábamos a unos metros de la estación. Napolitana de toda la vida y harta de tanta tontería, levanté el brazo y paré el tráfico para atravesar el paso cebra que me llevaría a la estación.
No sólo los coches y las motos van como locos, también los barcos. Ayer, al salir del puerto, otro ferry nos adelantó por babor a nosotros y a la canoa de los prácticos haciendo un giro por delante que casi nos lo comemos.
El tren Frecciarossa salió a las once con destino a Milán parando en Roma. Unos minutos antes de la partida, cómodamente sentada en mi butaca, se me acercó un individuo empeñado en venderme unos calcetines blancos. Luego pasó otro vendiendo mecheros. No me imagino una situación igual en el AVE.
Al salir de la estación eché un último vistazo al Vesubio, cubierto por las nubes, de modo que no tengo del todo claro si estaba echando humo o no. No he leído nada en las noticias.
Pasó el revisor esta vez. De los seis trenes que he cogido en Italia sólo en éste me pidieron el billete.
Cuando faltaban veinte minutos para llegar a Roma pasaron dos camareros sirviendo aperitivos. Yo tomé una Coca Cola con cacahuetes, por cortesía de Trenitalia.
El tren llegó puntualmente a las doce y diez a Roma. En las pantallas del vagón anunciaban los andenes de otros destinos, entre ellos el mío. Andén 18. En diez minutos salía mi tren con destino a Ciampino. Tenía el billete comprado de ida y vuelta, así que fui directamente a buscar el andén. Como he leído todos los libros de Harry Potter, no me resultó extraño que hubiera un andén 17 y a continuación el 19. Sin rastro del 18. Pregunté a dos señores con chalecos reflectantes utilizando la palabra número 24 que he aprendido estos días: “binari”, que significa vías. Al igual que el andén nueve y tres cuartos de Harry Potter, el 18 aparecía misteriosamente caminando entre el 17 y el 19.
Subí al tren de ventanas de guillotina y cristales opacos. A éste de hoy le han cambiado la tapicería recientemente.
En quince minutos estábamos en Ciampino. Estupendo, porque a la una salía el siguiente autobús con destino al aeropuerto desde la puerta de la estación. Me senté a esperarlo al sol. Gracias a la amabilidad de un vecino del pueblo, que tenía su red wifi en abierto, pasé la espera conectada a internet desde el móvil. El autobús salió a la una menos cinco, así que si alguien llegó a cogerlo con el tiempo justo se encontró con un palmo de narices. El chófer me cobró dos billetes, uno por mí y otro por la maleta. Había leído en internet que suelen hacerlo, aunque el de la ida sólo me cobró uno.
A la una y diez estaba entrando en el aeropuerto de Ciampino. El vuelo salía a las cuatro y media, así que estuve dando vueltas, aunque vueltas casi en redondo, porque el aeropuerto es diminuto. Está invadido por Ryanair.
Aunque en los paneles decía que no te pusieras en la cola de facturación más de dos horas antes de tu vuelo, viendo que no había mucho público me hice la loca y facturé. 11 kilos.
Delante de mí facturó un grupo de monjas alemanas acompañadas de un cura que las protegía de los peligros mundanos. Una de ellas estuvo todo el rato con el bolso abierto. Estaba en las manos de Dios.
Pasé a la zona de pasajeros sin novedad. Había dos mostradores vendiendo bocadillos, un duty free diminuto y una tienda de objetos de diseño, donde me entretuve viendo memorias USB con forma de pinza de colgar la ropa.
La zona de embarque parecía un campo de refugiados con gente tirada por los suelos comiendo bocadillos. Todos los destinos estaban mezclados en una única sala.
Aunque no tenía mucha hambre, a las tres y cuarto decidí adquirir un bocadillo de jamón york y queso que me tostaron en una plancha. Sabía a plástico. Al señor negro de plástico que viajó ayer con nosotras a Capri seguro que le hubiera encantado.
Mi avión salió con diez minutos de retraso. Viajaban de vuelta conmigo los integrantes del cuadro flamenco de la ida. Esta vez habían comprado billete para la guitarra, que iba cómodamente sentada en ventanilla. Cuando estábamos descendiendo para aterrizar, los palmeros nos deleitaron con unos minutos de flamenco.
Me tocó al lado una señora muy cursi que iba acompañada de una adolescente a la que no dejó de dar consejos sobre homeopatía y nutrición. Tuve que ponerme los cascos para no darle un par de bofetadas.
Con diez minutos de retraso aterrizamos en Sevilla. El piloto frenó por la pista como si fuera napolitano.
Mis ancianos padres me esperaban a la llegada.
Volvimos a casa a paso de carreta, pero no por culpa del conductor, sino por los conos que ponen los domingos para que los sevillanos tengan un carril más cuando vuelven de la playa.
A las nueve y cuarto estaba por fin de vuelta.
Buenas noches desde mi casita.

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