Desperté varias veces durante la noche sin
motivo aparente. A las siete y media desperté por última vez. Cuando me miré en
el espejo del baño me encontré con Urtain recién salido de un combate, excepto
por la nariz, que no estaba rota.
Ayer al atardecer, mientras observaba el
hotel desde el castillo, me di cuenta de que las habitaciones tienen persianas.
Gran emoción. Cuando subí, lo primero que hice fue buscar la cinta para
bajarla. No había cinta por ninguna parte. A las tres de la mañana tuve una
visión. ¿Y si el interruptor de las flechitas que hay junto a la cama
acciona un mecanismo que sube y baja la persiana? Ante el riesgo de provocar un
cortocircuito y el consiguiente desalojo del hotel en mitad de la noche, opté
por hacer el experimento a plena luz del día. A las ocho de la mañana probé el
interruptor. La persiana sube y baja.
Estuve tonteando en la habitación hasta que
mi cara tuvo un aspecto medio normal. Bajé a desayunar a las nueve. Habían
arrasado con casi todo, aunque aún quedaban sfogliatelle y otras cosas
interesantes, como brioches y mermelada de cereza. Cuando volví a sentarme
después de servirme comida por segunda vez me encontré con que me habían
recogido la mesa, dejando solamente una cucharilla de postre. No hubo manera de
encontrar un camarero. Es bien difícil cortar un trozo de queso y otro de
salami con una cucharilla de postre. Tuve que limpiarme las manos en el mantel.
La boca me la limpié una vez de vuelta en la habitación.
Como mi iPhone predecía lluvia para mitad
de la mañana, opté por elegir el museo arqueológico para guarecerme. Me armé de
valor y eché a andar Nápoles arriba. Quise visitar primero un par de iglesias
que me quedaban por ver en la zona de Via dei Tribunali porque las encontré
cerradas el martes. Subí por Via Toledo buscando la plaza Dante para girar a la
derecha. No me fue difícil encontrarla porque aquel señor de la estatua del
centro de la plaza era Dante, seguro.
San Pietro a Maiella es del siglo XIV.
Lástima que no dejen sacar fotos dentro porque era una maravilla.
La segunda iglesia que visité fue San
Gregorio Armeno de estilo barroco. En una de las capillas laterales había una
vieja sosteniendo un cesto para limosnas. Justo detrás de mí entró una pareja
de turistas. El se puso a sacar fotos desde la puerta. La vieja empezó a hacer
aspavientos desde la capilla y soltaba improperios en voz baja para que dejara
de disparar. Tuvo que aparecer una monja sudamericana a poner orden.
Seguí subiendo por otra calle paralela a
Via Toledo hasta el museo. En una tienda de comidas vi por segunda vez una cosa
curiosísima. De lejos parece una tortilla de patata pero está hecha de
macarrones con agujero y tomate. No me resulta nada apetecible.
Después de casi una hora andando descontando
la visita a las dos iglesias llegué al museo arquelógico. Hoy no tengo
agujetas, pero los pies me palpitan y me arden. Llegué en un estado lamentable.
Atravesar la calle para llegar a la puerta
fue jugarme la vida. Los pasos cebra no se respetan, y los semáforos casi
tampoco.
Me hicieron dejar la mochila en un
casillero. Sólo pude entrar con la cámara de fotos. Si a alguien se le hubiera
ocurrido mangar el contenido de los casilleros me hubieran dejado en cuadro,
con una cámara de fotos estupenda y cuatro euros en el bolsillo del pantalón.
En el museo hay muchas estatuas romanas,
egipcias y, sobre todo, las cosas interesantes que no se pueden dejar al
alcance de los salvajes en Pompeya. Se han traído paredes enteras con frescos y
muchos mosaicos.
Había dos perros de mármol mirando al techo
y yo, como una tonta, miré para arriba a ver lo que estaban mirando.
Hay una sección que se llama “La cabina
secreta”. Es como un sex shop pero del siglo I.
Me ha dicho mi padre que los señores
cariátide se llaman atlantes. Y Patricia me ha dicho que vajilla se escribe con
“v”. Juro que el ordenador lo corrigió por su cuenta, que debió de pensar que
era algo de poca altura.
Una vez visto todo lo que se podía ver en
el museo, bajé por Via Toledo pensando qué iba a comer, porque pizza otra vez
como que no.
Estuve explorando las calles cerca del
hotel, donde se encuentran las tiendas de lujo. Como pobre que soy, sólo miré
los escaparates.
Me acordé de un restaurante especializado
en risottos que vi ayer por el paseo marítimo y allí fui a comerme una
maravilla que recordaré toda mi vida. Risotto de naranja y limón. Como
hacía un calor que te podía dejar fulminada en la acera, opté por comer dentro,
donde tenían el aire acondicionado a toda pastilla. Una vez comido mi risotto
me fui al hotel a lavarme los dientes. Las cosas de Laura ya estaban en la
habitación.
Salí de nuevo a la calle sin saber muy bien
qué hacer. Pensé que lo mejor era comerme un helado italiano mientras lo
pensaba. Busqué una heladería con buena pinta donde me pedí un cono picolo de
praliné. Menos mal que era picolo, porque si llega a ser grande me sale por las
orejas.
Apretaba el calor que daba gusto. Pensé que
lo mejor era refugiarme un rato en una iglesia fresquita. Escogí la basílica di
San Francesco di Paola en la Piazza del Plebiscito. Según iba yo llegando
apareció un coche con una novia dentro. Empezaron a discutir los de dentro del
coche con algunos de fuera. No me quedó claro si era que la novia estaba
llegando antes que el novio o si alguno de los que discutían con ella desde
fuera era el novio que no quería casarse con ella. El caso es que eran las
cuatro de la tarde de un jueves. ¿Quién se casa un jueves a las cuatro de la
tarde por la iglesia?
El coche arrancó con la novia dentro, el
padrino, el conductor y una amiga de la novia que se metió con ellos. Destino
desconocido.
Decidí que era interesante quedarse allí
para ver el desenlace de la historia.
Fueron apareciendo invitados, todos ellos
vestidos por el enemigo. Uno que parecía llevar la voz cantante discutía por el
móvil. Deduje que hablaba con los ocupantes del vehículo desaparecido. Llegaron
los pajes, una niña y un niño. La niña iba vestida de encaje. El niño llevaba
pantalón corto de cuadros, camiseta como para ir a la playa, sandalias azules y
blancas, calcetines de rayas azules y blancas, pelo pincho engominado y unas
gafas de sol naranja. Siento no poder ofrecer imagen porque quedé paralizada
cuando lo vi ir hacia el altar llevando los anillos de aquella guisa. Y es que finalmente
hubo boda, porque el vehículo que contenía a la novia, el padrino y la amiga de
la novia volvió a aparecer y se bajaron todos muy dignos como si fuera la
primera vez que hacían su aparición delante de la basílica.
El vehículo quedó abandonado en mitad de la
plaza, como si aquello no fuera un monumento nacional donde no se puede
aparcar.
Decidí que ya había tenido bastantes
emociones por hoy, así que poco a poco fui andando hacia el hotel siguiendo el
paseo marítimo desde el palacio real. El Vesubio seguía sin dar señales de vida.
En el hotel estaba Laura esperándome, de
vuelta de una visita a un cliente.
Subimos a la azotea del hotel a charlar un
rato. A las seis bajamos al hall a encontrarnos con Imelda, la presidenta de
WISTA Filipinas, que nos quiso llevar de compras. Ir de compras con Imelda es
entrar en Gucci, Tod’s o Hogan. Nos hicieron la ola en todos sitios y Imelda
volvió cargada de bolsas. Mirad qué bonitos los zapatos de Tod’s para bebé.
A la vuelta, Imelda insistió en que nos
sentáramos en un restaurante a tomar una pizza entre las tres, aunque yo tenía
pensado no cenar y Laura tenía una cita con un cliente a las nueve.
Véase en la imagen cómo el público pasea por en medio de la calle.
A las nueve menos diez volvimos al hotel.
Nos encontramos con tres miembros de WISTA Grecia sentadas en una de las
terrazas por el camino.
Imelda se fue a dormir directamente porque
aún tiene jet lag, Laura se fue a su cena y yo me tiré de cabeza a la ducha y
ahora os escribo.
Buenas noches desde la tórrida Nápoles.
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