Me despertó un sutil olor a jazmín a las
siete de la mañana y ya no pude volver a dormirme, pero me quedé en la cama en
estado semi comatoso hasta las ocho, sabiendo que me esperaba un día entero por
delante de no poder poner las piernas en alto.
Tal y como sospechaba, al darme una ducha
todo el cuarto de baño se mojó, así que tuve que usar una toalla para secarlo
todo. No os cuento cómo quedó el rollo de papel higiénico. Por cierto, la
grifería Roca.
Me quedé en la habitación-camarote hasta
las once, hora límite de salida. Al salir me di cuenta de que al final del
pasillo había una ventana al exterior, a la que corrí a asomarme (foto 2. Es
curiosa la sensación de claustrofobia que puede dar una habitación sin ventana,
por muchas comodidades que tenga.
Bajé a buscar una factura a recepción y di
una vuelta por la Terminal Sur. Mucha tienda de chucherías, sándwiches y
revistas pero poco más.
En el andén del trenecito para desplazarme
a la Terminal Norte tuve ocasión de disfrutar del frío de la mañana. Aunque
está perfectamente cubierto, los laterales están al aire libre. Había gente con
chaquetones y un par de jóvenes con gorros de lana, aunque esto último me
pareció un poco exagerado.
Ya en la Terminal Norte tuve que esperar
una hora para facturar la maleta, así que me senté a ver un episodio de una
serie en el iPad y luego di una vuelta por las mismas tiendas que había en la
otra terminal. No compré lo que tenía que comprar porque sabía que en el Duty
Free lo iba a encontrar más barato, quizás de oferta.
Ya
en la larguísima cola para facturar con EasyJet tuvimos que dejar pasar
a esos grupúsculos de gente que va de vacaciones y llega a los aeropuertos con
el tiempo justo y tienen que acabar corriendo como locos y los pasajeros los
miran con cara asesina cuando por fin suben al avión en el último minuto con
los ojos desorbitados pero sabiendo que lo han conseguido y que va a volver a
pasar la próxima vez.
En el control de pasajeros mi ordenador y
mi iPad pasaron un tiempo superior a lo normal dentro del escáner. Los pobres tienen
un aspecto de lo más inocente. No lo entiendo.
En el Duty Free de WHSmith, tal y como
sospechaba, las chocolatinas Wispa estaban de oferta al comprar dos en lugar de
una. No era mi intención comprar una, ni mucho menos. Adquirí casi todas la que
había en la bandeja, en número par para beneficiarme del descuento. También me
hice con dos Coca Colas de cereza, una para beberla con el sándwich de queso de
la comida y la otra para mejor ocasión. Ahora las venden en España, pero el
sabor no tiene comparación. Nada más abrir el tapón ya notas el olor diferente.
Había Coca Cola de vainilla y con limón.
Esto último me parece una aberración. Echarle limón a la Coca Cola es como
echarle gaseosa a un vino caro.
También vendían, atención atención, una
nueva Coca Cola llamada Coca Cola Life fabricada con productos
naturales. ¿Nos están diciendo que las de toda la vida son sintéticas? No
compré ninguna porque simplemente no me cabía nada más en la mochila.
Me estoy acordando ahora de la foto que me
envió mi hermano esta primavera, otra aberración que supongo una broma de
alguien que tiene poco que hacer y mucha habilidad con el Photoshop.
Confieso que me está costando entender el
acento británico. Sé lo que me están diciendo pero no pillo las frases
completas. Hace tiempo que no visito el país, trato bastante con gente de
Estados Unidos y casi todas las películas que veo son americanas excepto
Downton Abbey. El problema es que en los mostradores del aeropuerto nadie habla
con el perfectísimo acento de clase alta que sí entiendo sílaba por sílaba.
Anunciaron la puerta de embarque de mi
vuelo, la 569, a las dos menos cuarto. Estaba en una zona del aeropuerto que no
conocía y que sospecho es bastante reciente. En lugar de duros asientos había butacas
y un mostrador con taburetes para poder enchufar el ordenador. Allí me senté a
disfrutar del final de mi Coca Cola y de mi primera Wispa mientras
veía cómo llovía a cántaros en el exterior.
Embarcamos a la hora prevista pero salimos
casi media hora tarde por el tráfico en las pistas. El piloto, un inglés
graciosísimo, nos comunicó emocionado que viajaba con una copiloto.
Otra vez llevaba asiento de pasillo. La
chipriota que estaba ya sentada en ventanilla se había equivocado y se había
sentado en la letra A en lugar de la F, así que tuvimos que movernos todos los
de la fila cuando llegaron los dueños de la A y la B con un bebé precioso de
seis meses en brazos. Es la primera vez que me siento junto a un bebé en un
avión. El padre, inglés cien por cien de clase media, ataviado con pantalón de
chándal negro, camiseta de licra blanca y calcetines blancos de deporte, nos
abandonó a la mujer, a su bebé, a mí y a sus zapatos y se fue con un amigote a
la cola del avión, donde se aposentaron como si estuvieran en la barra de un
pub. De vez en cuando aparecía una azafata a cobrarle a la mujer la siguiente
ronda de cervezas que se estaban bebiendo. Cuatro veces vino. Cuatro latas de
cerveza se bebió el sujeto.
El bebé se portó estupendamente, gracias a
Dios. No lloró nada y sonreía todo el tiempo. Por cierto, el individuo
que aparece sentado justo detrás llevaba un iPhone 6, teléfono que tuve la
ocasión de sujetar en mis emocionadas manos en una tienda del aeropuerto. Le
cayó al suelo dos veces, dos. Hay mucha gente desalmada por el mundo.
Cuando ya estábamos rozando tierra apareció
el inglés de los calcetines blancos. Se sentó entre su mujer y yo, me miró y me
preguntó si había tenido un buen vuelo. Muy cocido tiene que ir un inglés para
dirigirte la palabra así por las buenas. Se cuenta la anécdota de dos ancianos
que habían compartido barra de pub durante 40 años sin hablarse porque nadie
los había presentado nunca.
Aterrizamos exactamente cuatro horas
después de dejar tierras británicas, con el inglés sin abrocharse el cinturón
de seguridad.
Tuvimos que ir andando hasta la terminal,
con una temperatura estupenda. Ya eran las nueve y media de la noche en
Larnaca.
Mi maleta apareció, como otras muchas,
completamente mojada. Podemos decir que ha pasado definitivamente a la
categoría de maleta destartalada. Traía en el culo un siete y una hendidura
donde podía meter un dedo. Lástima que no le hayan hecho un desperfecto más
grande porque éstos de EasyJet te dan unas maletas muy apañadas cuando te
rompen la tuya.
Para trasladarme a mi destino final,
Limassol, tenía dos opciones, esperar casi dos horas al siguiente autobús o
tomar un taxi. Dado mi estado lamentable y el hecho de que no sale de mi
bolsillo, decidí tomar el taxi. Era un Mercedes clase E como el de mi taxista
favorito pero en negro y con el volante a la derecha. El taxista hablaba poco
inglés, pero conseguí averiguar que el coche era del año 2012. Ya tenía 509.000
km. En media hora llegamos a mi hotel. Hicimos todo el trayecto por el carril derecho
de la autopista. Si lleva el volante a la derecha, tiene que ir por el
izquierdo, ¿no?
En el hall del hotel había un escándalo
importante. Se estaba celebrando una boda con cantante y bandurrias en directo.
El coche de los novios estaba en la puerta. En lugar de matrícula llevaba una
placa que decía “Just married” y tenía un enorme lazo de encaje en el techo.
Subí a la habitación. Lo primero que hice
fue abrir la maleta para ver si estaba mojada por dentro. No, menos mal.
Me asomé a la terraza. Vi una tiendecita de
ultramarinos en la esquina y bajé a comprar algo para cenar. La tienda estaba
regentada por una señora que cenaba un plato de alubias en el mismo mostrador.
Los únicos bocadillos que ofrecía tenían un contenido misterioso de colores
misteriosos, así que compré una botella de agua y una caja de Pringles, que sé
cómo saben y de qué están hechas.
Me di una ducha y entré en un profundo coma
instantáneamente a las doce de la noche.
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