Al moro no lo oí esta mañana. No desperté
hasta las ocho y cuarto, cuando empezó a sonar insistentemente el teléfono de
Anna-María. Le colgó cuatro veces a quien fuera que no se daba por aludido. Hacía sólo cuatro horas que nos habíamos acostado.
A las nueve y media bajamos a reunirnos con
los demás excursionistas. Nos montaron en un barco y nos pasearon por el
Bósforo, siempre por los alrededores del hotel. Volvimos dos veces a atracar
frente al hotel para recoger a las dormilonas. Sólo desembarcamos en Poyrazköy,
el pueblecito donde comí el domingo pasado.
La delegación suecadisfrutó a
tope de la soleada mañana.
Nos depositaron delante del hotel a las
doce y media en punto.
Despedidas hasta el año que viene.
Nuvara, su hermana Eda, Çagri y la pequeña
Ela nos estaban esperando en el hall para ir a comer juntos. Se nos
unieron tres griegas y dos chipriotas.
Mientras comíamos nos enteramos del
atentado en Ankara. Las chipriotas salieron pitando para el aeropuerto porque
las avisaron de que los controles de seguridad se habían endurecido y alargado.
A las cinco volvimos al hotel un momento
paseando por la orilla del Bósforo, donde decenas de pescadores intentaban
pillar algo para cenar. Un crío acababa de sacar del agua un boquerón.
Calculamos que necesitaría un día entero para obtener los cincuenta boquerones
necesarios para alimentar a su familia.
Como los turcos ven un negocio donde los
demás sólo vemos una explanada, varios listos han colocado teterías
improvisadas para servir los pescadores.
Anna-María, María y yo tomamos un taxi
hasta la parada de metro más cercana para ir hasta Sultanahmet. María se quedó
frita nada más partir. Fue durmiendo como una ceporra todo el camino.
Anna-María y yo nos fuimos riendo todo el
camino de la gente que se sentaba a su lado y la observaba pensando quién sería
aquella loca extranjera que iba totalmente ajena al mundo.
El personal en el metro en general era
bastante normal, exceptuando un par de casos, como una individua con una falda
de Snoopy o un sujeto con un reloj de mesa en la muñeca.
Entramos en el Gran Bazar a echar un
vistazo. Coincidimos con Tosan y las polacas como si el bazar no fuera enorme y
no estuviera lleno de gente.
El auténtico objetivo de la excursión era
visitar Casa Pedro de nuevo. Me recibieron como si me conocieran de toda la
vida. Me enteré por casualidad de que tenían wifi. Me conecté para hablar con
mi madre y enviarle fotos de la mercancía disponible en la tienda. Lo que a
nosotras nos llevó diez minutos a Anna-María le costó más de una hora de
negociación con su madre por Whatsapp.
Llevé conmigo uno de los relojes de Jeanne
para que le cambiaran la pila. Dejó de funcionar el mismo día que lo compró.
A las nueve y media, después de asaltar una
tienda de pashminas, totalmente agotadas, fuimos a coger el metro de vuelta al
hotel haciendo la misma maniobra en sentido contrario.
Esta noche tengo en la habitación a dos
ocupas en lugar de una. María se ha quedado sin pareja para compartir
habitación. Nos han puesto una cama supletoria.
Pidieron la cena al servicio de
habitaciones. Yo no cené. Aún tenía la comida por digerir.
Me puse a hacer el equipaje. Nada más
comenzar supe que iba a ser tarea imposible meter todos los regalos en aquella
maleta sin pasarme del peso límite. Tengo que meter lo más posible en la mochila
y llevar la maqueta del barco en una bolsa colgando del cuello. Va a ser divertido.
Como tenemos una báscula digital en el
cuarto de baño, pensé que sería útil calcular exactamente lo que tengo que
pasar de la maleta a la mochila. No funcionaba. Me costó dos llamadas de
teléfono a recepción que me enviaran a un individuo a arreglar el problema, la
segunda llamada a la una de la madrugada. Habrán pensado que estaba loca por
querer pesarme sin falta a esas horas.
Coincidió que estaban Jeanne y Karen en la
habitación recogiendo el reloj cuando apareció por fin el botones Sacarino a arreglar
la báscula. Nada más irse en busca de una nueva, Jeanne me pidió que le
explicara aquello con detalle. Nos reímos un montón.
Buenas noches desde Constantinopla.
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