4 oct 2015

Una cateta en Constantinopla (Estambul, Día 2)

Tal y como previsto, a cierta hora de la madrugada comenzó a cantar el moro en el minarete a través de los altavoces. Tenía yo unos tapones amarillos preparados junto a la cama. Me los puse junto con una segunda almohada encima de la cabeza. Al ponerme la almohada encima, el tapón de aquella oreja decidió salir del agujero y desaparecer entre las sábanas. Tuve que encender la luz para buscarlo y volverlo a poner en su sitio. Duró poco el canto. Desperté a las seis y media. Después de asearme convenientemente, os estuve escribiendo. Ayer me fue totalmente imposible. Según puse la cabeza en la almohada, entré en coma profundo hasta que el moro se puso a cantar.
A las ocho bajé a desayunar con Karin y Jeanne. A las ocho y cuarto nos esperaba el conductor que nos llevaría a Besiktas, donde íbamos a tomar un barco para hacer una excursión por el Bósforo con la Asociación de Amigos del Instituto Americano de Investigación en Turquía (ARIT).
La idea se le ocurrió a Nuvara cuando supo que organizaban una visita a los castillos del Bósforo hasta llegar al Mar Negro. Cuando nos preguntó si nos interesaba ir con ella y con Çagri, su marido, a mí se me pusieron los ojos a cuadros porque me hacía tela de ilusión subir hasta el Mar Negro.
Eramos 17 personas, en su mayoría norteamericanos expatriados y Thea, una niña de Los Angeles, de madre americana blanca y padre turco blanco. No quisimos entrar en detalles. Thea declaró a la hora de comer que Nuvara era su mejor amiga para toda la vida. Yo quedé en segunda posición solamente.
Hizo algo de brisa, la suficiente para no poder atracar en tres de los destinos previstos, pero no como para hacer el viaje desagradable.
Nos encontramos con muchos barcos subiendo y bajando el Bósforo, barcos enormes y pequeños, graneleros, petroleros, quimiqueros, portacontenedores (foto 3).
Nuvara y yo no nos veíamos desde 2013, pues ha dedicado los últimos tiempos al proyecto Ela, que ya tiene 16 meses y se quedó hoy con los abuelos porque la excursión no era para niños.
Karin, Jeanne y yo le hemos traído regalos para decorar la oficina de su nueva empresa, una vaca holandesa, un barco hecho a mano por el padre de Jeanne, y un marco multifotos con imágenes de todos los viajes donde hemos coincidido.
Pasamos por el mismo sitio que Jasón y los Argonautas, Rumelifeneri, en la misma entrada al mar Negro.
Están terminando de construir el tercer puente sobre el Bósforo allí mismo, un destrozo para el entorno.
Tengo que informaros de algo importante. El mar Negro no es negro, es azul.
Pudimos atracar sin problema en Poyrazköy, en la orilla asiática, donde comimos hasta decir basta a base de quinientos entrantes, pescado y kofte.
Nos visitó un vendedor de cupones, no de la ONCE, con el cuál Thea hizo amistad inmediatamente.
Siguiendo la costa por el lado asiático llegamos a Anadolu Kavak, donde se encuentra el castillo de Yoros o castillo de los genoveses. Llegar hasta allí supone subir por una empinadísima colina donde casi echamos los higadillos. Mereció la pena el esfuerzo porque las vistas son espectaculares.
Del castillo sólo quedan dos torres un trocito de pared.
Gran parte de la zona es de uso militar. Desde detrás de unos sacos nos miraba un soldado con el dedo en el gatillo. Parece ser que no se les pueden sacar fotos. A mí no me riñó, ni me disparó, ni nada.
Según llegamos todos sanos y salvos al barco, caímos destrozados en los asientos de la cubierta superior, incluida la incombustible Thea.
A las cinco dejamos a Nuvara, a Çagri y a todos los regalos en el atraque del lado asiático donde los recogimos por la mañana, más conveniente para ellos porque viven a poca distancia.
A las cinco y media nos soltaron a los demás en el lado europeo.
Después de una breve despedida, subimos al vehículo que nos esperaba para volver a nuestro hotel en Sultanahmet.
Tardamos unos 45 minutos por culpa del maldito tráfico de Estambul.
Nos sentamos un rato a tomar algo en la terraza del hotel, donde los tres individuos que se encargan de llevar recepción, puerta y comedor, nos atendieron estupendamente. Son extremadamente amables estos turcos.
A las ocho subí a darme una ducha y a descansar un momento para volver a salir a las nueve menos cuarto a cenar junto a la Cisterna de la Basílica.
Pude por fin comer mi kebab de pistacho.
Al volver pasamos por la puerta de Casa Pedro. Se me disparó el corazón de la emoción. Mañana no se me escapa.
Buenas noches desde Constantinopla.

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