4 oct 2015

Una cateta en Constantinopla (Estambul, día 1)


03:15 hrs. Suena el despertador o una bomba de relojería. Salté de la cama, hice la cama, hice otras cosas, me quité las legañas, me comí un yogur y salí de estampida con mi taxista favorito camino del aeropuerto de Sevilla.
Llegamos a las cinco. En los paneles anunciaban que el vuelo de Madrid se podía facturar en los mostradores 38 a 46. Mentira. Había dos mostradores para Vueling donde no me dejaron facturar, donde no estaban haciendo nada y donde las empleadas cobran la mitad que las de Iberia. Había dos mostradores para el vuelo de Iberia con destino a Madrid y más de cien personas haciendo cola. Una feria.
Después de 45 minutos de espera pude soltar la maleta, no mi maleta, sino la maleta que me han prestado mis padres. Le llevo a Nuvara un regalo que supera el ancho de la mía. Cuando lo fui a meter dentro me entraron sudores fríos porque aquello no había manera de encajarlo. Menos mal que la de mis padres es más ancha y me ha salvado la vida.
Mi taxista favorito y yo nos comimos una magdalena gigante cada uno, de esas que te disparan el colesterol de por vida, con crema, chocolate y otras cosas inidentificables dentro.
Llevo tres días comiendo de pena. Ayer tuvimos crucero en puerto. Comí a las doce y cené a las siete a bordo, con excesivo abuso de los postres. Yo creo que hago un crucero y a la vuelta no quepo por las puertas.
Al pasar el control de pasajeros tuve que hacer tremenda cola. No pité y no me cachearon.
Llegué a la puerta de embarque cuando ya estaba entrando el pasaje. Impropio de mí. Nos embutieron a todos dentro del avión quince minutos antes de partir. Por su puesto, apareció la típica pareja de retrasados mentales que llegan tarde a todos sitios.
Ayer en el crucero me tuve que quedar hasta última hora esperando por una madre y un hijo que se presentaron con el tiempo justo. Tercera vez que lo hacen desde que iniciaron el viaje. El hotel manager estaba que se subía por las paredes. La madre era una señora renqueante de nacionalidad panameña y el hijo un cincuentón con pasaporte norteamericano que llegaron corriendo, o algo parecido en el caso de la madre, sin que supiéramos en qué vehículo habían llegado hasta el muelle.
El vuelo a Madrid duró 45 minutos, de los cuales pasé cuarenta mirando para dentro, con el antifaz y mi querida almohada cervical puestos.
En Barajas, cuando iba a entrar en el baño, salió del mismo una chica a la que conozco de toda la vida, su nombre y apellidos, con quién se casó de penalti y a qué colegio lleva a su hijo, pero nunca nos han presentado. ¿Qué hacer en ese caso, se saluda o no se saluda? Hice un gesto de reconocimiento con la ceja derecha y ella algo por el estilo y seguimos nuestros caminos.
Tomé el tren subterráneo a la T4 satélite, me senté en uno de esos rincones para enchufar aparatos electrónicos, donde compartes mesa con desconocidos. En este caso con una sudamericana que no paraba de hacerse selfies. ¡Qué costumbre más absurda y ridícula! Sonreía al móvil, se atusaba el pelo, y venga  a sacarse fotos sin importarle que yo la estuviera mirando con la boca abierta.
Justo detrás de mí un gallego, parte de un grupo de gallegos dijo en voz alta: “¿De verdad me estás diciendo que cuando llegue allí no voy a poder enchufar el móvil porque los enchufes son diferentes?”. Yo es que alucino con la gente.
Una excursión de monjes tibetanos de varios tamaños pasó por allí con destino desconocido.
Nos llamaron a embarcar a la hora prevista. Me senté en ventanilla con el asiento de al lado vacío y un joven turco de traje muy nervioso. No paró de jugar con su komboloi y de suspirar.
El avión era de los que no tienen pantalla para ver pelis ni para ver por dónde vas volando, así que tuve que ir deduciendo a qué país pertenecían aquellas costas que se veían desde arriba.
A la una, cuando estaba seriamente pensando pasarme al canibalismo, sirvieron la comida. ¿A quién se le ocurre echarle pimientos rojos a los macarrones? No puedo con los pimientos, no rojos ni verdes ni amarillos.
Los aparté como pude y me comí los macarrones, los champiñones y la berenjena.
De postre pusieron un pastelito de color diabólico que sabía tan sintético como aparenta.
Tardamos en aterrizar en el aeropuerto Atatürk de Estambul. Nos tuvieron dando vueltas por el Mármara un rato contemplando a los barcos entrando y saliendo del Bósforo.
El paso por el control de pasaportes fue relativamente rápido, considerando que había allí no menos de 500 personas esperando. Ahora no es necesario sacar el visado en el mismo aeropuerto. Puedes pagar por internet. Te ahorras un rato en otra cola.
La maleta estaba justo saliendo por la cinta cuando fui a buscarla. Estaba medio intacta. Digo medio porque tiene una mancha de pintura roja como si hubiera rozado un algo metálico insistentemente desde Madrid a Estambul. Nada grave.
Me dispuse a esperar pacientemente la llegada de Karin desde Amsterdam y de Jeanne desde Washington, una hora después de mí.
Pasaron por allí personajes de todo tipo y color. Vi venir a uno que me hizo mirar a los paneles de llegadas para confirmar. Nairobi. No podía negar la cara de keniano. ¿¿O se dice keniata?
Primero apareció Jeanne, que viaja en primera y pasó por una puerta donde no hay que mezclarse con el pueblo. Karin no tuvo tanta suerte. Tuvimos que esperarla casi una hora.
Al salir al mundo exterior, Jeanne estaba un poco nerviosa. No sólo porque llevaba 18 horas viajando, sino porque a los americanos les han metido el miedo en el cuerpo sobre Turquía. Creen que te van a cortar la cabeza en la plaza Taksim según te oyen hablar con acento americano.
Enseguida, según íbamos en el coche camino del hotel, se dio cuenta de que Estambul no es lo que pensaba.
Tenemos reservadas un par de noches en un pequeñísimo hotel en Sultanahmet justo enfrente de una mezquita diminuta, con unos altavoces estupendos en el minarete que nos van a despertar en plena madrugada cuando el moro salga llamando a la oración.
Tan pronto soltamos el equipaje y nos refrescamos, salimos a reconocer el terreno y a cenar en una terraza donde estuvimos de lujo. El único problema es que de vez en cuando pasaban familias sirias pidiendo limosna y eso te quita el apetito de golpe.
Comimos una cosa super curiosa. En una vasija de barro meten carne con verduras, lo calientan en un fuego delante de tu mesa, rompen la vasija y sacan la comida. Riquísimo.
A las once dimos por finalizado el larguísimo día.

Buenas noches desde Constantinopla.

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