24 oct 2019

Una cateta en Miami (Día 1)

Seis de la mañana. Ducha rápida, desayuno y pitando para la estación de tren a pie. Esta vez cambié de sistema, yendo en tren hasta Madrid y desde allí en avión hasta Miami. 
El tren iba medio lleno. Fue un viaje sin nada digno de reseñar. 
Ese tren tiene la mala costumbre de descarrilar de vez en cuando o frenar justo a tiempo para no destripar a una cabra muerta en la vía, que a veces puede ser un caballo. A mí no me ha pasado nunca, pero tengo un compañero que salió en la portada del periódico arrastrando la maleta por el campo hasta llegar a la carretera más cercana, donde un autobús los recogió para llevarlos a la siguiente estación.
Estuve viendo un par de episodios de una serie inglesa muy buena, Bletchley Park, que aprovecho para recomendaros. Está ambientada en los años 50. La gente fuma sin parar. Tal fue la concentración en la pantalla del iPad y lo que estaba sucediendo en la trama, que me empezó a oler a tabaco, hasta que me di cuenta de que el olor era real y nos venía por el conducto del aire. Alguien, en algún lugar del tren, se estaba saltando la prohibición de fumar.
Es como en el gimnasio, donde alguna gilipollas no puede esperar a salir a la calle y se pone a fumar en las duchas aprovechando los vapores del agua caliente, como si el olor fuera a ocultarse como el humo.
Llegamos a Madrid a las 11:40. Fui la primera en salir del tren. 
Aunque existe un tren directo desde Atocha al aeropuerto de Barajas, lleva sin funcionar desde junio por obras en el túnel de Recoletos. Hay que ir hasta Chamartín y allí cambiar a otro con destino aeropuerto. No fue nada complicado. Tardé unos 45 minutos en total. Además, es gratis. El trayecto va incluido en el billete de larga distancia. Sólo hay que ir a una máquina expendedora, poner el código QR en una pantallita y esperar a que te escupa el billete de cercanías.
En Madrid hacía un frío importante. Llovía también, pero no me mojé porque anduve todo el tiempo por andenes y estaciones.
Nada más llegar a Barajas me quité el chaquetón y lo metí en la maleta, porque ya no me va a hacer falta hasta el mes que viene.
Facturé muy rápido. La maleta pesó 16.5 kgs. Es algo más de lo habitual. Aunque llevo ropa ligera de verano, he metido cosas que a lo mejor no me van a hacer falta, como un tubo y las gafas de la piscina, por si hago snorkel. También llevo una peluca verde, una nariz postiza con verruga y un sombrero de bruja, que ya os contaré para qué, pero eso será la semana que viene.
Pasé el control de seguridad sin que me tocara nadie. La edad es lo que tiene. Voy perdiendo el aspecto de terrorista para ir tomando el de señora respetable de mediana edad.
Eché un vistazo a las tiendas y me fui hasta la T4S en el trenecito subterráneo, en el que viajaban dos azafatas de Latam, la línea aérea chilena. Los zapatos de la foto son parte del uniforme. ¿Quién en su sano juicio diseña un uniforme con esos andamios sobre los que tienen que sostenerse durante horas? 
Al llegar, estuve viendo más tiendas. Me entró hambre y me senté a comer mis bocadillitos de jamón y queso. Ahorras una pasta llevando la comida de casa. Un plátano costaba dos euros en uno de los mostradores de comida. Al menos han reducido el precio del agua a 1 euro la botella, tras las quejas continuas de los viajeros por los precios desorbitados. Yo llevo mi botella rellenable. 
Junto a mí y a mi espalda estaban sentadas dos familias de Puerto Rico que venían de un crucero por Italia y las Islas Griegas. Tuve que prestar atención a la conversación porque lo primero que oí nada más sentarme fue lo siguiente: “Yo maté a todo el mundo con galletitas”. Esto salió de la boca de una señora entrada en los sesenta con aspecto de no haber matado una mosca. Lo que quería decir es que llevaba galletas como regalo para todo el mundo. Deducción tras escuchar el resto de la conversación.
Hacia las dos y media fui caminando hasta la puerta de embarque de mi vuelo, con dos horas de antelación según nos recomendaban por megafonía. Para viajar a Estados Unidos hay que pasar tres controles en total, el último a unos metros de la puerta, la del fondo del todo de la T4S. Al lado de la nuestra estaba la del vuelo de Nueva York/JFK. No me hubiera importado nada cambiarme. Aunque ellos salían 15 minutos después que nosotros, estaban todos dentro cuando a nosotros nos quedaba la mitad del avión por embarcar. Perdí la cuenta del número de sillas de ruedas empujadas por empleados del aeropuerto que llevaban a pasajeros para dentro.
En la zona de embarque me senté detrás de una señora que viajaba con sus dos hijos pequeños. Ella hablaba Spanglish, pero cuando se dirigía a ellos lo hacía en un perfecto inglés. Me enteré de que es norteamericana de origen cubano, vive en Mallorca, los niños van a un colegio inglés y también estudian alemán, el marido tiene un restaurante en Soller y ella decora locales. Su hermano regenta una armería en San Juan de Puerto Rico, donde tiene como clientes a agentes del FBI, a los que vende chalecos antibalas. La gente, que es muy poco discreta hablando de su vida privada con desconocidos.
Estuvo al teléfono con alguien al que le contó que ella y los niños habían comido “sopa de matansas” y “bisté empanisado”. No tardé ni dos segundos en sacar la libreta para apuntarlo. Seguro que al querer contarlo aquí habría sido incapaz de recordarlo. También dijo: “¿Me pusiste la secadora? Oh, my God!” 
Mientras tanto, el hijo pequeño daba vueltas alrededor de la fila de asientos con un patinete maleta mientras su hermano cronometraba el tiempo en cada vuelta. El chaval se fue envalentonando de tal manera que redujo el tiempo en diez segundos y aumentó las posibilidades de estrellarse contra alguno de los ya lisiados en sus sillas de ruedas.
Un judío con kipá estaba pegado al cristal del fondo, vestido de traje con los flecos blancos saliendo por debajo del faldón, inclinando la cabeza y dando pasitos adelante y atrás. Supuse que rezaba. No era el único con kipá en la cabeza. Tanto para nuestro vuelo como para el de Nueva York había unos cuantos.
Seguro que Vilma se está riendo desde Israel leyendo esto, tomándome por cateta porque me llaman la atención los judíos. Querida, es que donde yo vivo sólo hay moros y cristianos.
Me hubiera gustado haber dormido una mini siesta mientras esperábamos para embarcar. No me atreví. Viajando sola, siempre existe el peligro de quedarme sentada con la boca abierta y mirando para dentro mientras el vuelo parte sin mí.
Entré en el avión entre los últimos pasajeros. Ya hace tiempo que aprendí que si no tengo que meter una maleta arriba, no merece la pena pelearse por entrar entre los primeros. Dejo que la gente se vaya acomodando y entro caminando por el pasillo tranquilamente hasta mi asiento.
Delante de mí se sentó una familia árabe a la que ya había echado el ojo en la terminal. Eran un matrimonio bien entrados en los setenta con un hijo de unos 40. La madre no abrió la boca más que para comer. Vestía una túnica de lunares enormes en negro y morado, con un pañuelo en la cabeza del mismo morado que los lunares. El marido, que entró en silla de ruedas, no se quitó el sombrero fedora en todo el viaje. En lugar de ir sentados juntos en la misma fila, iban uno detrás del otro. Cuando íbamos por la pista a punto de despegar, el señor se levantó de su asiento por motivos que desconozco. El hijo tuvo que llamarlo al orden.
A mi lado se sentó un matrimonio que por el acento debían ser de la zona de Levante. El ocupaba algo más del espacio de su asiento, obligándome a encoger el brazo izquierdo. En cierto momento sacó su portátil para trabajar, ocupando incluso algo más de mi espacio vital.
Nada más despegar intenté dormir un poco, pero me fue imposible. Me puse el antifaz, mi almohada cervical y conecté los auriculares a la pantalla del asiento escogiendo una música que se suponía que servía para dormir. Cierto es que me relajé bastante durante media hora, pero eso fue todo.
Hablando de almohadas, vi a dos extranjeras cargando con almohadas de verdad para dormir en sus aviones.
A las seis nos sirvieron la cena. Yo me había comido uno de mis bocadillitos no hacía mucho, así que deseché el cuscús y me centré en el plato principal, pasta con salsa de nata, trocitos de zanahoria y brócoli. No estaba mal. La otra opción era pollo, pero no me llamó la atención cuando se lo vi a la señora del señor que me ocupaba el sitio.
En el avión viajaba Cuca García de Vinuesa, esa señora que salía en programas de cotillas. Yo, que no veo la tele, tuve que preguntar en mi propio grupo de cotillas. Me sonaba la cara pero no era capaz de ponerle nombre. Fue Stella quien me informó. Iba con modelo antesmuertaquesencilla, de blanco nuclear, con bailarinas blancas y un pellejo por encima. Tuvo que pasar frío, seguro. Yo hice todo el viaje con la manta roja de Iberia encima, sin quitarme el forro polar.
Después de cenar, las azafatas nos apagaron las luces y bajaron las persianas de las ventanillas para obligarnos a dormir. Yo creo que lo hacen para que las dejemos en paz un rato. Nadie se pone a dormir a las siete de la tarde. No les salió del todo bien. Pasado un rato, los pasajeros se levantaban a pasear, al baño o a acercarse al final del avión a pedir Coca Colas.
Después de ver otro par de episodios de Bletchley Park y la película 70 binladens, me levanté al baño para estirar las piernas. El avión era una pocilga, con servilletas por los suelos, fundas de plástico de las mantas por todos lados y gente paseando a oscuras desorientada, entre ellas la de la túnica de lunares.
De once a doce de la noche conseguí dar una cabezada. Tengo fundadas sospechas de que incluso estuve con la boca abierta un rato. Menos mal que no iba ningún conocido a bordo. Quizás aparezca en el blog de algún vecino de avión como la loca de la boca abierta. 
Volví a sentarme un poco desesperada. Estaba en esa fase del viaje en la que la rabadilla te palpita, quieres tumbarte y no puedes y estás dispuesta a bajarte en marcha.
A las dos menos cinco de la madrugada, ocho menos cinco de la tarde en Miami, por fin aterrizamos en tierras americanas.
Después de un recorrido en un trenecito interior y miles de pasillos con cintas, llegué al control de acceso al país. Primero esa máquina que te pregunta si has tratado con animales y si vas a meter productos cárnicos, y que luego te saca una foto y te escupe un papel que dice que pases por un mostrador a retratarte con un policía de fronteras. 
Aunque las colas no eran multitudinarias, el proceso fue lento porque la mayoría de los accesos estaban vacíos. No fue hasta las ocho y media que entró un turno de funcionarios nuevos y aquello se agilizó bastante. 
A mí me tocó con el agente Smith, un negro muy amable que me habló en castellano con alguna palabra en portugués. Cuando me preguntó de dónde venía y le contesté que de Madrid, su siguiente pregunta fue: ¿No traerás jamón? A lo que tuve que responder inocentemente que llevaba en la mochila un mini bocadillo de jamón que no había sido capaz de comerme durante el día. Me sonrió y me dijo que no me preocupara, pero me pegó al pasaporte una etiqueta naranja y llamó a un compañero para que me escoltara en dirección contraria a la que tomaban todos los demás pasajeros que pasaban por el control, exceptuando a un negro con pinta sospechosa. 
Tuve que caminar un rato siguiendo instrucciones del escolta, hasta que llegué a otro control, justo después de la cinta de recogida de equipajes, donde mi maleta pasaba seguramente dando su décima vuelta.
Me puse en cola porque estaban atendiendo al negro sospechoso. Le vaciaron la mochila completamente, le vaciaron la cartera, le sacaron la tarjeta SIM del móvil. Dejé de prestarle atención cuando me llamaron a mí desde otro mostrador, donde me atendió un funcionario amabilísimo, al que le entregué el bocadillo, que cogió con unos guantes azules como si fuera una rata. Me sonrió, me agradeció haber declarado la llegada del bocadillo a América y me despachó sin más novedad.
Me dirigí al MIA Mover, un trenecito que conecta con la zona donde se alquilan coches y se toman los trenes y autobuses. El bus 150 iba medio vacío, así que el trayecto hasta South Beach fue mucho más rápido que hace tres años. Eran las diez y cuarto de la noche cuando tomé posesión de mi habitación.
Lo primero que hice fue darme una ducha y cepillarme los dientes. El mando de la ducha sólo permite cambiar la temperatura, no la potencia. El agua sale como esos manguerazos que les dan a los locos en los manicomios. Al mojarme la cara tuve que sujetarme la nariz para que no me la arrancara. 
En la pared del baño hay un salvavidas colgado. Es todo un detalle que traten de evitar ahogamientos en la bañera.
Quiero aprovechar el momento para despedirme y rendir un homenaje a mi maleta azul, que por fin disfruta de una merecida jubilación tras acompañarme por muchos países en varios continentes, por tierra, mar, aire y burro. Su sustituta es de color naranja y tapa dura. A ver lo que me dura. De momento ha llegado con todos los bordes manchados de negro.
23 horas después de levantarme en mi casita, por fin he podido poner los pies en alto.
Buenas noches desde Miami.






1 comentario:

Unknown dijo...

lamento que hayas perdido tu sandwich de jamon espaÑol... Besos y nos vemos pronto! Ya te voy a reconocer en la fiesta de disfraces!!!!!