Alucinante lo rápido que llamaron a Despina desde la empresa de seguridad.
A las diez nos reunimos las cuatro en la cocina a desayunar en la pesada mesa de madera que ayer estuvimos cambiando de sitio. Ahora está mucho mejor.
A las doce menos cuarto me levanté a cerrar la maleta. Según el pesador de maletas, se pasaba en kilo y medio del límite permitido. Va llena de chocolate y objetos varios que me han regalado.
A las doce menos cinco minutos, en una demostración de puntualidad desconocida en este país, María Christina y su marido aparecieron a recogerme en un BMW con tapicería de cuero color vainilla para llevarme al aeropuerto. No había apenas tráfico en la carretera. Tardamos un poco menos de media hora.
Facturé entre los primeros viajeros, después de una excursión de zangolotinos madrileños acompañados de sus profesores.
Después de dar una vuelta por las tiendas, fui a mirar los paneles para buscar la puerta de embarque. Nos anunciaban un retraso de una hora y cinco minutos en la salida del vuelo de Iberia.
Me senté pacientemente a esperar.
Estuve dándole vueltas a la foto que saqué ayer mientras desayunábamos en el resort. ¿Para qué se molestan en hacer una puerta y unas escaleras que conducen a un estanque lleno de agua y piedras?
A las cuatro menos cinco apareció por la pista nuestro avión procedente de Madrid. Salieron de allí con retraso por culpa de una reparación.
Nos embarcaron a las cinco menos veinte y salimos a las cinco.
A mi lado se sentaron dos portugueses que durmieron con la boca abierta y que no me ofrecieron ninguna anécdota sabrosa para contaros.
Aterrizamos en Madrid a las siete y cinco, ya en hora española. Debió de meter la sexta el piloto porque recuperamos más de media hora del tiempo perdido en Atenas.
Me senté junto a una pareja que no se dirigió la palabra en todo el camino. Es lo que tiene volver medio muerto de las vacaciones.
Dos filas por delante de mí iba sentada una pareja que conozco y no veía desde hace años, tantos que no les conocía a los dos hijos que llevaban consigo. El pequeño nos dio el viaje, primero hablando sin parar y luego llorando porque se quería sentar junto a su mamá.
Aterrizamos en Sevilla con diez minutos de adelanto.
El chico del mostrador de reclamaciones fue muy amable y eficaz. Me informó de que, por el momento, no hay noticias de la huida.
Los bombones Leonidas estaban a salvo en mi mochila, por lo que no me preocupé mucho por la desaparición. Ya volverá la muy traidora. Esto le va a costar acabar en el contenedor de basura.
Mi taxista favorito me esperaba pacientemente en la salida. Nos tomamos un refrigerio antes de emprender el camino a casa con la puesta de sol frente a nosotros.
El estómago bien, gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario