11 jun 2011

Una cateta en la Gran Manzana (Nueva York, día 3)

Desperté a las tres y cuarto, volví a dormirme y volví a despertar a las seis. Patricia despertó también, así que nos levantamos. Bajamos a desayunar a las siete, con menos ansia que ayer pero con similar resultado.
Hoy es Santa Margarita, Reina de Escocia. Felicidades, mamá.
A las ocho y media ya estábamos en la calle, camino de la Zona Cero, donde se encontraban las Torres Gemelas. Fuimos en metro hasta Chambers St. Al llegar al World Trade Center eran las nueve en punto, la misma hora en que se cometieron los atentados. Circulaban por allí cientos de personas camino del trabajo. El ruido de la construcción de los nuevos rascacielos era atronador. No paraban de pasar camiones hacia y desde la construcción, todo perfectamente coordinado por decenas de policías de tráfico que controlaban el paso de coches, peatones y camiones. Dentro de la obra, regaban las ruedas de los camiones antes de salir a la calle para evitar ensuciar los alrededores.
Caminamos rodeando toda la zona. En la pared de un edificio, un cartel con las fotos de todos los bomberos que fallecieron en el atentado, una placa, varias banderas americanas y ramos del flores en el suelo. Al lado, un mural en bronce dedicado a las víctimas.
Llegamos a un pequeño puerto deportivo en el río Hudson. Un remanso de paz comparado con el estruendo anterior. Unos cuantos yates y los barquitos de una escuela de vela contrastaban con los enormes edificios de cristal. Un grupo de personas hacía tai chi siguiendo las instrucciones de un oriental.
Tras descansar allí unos minutos, volvimos sobre nuestros pasos y tomamos el metro hasta Fulton St. Anduvimos unos metros y llegamos a Seaport. Varios barcos de vela enormes están allí atracados. La zona está llena de cafés y tiendecitas. En una de ellas dos negros enormes llevaban katanas de juguete que no paraban de sacar y meter en su funda mientras hablaban con la dependienta. Digo de juguete, pero las hojas tenían un palmo de largo, así que nosotras salimos de allí como quien no quiere la cosa, sin llamar la atención. Ya he dicho que no quiero volver con agujeros.
El puente de Brooklyn se divisaba al fondo. Está en obras. Una parte se encuentra cubierta por una lona blanca. La idea de construir el puente fue de un ingeniero alemán que cruzaba de Brooklyn a Manhattan con frecuencia y un día se quedó atascado a mitad de camino por culpa del hielo.
Woody Allen y Diane Keaton estaban sentados en un banco charlando sin parar.
Al terminar la visita, volvimos al metro y fuimos hasta Canal Street, la calle principal de Chinatown. Chinatown está llena de chinos, de tiendas chinas, de puestos de comida china y de repugnantes olores chinos. Hasta el MacDonalds tiene el letrero en chino. Little Italy está por allí también. Los chinos les están comiendo terreno poco a poco. Una pena.
Hay muchos restaurantes en Little Italy. Eran las doce cuando andábamos por allí, así que nos sentamos a comer una ensalada y una pizza en uno.
Al salir, bajo un sol de justicia, estuvimos viendo escaparates de tiendas, como el de una de caramelos, donde se exponían chanclas de caramelo.
He descubierto que a las tiendas de ropa de segunda mano las llaman ahora “vintage”. ¿A quién pretenden engañar?
Volvimos a Chinatown y a sus chinos para adentrarnos en el Soho. Es curioso. Sales de una calle y al entrar en otra estás en otro mundo completamente diferente. Gente más moderna, con los ojos redondos, tiendas de diseño, cafés encantadores. Nos sentamos en uno a beber un refresco y a refrescarnos también por fuera gracias al aire acondicionado.
Vimos las casas de hierro colado de Greene Street. En la puerta de una de ellas estaba apoyada una bicicleta con una funda de ganchillo puesta.
A las tres de la tarde, habiendo cumplido con los objetivos del día, decidimos ir de compras. Junto al World Trade Center hay un centro comercial que se llama Century 21, bien conocido por los turistas porque venden ropa de marca de temporadas anteriores a precios de escándalo. Y allí fuimos y triunfamos. Patricia más que yo, porque cuando marcaron el precio de un polo divino de la muerte, salió 2,95 dólares. La dependienta, que también se dio cuenta del error, dijo: “Me da igual”, y le cobró 2,95.
En los probadores de la tienda reinan tres dependientas que te mangonean a su antojo y te dan órdenes que cumples sin rechistar, no vaya a ser que no te dejen entrar a probarte las gangas que llevas en la mano. Tienen prohibido dejar pasar con ropa interior, así que Patricia se probó sus nuevos sujetadores de Calvin Klein encima de la camiseta. Lástima de foto. No anduve lista.
A las siete volvimos a Times Square, otra vez en metro. Nos hemos sacado un bono de siete días con viajes ilimitados, al cual le estamos sacando bastante rendimiento.
Entramos en la juguetería Toys’R’us. Hay una noria tamaño natural dentro. En la sección de Barbie tienen Barbies y Kens de todo tipo, metidos en una casa gigante de Barbie. Los tienen con los personajes de Crepúsculo, de Mad Men, de Dinastía; Barbies vestidas de todas las profesiones imaginables, de Estatua de la Libertad.
En la sección de Lego tienen un Empire State, un edificio Chrysler y una Estatua de la Libertad hechos de piececitas de Lego.
Agotadas fuimos a sentarnos a una cafetería para tomar algo. Hace mucha sed en este pueblo. Estamos todo el día bebiendo. Menos mal que no nos da por el alcohol.
Pedí Coca Cola de cereza. Ayer probé la de vainilla y fue una gran desilusión. Me quedo con la de cereza.
Compramos la cena en un sitio junto al hotel. Pedimos dos sándwiches, uno de roastbeef y el otro de pavo. La comida, como todo, es a lo bestia. Nos pusieron dos trozos de pan, y entre ellos tres dedos de lonchas de fiambre. No pudimos con todo.
Patricia ya está mirando para dentro y yo en breve. Hoy me he encontrado mucho mejor. Parece que voy engañando a mi yo interior. Que no se entere de que son las cinco menos cuarto de la madrugada. Cree que son las once menos cuarto de la noche.
Hasta mañana. Saludos desde Nueva York.

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